En estos años que nos han distanciado, la ciudadanía vio cómo sus fantasmas eran reales. No eran solo noticias falsas o teorías absurdas.
Para explicar los niveles de polarización y desconfianza a los que ha llegado la política peruana considero importante reconocer que en estos años la ciudadanía ha confirmado muchos de sus prejuicios políticos. Los ciudadanos han visto cómo al ejercer el poder los actores políticos que rechazan se comportaron tal como temían, tanto en sus formas democráticas como en su manejo del Estado. Varios de sus fantasmas eran reales, no solo se trataba de noticias falsas o teorías absurdas (que también las hubo, y muchas, por supuesto). Ello hace que a quienes están más cerca a los extremos se les facilite justificar, consciente o inconscientemente, el autoritarismo de sus parciales, aquellos que prometen avanzar sus preferencias y protegerlos del enemigo.
Se puede objetar que esta situación no es nueva, que la democracia peruana tenía ya fallas profundas y alta desconfianza entre los actores; esto que vemos no sería nuevo ni peor. En parte es cierto. Las divisiones actuales se construyen sobre viejos quiebres nacionales que ya veíamos manifestarse en procesos electorales y otros conflictos sociales. Pero hemos empeorado frente al inicio de siglo. Lo vivido desde el 2016, y en particular en los últimos dos años, ha profundizado estas fracturas y las ha politizado más allá de las elecciones. Además, vivimos estas tensiones en un escenario donde las instituciones para canalizar disputas y los actores que buscan reducir estas distancias, se encuentran, con justicia o no, debilitados.
¿Cuáles son estos prejuicios confirmados en estos años que nos han distanciado? Comencemos por las razones que tenía un grupo importante de ciudadanos para temer al fujimorismo. No me refiero solamente a las conductas abusivas y autoritarias de este partido en su versión noventa o a la aplanadora congresal del 2016. Me refiero a un temor sobre el tipo de régimen que el fujimorismo podría construir si ganaba y gobernaba autoritariamente, aun en una versión atenuada del original. El temor de estos votantes era que una coalición similar a la que toleró los abusos en los años noventa pudiese sostener a un gobierno que se endureciese. Medios de comunicación privados obsecuentes moderarían sus críticas o incluso lo apoyarían en nombre de la paz social y la inversión. Asociaciones empresariales y actores políticos de derecha guardarían silencio, o justificarían actos abusivos, si se alineaban con sus intereses. Al ser un país centralista, con el poder político y económico concentrado en Lima, sería difícil oponerse a este gobierno desde las regiones.
Pues bien, vemos en estos días que el gobierno no tiene que ser fujimorista para que lo sostengan estos intereses. El gobierno actual muestra que se puede gobernar arropado en esos grupos, incluso con una legitimidad muy baja y sin arrancarles mayor entusiasmo. El doble estándar frente a lo que fue la fiscalización dura al gobierno de Castillo es evidente. Si bien es exagerado equiparar a Boluarte y a Fujimori, pues el poder hoy está más fragmentado, y la primera carece de popularidad y de una coalición fuerte, se parecen en la tolerancia y apoyo de una alianza de derecha a su continuidad. Ello incluye la aceptación y justificación de actos represivos brutales como los vistos entre diciembre y febrero. Mientras para las regiones del sur estamos ante una tragedia nacional y muertes injustificadas, desde la tan limeña “política nacional”, hay mayor tolerancia o incluso abierta defensa del tipo de represión realizada.
La lentitud de las investigaciones en la Fiscalía y el desinterés del Congreso a pesar de la evidencia de abusos, el terruqueo y acusaciones a los manifestantes como si todos hubiesen sido actores violentos, han reforzado la convicción de una parte del Perú de que a la otra parte su drama le importa poco. Este país “pacificado”, en palabras de la ministra Pérez de Cuellar, en realidad está más quebrado. ¿Qué discurso nacional pueden ofrecer quienes han comprado este discurso de orden y guerra civil a estos sectores molestos, indignados, del país? Más bien, se ha reforzado la convicción de que esa derecha, esas élites, no les dan ni les darán un espacio adecuado a sus demandas e intereses. Y que las instituciones que nos regulan están torcidas en su contra. Es decir, confirmaron sus prejuicios.
Por el otro lado, la conducta de Pedro Castillo y sus aliados en el poder también ha confirmado temores en actores y votantes que veían con desconfianza a la izquierda. No pretendo hacer una equidistancia de estos actos con el tipo de violencia que hemos visto en estos meses. Aceptar ese nivel de violencia contra ciudadanos es una prueba ácida que ojalá la izquierda no tenga que pasar. Pero hay otras acciones que confirman los temores democráticos. Se suma a ello la confirmación de otros miedos sobre la conducción del Estado.
Hay que recordar las campañas de Verónica Mendoza el 2016 y el 2021 para entender el impacto de estos actos para la credibilidad de la izquierda. El Frente Amplio y luego Juntos por el Perú respondían los ataques virulentos de sus críticos sobre un supuesto manejo económico y político al estilo venezolano o al terruqueo señalando que eran exageraciones. Prometían, sin bajar sus banderas, un manejo técnico y honesto del Estado y la economía, y asegurando el respeto al pluralismo.
Pues bien, la conducta de la mayoría de esta izquierda supuestamente más moderada frente al primer gabinete de Pedro Castillo mostró que esos temas democráticos y de buen gobierno no eran el centro de su interés. Un gabinete que tenía miembros con declaraciones inaceptables sobre Sendero Luminoso fue apoyado sin críticas suficientes. Y una serie de nombramientos producto de un cuoteo de favores tiraron por la borda la promesa de una conducción técnica. Esa izquierda toleró y acompañó a un Presidente tramposo y corrupto. Y solo se fue cuando la echaron.
Ni qué decir de Perú Libre y sus reflejos autoritarios en esos años. Muestra de ello, por ejemplo, son sus propuestas para que una Asamblea Constituyente pueda convocarse y constituirse sin mecanismos democráticos razonables. Si algo ha quedado claro en estos años es que esa izquierda más dura, la que seguro mantendrá representación en futuras elecciones, tiene una visión estratégica y antipluralista de la democracia. No es un cuco inventado.
El fallido golpe de Estado de Pedro Castillo es, sin embargo, lo que muestra más claramente esas pulsiones autoritarias. Hay en las protestas contra el gobierno de Dina Boluarte demandas democráticas y pedidos como la Constituyente que, aunque polémica, goza de un apoyo nacional importante, muy alto en ciertas zonas. Pero también hay otras demandas y posiciones que confirman el temor a esa izquierda autoritaria: niegan el golpe de Estado, piden cerrar el Congreso sin causa, demandan la libertad de un golpista. Faltó poder para avanzar, pero estas convicciones estaban allí, vivas. Este periodo, entonces, también refuerza los miedos y sospechas de quienes veían con desconfianza a la izquierda; sospechas que, reitero, son más razonables y reales que las conspiraciones fraudistas y las interpretaciones constitucionales irracionales que también han caracterizado a parte de este sector.
Hay otro aprendizaje que creo refuerza las pulsiones autoritarias de votantes y élites en la derecha hacia el futuro. Con todas sus limitaciones y torpeza política, Castillo logró ganar popularidad cuando apostó por ponerse fuerte, lanzar un discurso clasista, reforzar vínculos identitarios y prometer recursos. Entre estos sectores de derecha queda la impresión de que un caudillo (o caudilla) con más talento y mejores aliados podría explotar mucho más un discurso crítico para ganar poder.
Finalmente, todos los mencionados seguro también sacarán una lección negativa sobre la conducta de lo que algunos llaman «centro»: se consigue su apoyo con facilidad. Me refiero aquí a partidos sin ideología clara, muy pragmáticos en su acción, dependientes de intereses muy concretos, como APP, parte de Acción Popular, Somos Perú o Podemos (y proyectos similares que surjan en el futuro). Gran parte de la estabilidad de Castillo se ganó por el pragmatismo de ese sector del Congreso que negoció estabilidad a cambio de prebendas, leyes en las que tenían interés y acceso a ministerios. Hoy estos feudos con inscripción no tienen problema en sumarse a la coalición que sostiene al gobierno. No son una garantía democrática ni de control de ningún tipo, salvo si se les quiera sacar del Congreso.
Para colmo de males, las instituciones y actores que deberían moderar este conflicto político están deslegitimadas. Varias de ellas son ya vistas como apéndices del Congreso. Un Tribunal Constitucional y un Defensor del Pueblo elegidos por estos grupos desprestigiados y con hojas de vida que no garantizan su autonomía. Una Fiscalía que juega en pared con los legisladores. ¿Y qué decir de varios medios de prensa nacionales, necesarios para fiscalizar y criticar a los actores políticos, pero que hoy han perdido poder y legitimidad?
De esta política no saldrán con facilidad reformas, ideas, ni propósitos nacionales comunes, y con seguridad la propia competencia electoral será más cruenta. Parafraseando a Mariana Enríquez, lo que aprendimos en el fuego ha sido muy malo. Más que solo lamentarnos de esta situación, espero el diagnóstico sirva para entender la magnitud del reto que tenemos por delante. Nada más urgente que intentar sanar estas heridas y reconstruir ciertos consensos nacionales creíbles; pocas cosas tan difíciles lograrlo en este escenario
Eduardo Dargent. Politólogo, profesor PUCP.