Cada vez que se refieren a La Encerrona como un medio «independiente» o «alternativo» me da un poco de cringe, lo que en español castizo se denomina “grima” o antes llamábamos “cosa”.
Por supuesto que es independiente, en buena parte gracias a su tamaño. En cambio, los medios masivos necesariamente dependen del favor o buena mirada o interés comercial de los grandes grupos económicos. Es sencillamente imposible sostener una operación –de la envergadura que requiere un canal de televisión de alcance masivo o un periódico que pretenda tener cierta ascendencia en la opinión pública– sin el concurso, a través de la publicidad, de algún stakeholder con grandes bolsillos.
Y claro, La Encerrona también es alternativa en la medida que se ofrece como una opción distinta al menú informativo de los noticieros de los grandes medios. Un menú elaborado, sobre todo, atendiendo a la pauta comercial que implica llenar una hora de programación y que dentro de esa hora de programación puedan colocarse los avisos publicitarios destinados a sostener toda la operación financiera, comercial y logística que se necesita para producir un noticiero diario de una hora. Si es perentorio lenar esa hora con atropellos y violaciones –en desmedro de otras noticias que sí aportan a la discusión de una res publica– pues se hará.
Siendo que La Encerrona y otros espacios digitales encajan en la definición de «independientes» y «alternativos», ¿por qué me da grima que los definan así?
La razón es muy sencilla: porque no deberíamos existir.
Aquí tengo que hacer una salvedad. Me estoy refiriendo obviamente a medios periodísticos. Y cuando digo que los medios periodísticos independientes y alternativos no deberían existir me refiero que no deberíamos ser necesarios. La gente no tendría porqué verse obligada a recurrir a nosotros en busca de una mejora de la calidad de su información o incluso en búsqueda de información que no consiguen en los medios masivos. Los medios masivos deberían ser suficientes.
De hecho, iría aún más lejos: los medios masivos están obligados a ser suficientes.
Se supone que el periodismo ordena o crea algo llamado la opinión pública; y se supone que la opinión pública evalúa los hechos y datos ofrecidos por el periodismo, y sobre la base de ellos toma las mejores decisiones respecto de su futuro. De nuestro futuro. En común. Todos. No “un” público, sino “el” público.
Por supuesto, esto no ocurre. Hay dos factores que han confluido en estos últimas décadas para conspirar contra este escenario ideal de la democracia.
El primero es la irrupción no solo de Internet sino también del cable y, en general, de una desbordante multitud de opciones de consumo de “contenido”. Un chico que graba a su gatito con su celular en medio minuto puede tener mucho más impacto, recordación y relevancia que una investigación periodística desarrollada por un equipo de varias personas durante meses.
Muchas veces esto se pretende hacer pasar como un defecto de la gente, una tara esencial del ser humano que se distrae con estupideces en vez de prestar atención a lo que es realmente importante. Esto puede ser cierto, en parte, pero aquí también hay una responsabilidad de los periodistas que no hemos sabido –en estos 15 años ya de boom digital– adaptarnos al público, las interacciones y las necesidades de consumo creadas por las nuevas tecnologías. No solo el modelo de negocio del periodismo es anacrónico sino también muchos de sus formatos. Un asunto de interés nacional solo será aburrido y complejo si los periodistas no estamos capacitados para poder convertirlos en algo entretenido y simple. No es el tema: somos nosotros. Es muy fácil echarle la culpa al público o a la aridez de algunos asuntos en vez de asumir que nuestras herramientas comunicativas están oxidadas.
Entonces los grandes medios –que se supone que tendrían que llegar a todo el público– han perdido el monopolio de la producción de la información.
¿Cuál ha sido su respuesta ante esta situación? ¿Cuál es sido su respuesta ante la atomización de los producción de los productores de contenido? La peor posible: la atomización de los receptores del contenido. Los grandes medios han abandonado su pretensión de tratar de llegar a la mayor cantidad de gente posible –a toda una comunidad– y se contentan con las tablas de salvación que le ofrecen los distintos nichos de público. Por tanto, ya no le hablan a EL público sino a ciertos públicos. Lo que nos trae al segundo factor.
El segundo factor es el descrédito del periodismo, en general. Un fenómeno ciertamente mundial que en el Perú, en particular, está amarrado a la imagen inolvidable de las montañas de dinero frente a Schutz y Crousillat. Pero también a la ineludible ceremonia, repetida cada cinco años, de los medios abandonando el propósito que está en su nombre: la mediación.
Una y otra vez, se muestran dispuestos a lo que sea con tal de mantener el favor de los grandes grupos de poder económicos. Incluso petardear su propia y ya escasa credibilidad. En estos días hemos visto a muchos periodistas de esos medios justificar este descaro con autoengaños. «La libertad de información está en peligro» dicen y, sí, claro, pero no solo por culpa de un bando. De hecho al preferir de manera tan abrumadora a una candidata sobre otro no se dan cuenta que son ellos los que están atentando contra la libertad de información de la gente. Su público no está siendo informado de una manera justa. Ni siquiera hablo de “equilibrada”. Digo “justa”.
“Equilibrada” implicaría hablar de un balance entre dos opciones, lo que implicaría hacer malabares con el contenido. No. No estoy hablando aquí de contenido, estoy hablando aquí del receptor del mensaje. De la gente. De EL público. No de ciertos públicos, sino de todos los peruanos. Los medios masivos, por definición, deberían apuntar a todos los peruanos; no solo a un sector, no solo a la mitad que quiere votar por una de las dos opciones.
No es justo que a la gente se le esté privando de un aspecto de la información. No es justo que la gente indecisa o que apoya a un candidato (el que no es favorecido por los financistas de los medios) no se vea representada en medios que deberían mediar a todos y no solo a un sector.
Esto, por supuesto, no implica pasar por agua fría la multitud de desatinos o contradicciones o zonas grises y oscuras que pueda tener ese candidato. Menos aún implica mirarlo con condescendencia y disfrazar sus carencias como “diferencias culturales” o de “representación”. Esto tampoco es justo. Quienes estamos fuera de los medios masivos no podemos cometer el mismo error que ellos. Aunque en circunstancias tan polarizadas, muchos crean en la aritmética de los errores, así no funciona la cosa. El error de un bando no se cancela con el error del otro. Un error más un error siempre serán dos errores.
¿Son los medios «independientes» y «alternativos» la solución para este escenario?
Por supuesto que no. Los medios masivos son los únicos con la capacidad de crear conversaciones masivas. Son los únicos con la capacidad de crear una conversación nacional de verdad. Los únicos con la capacidad de crear referentes que todos los peruanos podamos reconocer y en los que podamos reconocernos. De unirnos. El problema está en que desde los años 90 han rehuido de esa responsabilidad. Al inicio, por sobornos; después, por el desconcierto ante las nuevas tecnologías y ante la alteración de su modelo de negocio.
Sin mencionar, por supuesto, un factor extra: la petulancia –en la que muchos periodistas hemos caído– de creer que su libertad de expresión está por encima de la libertad de información de la gente.
Por todo esto es importante que la gente, que el público, que todos los peruanos –no algunos: todos– exijamos una labor correcta de ellos. Por supuesto, siempre habrán sesgos, errores y favoritismos pero lo ideal es que no sean tan descarados, que no sean tan evidentes, que no sean tan sinvergüenzas. Exigir una perfección inmaculada es ridículo pero sí hay que reclamar que sea una labor cuyo público seamos todos y no solo un sector (y no solo el sector que financian el aparato productivo de estos canales).
No es tan difícil y ni siquiera es tan inconveniente para ellos: de hecho, acabaría con un sector de su competencia. Con nosotros. Los medios masivos deberían alcanzar un estándar suficiente como para que todos estos medios «alternativos» o «independientes» podamos desaparecer sin que a nadie le importe. De nuestro lado, al menos, esa tendría que ser la meta: lograr que el público exija de esos medios masivos una suficiencia que nos convierta, a los demás, en redundantes. Pocas cosas serían tan satisfactorias como perderse en el olvido.