El cambio climático es real.
La temperatura se ha elevado sin que nos demos cuenta.
El calentamiento es global, sí, pero también se siente, también quema, en nuestro país.
Es cuestión de asomarse un ratito a Twitter.
Por un lado, los mismos que celebran el periplo de Vox en el Perú son los que felicitan a Ciro Gálvez por haber desembarcado a los «caviares» de la FIL de Guadalajara. Por otro, los viejos activistas online del Día del Orgullo o Ni Una Menos, hoy hacen mil malabares para justificar la presencia en el oficialismo de personajes que ayer hubiesen cancelado (o cancelaron) por tránsfobos o misóginos o agresores o discriminadores o todo a la vez.
La radicalización del espectro político peruano no fue solo un fenómeno de la segunda vuelta. El clima político ha cambiado. Lo que antes se consideraba demasiado caluroso, ahora es la Nueva Normalidad.
Hasta este año había cierto consenso –en lo que podemos llamar el discurso «oficial» del debate– alrededor de ciertas expectativas de corrección política. Podías estar en un lado u otro de la política, pero haber mostrado simpatías por Sendero Luminoso solía ser una línea roja. Espetarle a una congresista que solo faltaba su violación hubiese merecido algo más que un par de portadas de los diarios. Tomarse fotografías para publicitar la reunión con un grupo de extremistas extranjeros se hubiese considerado un suicidio político.
Dentro del espectro, pocos jugaban a ser radicales. Por algo Antauro Humala o Phillip Butters llamaban la atención. Se salían de lo normal. Jugaban a ser los altavoces de lo que «todos» (sus todos) pensaban pero no se atrevían a decir en voz alta. Por eso suscitaban el escándalo.
Pero, al mismo tiempo, el establishment no podía darse el lujo de asumir esos discursos. Por algo Verónika Mendoza, en su momento, tuvo que deslindar una y otra vez de Hugo Chávez. Y, por lo mismo, Keiko Fujimori apostó, en el 2016, por prometer que no iba a indultar a su padre. Tenían que centrarse. El extremismo era un lujo que no podían permitirse.
(Ciertamente, a nivel mediático el extremismo de derecha sí se filtraba hacia el discurso oficial. Ejemplos sobran. Pero aún así merecía ciertas contenciones, hasta tal punto que todo ese espectro terminó arrinconado en Willax. Por otro lado, ¿qué ha sido lo más cercano a un extremismo de izquierda en la señal abierta? ¿Sigrid Bazán? :v)
Pero el escenario que estoy describiendo implosionó este año:
Keiko apostó por el indulto a su padre dictador y le sirvió para pasar a una segunda vuelta que casi gana. Bellido se enfrenta con su propio gabinete en defensa de Maduro. Cuarto Poder es indistinguible de Willax. Cerrón acusa a medio mundo de caviar. El PPC jugó en pared con la estrategia trumpista «del fraude». La muerte de Abimael sumergió al gobierno en la parálisis culposa y en una crisis de identidad. Vanya Thais confiesa haber pasado por una «terapia de conversión» de homosexuales, hizo un saludo fascista en un mitin y nadie levanta una ceja. Waldemar Cerrón ha contratado como asesor a Abraham Valencia, alguien que fue expulsado de Nuevo Perú por agresor de mujeres, y reina el silencio.
Y, claro, «tibio» se convirtió en una definición despectiva.
La radicalización política en tiempos de pandemia no es un fenómeno nuevo. Un estudio de la Reserva Federal de Nueva York vincula directamente el ascenso de los nazis a las consecuencias económicas y sociales de la pandemia de Gripe Española de 1918. De hecho, en estos días, muchos historiadores están reevaluando algunos conceptos preestablecidos. Fenómenos que antes se consideraban resultados de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), ahora empiezan a leerse, más bien, como secuelas de esa pandemia.
Bajo esta mirada, los locos años 20 del siglo XX no se explican sin la Gripe Española. Y, más allá del cliché foxtrot, esa década fue la que vio implantarse el stalinismo en Rusia, el despegue del fenómeno Hitler o el germen de Franco en España (con Primo de Rivera). Incluso, en nuestro país, esa década –que fue abarcada por el Oncenio de Leguía– terminó con Sánchez Cerro en el poder y, eventualmente, con la popularización de la fascista Unión Revolucionaria.
Pero la chispa de la pandemia cuenta, hoy, con el apoyo de una gasolina mucho más incendiaria: Internet.
Los algoritmos que deciden cómo perdemos el tiempo saben lo que entendieron los Antauros y los Butters: que mientras más radical una opinión, más llamativa. Todo el mundo se detiene a ver un bonzo. Y la misión del algoritmo es que te detengas la mayor cantidad de tiempo en su plataforma. Así que detectan cuál es tu tendencia y te ofrecen algo ligeramente más radical. Una vez que diste un pasito más hacia el extremo, el algoritmo sabe que necesitas una droga más fuerte y te la ofrece. Sin darte cuenta, has caído en un agujero negro en el que te encuentras cada vez más cómodo mientras menos matices se expresen. Los grises, los reparos, las dudas, son para tibios. Un incendiario desprecia los paños fríos.
(Al respecto, recomiendo mucho este informe del New York Times sobre cómo Internet fue el heraldo de Bolsonaro en Brasil).
Demás está decir que la radicalización política posterior al combo Gripe Española + Gran Guerra terminó en la peor conflagración de la Historia de la Humanidad. Que las lecciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, a pesar de todo, nos dicen que la búsqueda de consensos, el acercamiento de miradas y el establecimiento de puentes son actitudes más efectivas que atrincheramiento ideológico irreductible. Que resulta idiota vivir el inevitable conflicto político con la actitud de adolescentes de barras bravas rumbo a un clásico.
Pero allí estamos. Enrumbados al precipicio en medio de lenguas de fuego. Riéndonos de los tibios que aseguran que el incendio nos va a consumir.