Ignorar y ridiculizar, a partir de su nombre, agendas como las “tomas” de Lima solo muestra desconocimiento de cómo ha funcionado el país.
En los días previos a la Marcha del 19J, diversos voceros afines a la coalición del Gobierno intentaron establecer vínculos directos a partir del nombre de la «Toma de Lima» con episodios históricos violentos para así restarle legitimidad a la movilización popular que se estaba preparando. No es la primera vez que lo hacen, pero esta vez se esmeraron con las analogías y no decepcionaron.
Para Vivian Olivos, congresista de Fuerza Popular, el apelativo de «toma» le recordaba a la «toma de la Embajada de Japón» por el MRTA ocurrida en 1997, «y por ello tiene un tono subversivo, terruco». A Víctor Andrés García Belaunde, de Acción Popular, el nombre le traía reminiscencias de dos episodios anteriores: uno de 1881 (la ocupación chilena de la capital, que se extendió por tres años más) y otro de 1895 (la revuelta montonera del oportunista Nicolás de Piérola en su intentona golpista). Un comentarista televisivo fue más lejos y comparó la «Toma de Lima» con la «Toma de la Bastilla» ocurrida en Francia en 1789. Como dije, no decepcionan.
Frente a esto, como historiador mis opciones inmediatas son dos: (1) darme de cabezazos contra la pared por el uso tan atrevido y ligero de estas comparaciones; (2) tomar las cosas con calma y resignarme al nivel actual del debate político impuesto por nuestras élites. Existe sin embargo una tercera alternativa: utilizar estos casos por más ridículos que parezcan para explicar cómo la «toma» de Lima responde a factores más profundos y locales, y lo que eso nos puede enseñar.
Las tres movilizaciones que se han producido en dirección a la capital desde enero de este año hablan de un fenómeno inusual pero no necesariamente ajeno a nuestra cultura política. Como se ha señalado, tiene menos que ver con una ocupación violenta y de «tierra arrasada» de Lima –con la que las fuerzas del orden y el Gobierno imaginan–, que de hacer notar en el centro mismo del poder una presencia olvidada de las regiones por las autoridades nacionales.
Las «tomas» y sus antecedentes históricos son en buena cuenta un conjunto de mecanismos de reducción de brechas de representación existentes entre la periferia y el centro. Como lo ha estudiado Jose Carlos de la Puente, los primeros en utilizar este mecanismo fueron autoridades huancas y de otras localidades, que poco después de la Conquista emprendieron un viaje hacia la Audiencia de Lima e incluso atravesaron el océano hacia la Corte Real de Madrid. Lo hicieron con el propósito de instalarse ahí hasta que Su Majestad se dignara escuchar sus reclamos de defensa de derechos por haber apoyado a los Conquistadores en la caída del Tahuantisuyo.
La brecha parece haberse ampliado luego de la República, con un Estado criollo atrincherado en Lima y distante (geográfica, social y culturalmente) de sus connacionales de la sierra y la Amazonía. Y esto ocurrió con una transferencia geopolítica a mediados del siglo XIX de las regiones hacia la capital. El dinero del guano y el desmantelamiento del poder militar regional con los prefectos hicieron de Lima el espacio con mayor concentración de poder político hasta la fecha. La anulación del voto a quienes no supieran leer y escribir en 1895 terminó por cancelar opciones democráticas para la población andina.
Las comunidades andinas y amazónicas tuvieron que enviar a los «emisarios» desde sus localidades hasta la costa para intentar entrevistarse con alguna autoridad y dar cuenta de sus necesidades. Como lo explicaba en un ensayo anterior, en ocasiones intentaron buscar al mismo Presidente de la República en Palacio de Gobierno. Al igual que sus predecesores huancas, las gestiones no siempre llegaron a buen término pese a los recursos invertidos y las expectativas en el sistema político nacional.
Las autoridades no estaban siempre dispuestas a recibirlos, y cuando lo hacían esto no significaba necesariamente atender sus reclamos con la urgencia que se requería. Una visita de una delegación de la selva terminó con sus integrantes paseados y exhibidos por las calles en automóvil para satisfacer la curiosidad de los limeños. La incomunicación entre las delegaciones y las autoridades se hizo evidente cuando un frustrado presidente Manuel Candamo (“Soy un desgraciado”) aceptó con lágrimas en los ojos que no comprendía la lengua de los visitantes.
Al igual que hace unos días, las autoridades de entonces hicieron todo lo posible por impedir que estas delegaciones llegasen a la capital, como ocurrió con un grupo (“salvajes”, según la prensa de entonces) proveniente de Chanchamayo en 1876. En 1952, el Congreso discutió un proyecto de ley para implementar la obligatoriedad de un pasaporte interno a quienes ingresaran a la capital, una medida obsoleta que había sido utilizada en los años de las Guerras de Independencia y que seguía vigente solo en la Unión Soviética. Lo cierto es que el arribo de ciudadanos de regiones fue algo que Lima ha intentado impedir desde siempre, y no siempre con mucho éxito.
El arribo de delegados fue pronto complementado con otras estrategias, como las marchas de sacrificio, que consistían en recorrer a pie distancias muy extensas hacia las ciudades de la costa para llamar la atención de las autoridades sobre sequías, hambrunas o falta de recursos. Con el tiempo, los clubes de migrantes permitieron canalizar las demandas y necesidades de diversas localidades, extendiendo las redes de influencia a los pasillos del Congreso y posiblemente de Palacio por medio de reuniones y lobbys. La aparición progresiva de partidos regionales consolidó estos canales, creando un contrapeso a los partidos históricos fundados en la capital, y llevando al Congreso a un espectro social más amplio de actores políticos regionales.
Visto en perspectiva, lo que han hecho las “tomas” de Lima (y que continuarán haciendo bajo otros nombres y denominaciones) es activar una serie de mecanismos, rutas y estrategias de política campesina que se crearon desde muy temprano, con recorridos de ida y vuelta entre la costa y el resto del país, impulsados por viajes específicos o por las varias olas de migración hacia la capital. Ignorar y buscar ridiculizar, a partir de su nombre, agendas como las “tomas” de Lima solo muestra un desconocimiento de cómo ha funcionado el país y de la existencia de canales a través de los cuales quienes se sienten desplazados han buscado ser escuchados. Aún si uno mantuviese una discrepancia respetuosa con estos métodos (algo perfectamente válido), es necesario reconocer que se trata de prácticas colectivas e institucionales, tanto en la forma en que cada “toma” ha sido organizada como en los objetivos que se plantean.
En una situación de crisis estructural como la que atravesamos, lo peor que puede pasar es que un puñado de personas dedique su tiempo a encontrar formas (según ellos) novedosas y originales para conectar el término “toma” de forma negativa con otros fenómenos que no guardan relación entre sí. Esa burbuja ideológica y de privilegio en la que surgen estas analogías es la misma que nos ha traído hasta la actual crisis. A menos que optemos por encontrar salidas viables a este entrampamiento, lo que vamos a enfrentar ya no van a ser movilizaciones organizadas y que plantean caminos institucionales como adelanto de elecciones sino una furia espontánea e inmanejable, resultado de la frustración.
Y contra eso no hay cercos ni análisis semánticos que puedan ayudarnos.
José Ragas. Ph.D. en Historia y catedrático de la Universidad Católica de Chile.