Tarde o temprano todo periodista-que-no-vive-de-los-medios dicta un taller. La calle está dura y, además, si no trabajas para un medio, pues, forzosamente has tenido que desarrollar alguna habilidad extra, que es la que se destacará en el título del taller. Ya saben: cómo escribir mejor, cómo editar para televisión, cómo aprovechar Internet, cómo hacer una entrevista, una crónica, una columna, etc.
Los que uno convoca son muy llevaderos y satisfactorios: la gente que acude está genuinamente interesada, sabe a lo que va, quiere aprender. Está dispuesta.
Los que convoca alguien más son distintos.
Si estás obligado a asistir a un taller, se abren distintas posibilidades: el jefe lo ha convocado para cumplir un requerimiento burocrático o presupuestal, o quiere contagiar a sus empleados su entusiasmo por algo, o ha descubierto que sus empleados son entusiastas de algo, o resulta que esa área tiene un vacío formativo, o lo que sea.
El caso es que –y esto ocurre–, hay veces en las que el único involucrado con el tema del taller es quien lo dicta.
Aquí es cuando tienes que sacar todas tus armas retóricas, performativas, comunicacionales, todas las que tengas, para que al menos alguien levante la mirada con interés, para no irte derrotado, para seguir convenciéndote de que ese tema –del que puedes hablar tantas horas y tantas veces– es un asunto por el que vale la pena seguir evangelizando.
Pero lo cierto es que si, digamos, el área de comunicaciones de la empresa está empeñada en usar spam para publicitarse, habrá poco que puedas hacer para convencerlos de lo contrario, por más que la realidad esté de tu lado. Solo se puede sembrar en tierra fértil.
Toda esta disquisición viene a cuento por el ya famoso «curso de inducción para ministros« sobre los derechos de las mujeres. Una típica propuesta biempensante, planteada por la ministra Anahí Durand, como solución a las expresiones misóginas de su jefe, el premier Guido Bellido.
Pero, como verán en esta pequeña recopilación de posts, el señor Bellido no necesita un taller. Necesita algo más sencillo: ser despedido.
Las capacitaciones en asuntos de género no son risibles ni innecesarias. Al contrario. Deberían ser una política generalizada y todos los funcionarios públicos tendrían que conocer no solo la regulación local y los estándares globales sino, sobre todo, entender su necesidad. Pero el aprendizaje no lo es todo. La teoría no es suficiente.
En toda organización, se necesita liderar con el ejemplo. ¿Qué pasa si el ejemplo es todo lo contrario a lo que propone la capacitación? ¿Qué pasa si uno de los jefes no solo está abiertamente en contra de lo que propone la capacitación sino que se encuentra claramente obsesionado con el tema?
Hay pocas cosas que se pueden concluir de uno o dos screnshots de publicaciones en redes sociales. Es muy fácil sacar a alguien de contexto. Pero estos posts del prolífico Facebook del actual jefe de gabinete no son exabruptos aislados.
Aquí se están mostrando solo algunas de las decenas de publicaciones, de forma casi aprensiva, con el mismo tenor discriminatorio y retrógrado, a lo largo de varios años. Se trata de una conducta recurrente. Y la conclusión no solo es posible, sino evidente: Bellido no parece ser alguien dispuesto a prestar atención durante (y mucho menos cambiar luego de) un taller de derechos de las mujeres.
Es tierra árida.
Por supuesto, nadie nace sabiendo. Menos, en asuntos de género. Pero hagamos un ejercicio mental. Digamos que Bellido tuviese comentarios de ese calibre –igual de abundantes, igual de constantes– sobre cualquier otro tema igual de crucial para nuestra sociedad. Sobre cualquier otra tara de nuestra sociedad. Incluso, por último, podría alegarse que el señor Bellido tiene todo el derecho de pensar y escribir lo que quiera. Quizás. Pero el problema con él no tiene que ver con su libertad de opinión.
No. Ese no es el asunto aquí.
Tiene que ver no solo con el hecho de que es un funcionario público. Tiene que ver con que se trata del más alto funcionario público después del presidente. Tú no nombras a una persona así –con una carencia tan flagrante en un tópico tan apremiante para al país– en el puesto más importante del Ejecutivo. El país no está como para darnos el lujo de sentarnos a esperar la deconstrucción de su primer ministro.
Si hubiese ganado un gobierno de derecha y su flamante primer ministro hubiese realizado las mismas bromitas sobre violación, escrito las mismas publicaciones en Facebook, mostrado los mismos antecedentes… Digamos, si Guido Bellido hubiese sido de derecha, ¿a la izquierda progresista le habría bastado solo con un taller o hubiese exigido su cabeza?
El discurso oficialista insiste en que las críticas al gabinete se deben a una mirada limeña desconcertada ante la idiosincracia de «nuestro pueblo». Una pobre justificación –que, de paso, refuerza prejuicios condescendientes– para negar lo evidente: que la única política de gobierno es la improvisación.
Como alguien que también, alguna vez, ha dictado un taller a gente que no quería atender, que no iba a escuchar, que estaba visceralmente opuesta a lo que quería decir… no envidio a la ministra Durand ni a Mendoza ni a nadie de Nuevo Perú.
Han asumido que están luchando desde dentro, lo que en principio es una misión bien intencionada y poco comprendida. Pero solo se puede luchar desde dentro si te mantienes distinto a aquello contra lo que se lucha. Y lo que está pasando aquí es todo lo contrario.
No es que la izquierda progresista centró a la extremista. Los malabares retóricos con los que el progresismo pretende pasar por agua tibia a Bellido solo revelan que quizás nunca estuvieron dispuestos a luchar desde dentro. Quizás solo querían estar dentro. Puede pasar que quieras cambiarlo todo y que, al final, lo único que haya cambiado seas tú.