En solo 24 horas ocurrieron tres momentos muy gráficos del nuevo orden que oficialmente ya se terminó de instalar en el Perú.
El límite entre la democracia y el autoritarismo siempre es difuso. Una frontera móvil, que muchas veces depende de la conveniencia de quién está trazando la línea.
¿Cómo diagnosticas cuándo uno se convierte en el otro? Normalmente tiene que ver con instituciones y, sobre todo, con la transparencia o la legitimidad de aquellas. Digamos, las elecciones están bien pero Cuba y Venezuela celebran comicios y a nadie se les ocurriría decir que son democracias. Necesitas que esas elecciones sean limpias. En nuestra región, es un clásico mantener instituciones democráticas aparentes para sostener el fondo de un régimen autoritario. Lo vivimos durante el fujimorismo.
De todas formas, para lo que nos está pasando hoy el caso del chavismo es incluso más útil que el del fujimorismo. En nuestro caso noventero, hubo un corte clarísimo: el 5 de abril. En el de Venezuela, no. Allí hubo varios hitos. Cada uno peor que el otro. Y todos los vimos. Todos fuimos testigos en tiempo real de cómo una democracia –imperfecta, como buena democracia latina– poco a poco se fue convirtiendo en un régimen autoritario descarado. Vimos su degradación en tiempo real.
La deriva dictatorial desde el lado chavista, iniciador y perpetuador de ese autoritarismo, son evidentes para cualquiera que no sueñe con tomarse selfies con Cerrón. Sin embargo, poco se habla de cómo la oposición entró al mismo juego, hasta tal punto de orquestar un golpe de estado militar en el que –en menos de 24 horas– le cambiaron hasta de nombre al país y pusieron como jefe de Estado al presidente de su Confiep.
El Perú, por supuesto, no es Venezuela. Por si hiciera falta seguir aclarándolo. No vivimos un régimen autocrático y la gente que ocupa Palacio, por sí sola, no tiene la capacidad de instalarlo.
Sin embargo, en estos meses hemos asistido impasibles a la demolición incesante de una serie de instituciones estatales por parte de la clase política (oficialismo + oposición). Lo que queda en pie son cadáveres animados estilo Doctor Strange. En teoría, siguen siendo el Tribunal Constitucional o la Sunedu o la OEFA o Migraciones o el programa de vacunación del MINSA… pero ya no lo son. Ya no funcionan como contrapesos al poder o servicios al ciudadano. Funcionan como la clase política quieren que funcionen (garantías de impunidad, facilitadores de negocios, agencia de empleos, etc.).
Cada vez resulta más difícil pensar en el Perú como una democracia liberal. Sin embargo, todavía no somos otra cosa. De momento, todas las mafias que ha demolido nuestras instituciones todavía siguen cooperando entre sí. Ya llegará el momento en el que se enfrenten (de verdad, digo, no con mociones de vacancia finteras). Y allí pasaremos a la siguiente etapa. Ahora mismo, estamos en un momento de transición. Hacia algo más. Hacia algo distinto. Hacia una nueva normalidad.
Por ejemplo, en la vieja normalidad habría sido, por decir lo menos, llamativo que la Primera Dama –sea quien sea– acuda a una cita de la Fiscalía en dos vehículos polarizados y rodeada de una veintena de agentes de seguridad que rodearon la sede del Ministerio Público. A ningún presidente se le habría ocurrido que esa es la imagen que quieren enviar a la población.
Pero esta es una época distinta. La histeria vacadora es tan alharaquienta y atarantadora que el Ejecutivo –desde el premierato de Aníbal Torres– se da el lujo de ir al choque contra funcionarios medianos que se han atrevido a pisarles los talones. Y eso ya no nos choca.
Pero ese es solo un lado de la ecuación. El otro es el Congreso. Un Congreso que ha aprendido, rapidito nomás, que lo más rico de la labor legislativa ocurre tras bambalinas. Que las peleas son para las cámaras. Que los amarres funcionan siempre bajo la mesa. Que no hay necesidad de guardar ningún tipo de forma democrática como, por ejemplo, ir al Congreso.
Esta imagen escenifica a plenitud por qué la Mesa Directiva de Maricarmen Alva ha convertido el acceso de la prensa en una lucha a muerte. La ausencia de fiscalización efectiva por parte del periodismo le ha permitido a este Congreso ir más lejos que cualquiera de los anteriores. Ni siquiera el Legislativo tomado por el fujimorismo se atrevió a bajarse las reformas de la educación y del transporte. Y cuando intentaron tomar el Tribunal Constitucional, los cerraron.
La pandemia cambió todas esas dinámicas (podríamos decir que también cambiaron las de la sociedad civil que permite todo esto; pero esa es otra discusión). Y el Congreso no está dispuesto a ceder ante un derecho tan esencial como el de la transparencia de los actos públicos. Si pueden seguir haciendo lo que sea que hacen en vez de su trabajo, seguirán haciéndolo
Y hablando de transparencia, también tenemos esto:
El nuevo Tribunal Constitucional –producto de la alianza entre Ejecutivo y Legislativo– juramentó en la clandestinidad. Literalmente. Se hizo lo más rápido posible, sin avisar a la prensa. Es más, sin comunicárselo a los magistrados que estaban siendo remplazados en ese mismo momento. Solo después que se filtró que esto había ocurrido, la cuenta de Twitter del TC admitió lo ocurrido y difundió fotos del evento.
Que la instancia jurídica más alta del país haya sido elegida en contra de todas las recomendaciones de organismos internacionales, ocultando informes adversos de la Contraloría y asumiendo el cargo de manera subrepticia… es un flashback absoluto a los años 90.
La nueva normalidad no es democrática. Pero aún no es autoritaria de verdad. Quizás porque falta un ganador definido que emerja de los escombros de las instituciones, los derechos y las formas democráticas. Este es un momento de transición, en el que las múltiples mafias que pugnan por el poder se han dado cuenta de que, por ahora, les conviene más trabajar juntas. Les conviene Quedarse Todos. ¿Cuánto tiempo puede durar este equilibrio? Quién sabe pero lo único que me queda claro es que las semillas que estamos plantando hoy tienen todas las condiciones para florecer.