«Este proceso de empoderamiento del Congreso tiene su origen en traumas recientes que el conservadurismo peruano parece incapaz de superar»
El jueves, el Tribunal Constitucional anunció a través de sus redes sociales que había resuelto declarar fundadas –por sólida mayoría– una serie de demandas competenciales. Todas, presentadas por el Congreso contra el Poder Judicial por las diferentes acciones de amparo concedidas por este último en relación con el proceso de designación del Defensor del Pueblo, las reformas al Consejo Directivo de la SUNEDU y otras investigaciones parlamentarias sobre asuntos de interés público. Asimismo, anunció que exhortaría al Congreso a modificar el artículo 99 de la Constitución para que la Comisión Permanente pueda acusar ante el Pleno por infracción constitucional o cualquier otro delito de función, a los miembros de la ONPE, el JNE y la JNJ.
La sentencia y los fundamentos de votos respectivos no han sido aún publicados. Sin ellos, un análisis jurídico de los mismos es imposible. Pero la cancha política queda marcada con el sólo anuncio de la decisión: otro triunfo más para el Congreso, que consolida aún más su poder dentro del Estado.
Este triunfo del Congreso en este Tribunal de conformación conservadora no debe analizarse en forma aislada. Personalmente creo que obedece, sino a una estrategia, a una mentalidad –una cosmovisión– conservadora de lo que es la pugna política en el país.
No creo que el conservadurismo –que en el pasado se sintió muy cómodo con el caudillismo presidencialista de Fujimori– haya desarrollado un apego por el parlamentarismo (aunque a esta altura nuestro sistema de gobierno está avanzando, en forma sonámbula, en esa dirección). Más bien, creo que se está cayendo en el error más ordinario de la política: querer re-litigar la última derrota, en lugar de prepararse para la próxima batalla. El recuerdo doloroso del pasado reciente termina así influyendo más en la planificación del futuro que la proyección de probables escenarios eventuales.
Mi impresión es que este proceso de empoderamiento del Congreso como institución tiene su origen en dos traumas recientes que el conservadurismo peruano parece incapaz de superar:
(i) la disolución del Congreso por parte de Martín Vizcarra en 2019 –hecho político que, aunque en última instancia fue avalado por el Tribunal Constitucional, fue constitucionalmente limítrofe (no por nada la demanda competencial fue desestimada por 4 votos contra 3); y
(ii) la súbita, avasalladora expectoración de Manuel Merino de la Presidencia por una población enfurecida, a pesar de que, en sentido estricto, su sucesión había sido constitucional: un evento que llevó a un Congreso conservador –renuente, pero arrinconado– a tener que designar como Presidente a Francisco Sagasti, una persona cuyo currículo, perfil político y récord de votación representaba una afrenta a todo lo que ese Congreso buscaba reivindicar.
El conservadurismo peruano ha generado su propia metanarrativa alrededor de estos dos eventos: fueron actos ilegítimos (uno, un golpe de estado explícito; el otro, una insurrección ilegal) impulsados por oscuras figuras de izquierda que apalancaron su supuesto poder mediático –que en las mentes más conspiranoicas incluyen hasta la complicidad de encuestadoras– para manipular a turbas con el fin de arrinconar a la democracia. Como colofón: la elección de Pedro Castillo, con su estilo populista polarizador de aspirante a dictador, solo atizó el temor a la figura del caudillo carismático que envalentona a la turba minoritaria pero aguerrida que arrincona al Congreso –el poder del Estado que en teoría representa a todo el electorado, y no solo a la mayoría que eligió al Presidente– y lo somete.
Cualquiera que se dé un paseo por las redes sociales de diversos congresistas, analistas y opinólogos de derecha puede percibir como esta narrativa anima sus muchas veces disparatadas, pero sobretodo, defensivas posturas.
Esta cosmovisión de la realidad política y la historia reciente son los que han gatillado esta reacción defensiva donde se han agotado todos los recursos legales disponibles para blindar al Congreso y hacerlo esencialmente impermeable a cualquier tipo de control, no solo por parte del Ejecutivo, sino también del Poder Judicial –e incluso, en última instancia, hasta del electorado. Todos los mecanismos existentes, directos e indirectos, que le permitían a los diversos poderes del Estado ejercer algún tipo de control sobre el Congreso se han visto así progresivamente erosionados, vaciados de contenido o proscritos.
Hay que reconocer que la situación tiene matices también. El Congreso goza de ciertas prerrogativas constitucionales que no se pueden negar. La Constitución le asigna la designación del Defensor del Pueblo y de los miembros del Tribunal Constitucional. También le otorga la facultad de hacer cambios a las leyes que regulan la educación en el Perú. Cómo puede ejercer esas prerrogativas es materia de una discusión legal más sofisticada, sin duda, pero de que en última instancia pueden hacer estas cosas, pueden. La cuestión de confianza, originalmente concebida como un mecanismo para dar al electorado el rol de árbitro en un conflicto político entre poderes, también permitía un margen de maniobra demasiado amplio al Ejecutivo y muchos juristas coincidían en la necesidad de calibrar su uso. Todos estos puntos deben ser tomados en cuenta al analizar las disposiciones que el Congreso ha emitido.
Pero cuando uno aparta la mirada de los diferentes árboles para observar el bosque como un todo, se pueden apreciar las peligrosas consecuencias de este frenesí por apuntalar al Legislativo: basta con mirar todo el poder que el Congreso –este y todos los que le sigan, ojo– puede ahora ejercer: Censurar ministros a granel, por las razones que desee, sin que el Ejecutivo pueda hacer nada al respecto. Modificar la Constitución sin siquiera consultarle al electorado (electorado que, esencialmente, necesita el respaldo del Congreso para hacer lo mismo, no teniendo derecho directo a impulsar un referéndum). Negar respaldo a casi cualquier iniciativa del Ejecutivo, sin consecuencia (el procedimiento actual que el Ejecutivo tendría que seguir para conseguir que se valide una negación de confianza por parte del Congreso es tan inviable que en términos políticos daría igual que no exista). Tiene también ahora la capacidad de generar obligaciones de gasto para el Estado en los años siguientes al corriente, gozando de mucha mayor discreción para disponer del Presupuesto de la República. Con la bendición de esta última anunciada sentencia, quedará empoderado a realizar las designaciones que la Constitución le atribuye a su mero criterio, libre de control efectivo por parte del Poder Judicial. Y esto es sin considerar el hecho de que se acaba también de abrir la puerta al Congreso para que este pueda remover de sus cargos, vía acusación por infracción constitucional y eventual inhabilitación, a los miembros de la ONPE y el JNE.
Esto es sin adentrarnos a supuestos que el Congreso aún no ha explorado del todo –como por ejemplo, la posibilidad de “suspender” al Presidente de su cargo por mero voto de la mayoría simple. O al hecho de que 87 Congresistas pueden decidir cuándo y cómo son las elecciones. Y aunque ahora las protestas se enfocan, no sin razón, en exigir un adelanto de elecciones, parece pasar desapercibido que la necesaria inferencia es que en un futuro el Congreso (de nuevo, no sólo este Congreso, sino cualquier otro que pueda ser electo en el futuro) tendría derecho también a postergar estas y a extender la duración del mandato presidencial –e incluso el suyo propio.
Olviden por un momento el contexto político presente: acumular tanto poder en una sola entidad del Estado es ingenuo. En el largo plazo, es tirar una moneda al aire y apostar a que nadie nunca va a acumular suficientes votos en el Congreso para aprovechar sus amplias facultades para atornillarse de forma permanente en el poder. Y esa es una apuesta peligrosa –una que, nuevamente, se hace en función del mismo error de creer que las batallas del futuro serán iguales a las del pasado: que si las últimas elecciones han llevado a un considerable fraccionamiento en el Congreso, debe ser porque este continuará también en el futuro.
Y no es así.
Por más matices y peculiaridades que tenga nuestro país, está sujeto al mismo comportamiento pendular de cualquier democracia inmadura: quién termina tomando el poder suele depender de poca cosa más que el ánimo de turno al momento de votar. No solamente eso: la apuesta ignora las vulnerabilidades y contradicciones intrínsecas de nuestro sistema. Hace apenas seis años, una extraña combinación de los efectos de la fragmentación del voto, la cifra repartidora y la valla electoral llevaron a que un partido obtenga casi tres quintos de los curules en el Congreso con apenas 25% de los votos emitidos. ¿Realmente queremos apostar a que eso nunca ocurrirá de nuevo? Y si eso no lo incomoda lo suficiente, ¿realmente queremos apostar a que el ganador del bingo electoral en el futuro nunca será un partido de nuestro desagrado?
Ronald Cross. Liberal. Abogado. Nerd Electoral.