Cuando vives bajo un imperio, la elección de cada nuevo emperador puede cambiarte la vida (aunque nunca te des cuenta).
El mayor historiador sobre la decadencia y la caída del Imperio Romano fue el británico Edward Gibbon (cuya mayor obra es, precisamente, seis pesados volúmenes titulados Historia de la decadencia y la caída del Imperio Romano). Su tesis principal es tan conocida como políticamente incorrecta: la principal razón, entre otras, del declive romano fue la adopción oficial del cristianismo por parte del Imperio.
Según él, en el apogeo imperial, los valores cívicos y los religiosos iban por separado. No les quedaba otra: lo más razonable para un Imperio tan vasto era ir incorporando los múltiples panteones de sus conquistados. El cambio constantiniano del siglo IV eventualmente terminaría fusionando la creencia cristiana y la marcha imperial. Poco a poco, el cristianismo se convertiría no solo en la religión oficial, sino en la única aceptable. Esto terminaría alienando a grandes sectores dentro y fuera del Imperio y, de hecho, iniciaría un fenómeno más bien extraño para el mundo antiguo: el de la imposición religiosa.
Evidentemente, el proceso del auge del cristianismo y la caída de Roma fue bastante más complejo de lo que puedo resumir en dos párrafos, pero me van entendiendo.
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A veces, parece un cliché referirse a los Estados Unidos como El Imperio. Pero, visto con perspectiva de unos siglos, no lo es.
Incluso algunos podrían verlo más en grande y establecer una continuidad anglosajona: el imperialismo yanqui de hoy sería solo una continuación de lo iniciado en la era isabelina; simplemente el eje del poder se movió de las islas británicas a América en algún punto de la próspera era victoriana (algunos dirían post Guerra Civil gringa).
Las continuidades no son solo idiomáticas o «tribales» (las élites anglos), sino también de mentalidad: pocas cosas más capitalistas que la Pax Britannica, basada en el libre comercio, y que, por supuesto, su continuación en los Estados Unidos. Así, lo que se vive hoy, dentro de unos siglos será estudiado un poco a la manera del Imperio Romano de Oriente y el de Occidente.
Pero estoy divagando. Sorry.
El caso es que si los Estados Unidos son un imperio, adivinen quiénes vivimos en sus extramuros.
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Cuando Pedro Castillo fue a California a decir «América para los americanos» se trató de una metida de pata muy ilustrativa.
El presidente –supuestamente izquierdista y antiimperialista– estaba citando el lema de la Doctrina Monroe que, posteriormente (cfr. Corolario Roosvelt, en la imagen de arriba), se usaría para justificar el colonialismo gringo en América Latina. El niño, el pollo, ya saben.
Pero podríamos decir que, para América Latina, el pollo estaba vivo y también estaba muerto.
El intervencionismo («imperialismo») gringo en nuestra región ha sido más que sanguinario, por supuesto: Pinochet, Somoza, Trujillo, el propio Noriega y siguen vaaarias firmas. Varios pollos muertos.
Pero también es cierto que, con la caída del muro, con relación a América Latina se impuso la política del Departamento de Estado sobre el de Defensa. Una transmutación –a partir de los años 90– de lo que se entendía como el famoso «patio trasero». Tú no metes balazos en tu patio trasero. Preferir la zanahoria al palo (en la medida de lo posible, claro). Con lo cual, en cada país latino, la vigilancia de La Embajada (así, a secas) fue vital para mantener cierta estabilidad en la región.
Hasta la llegada de Trump.
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Una vez vi una profecía en vivo. Fue en julio de 2018. El politólogo Steve Levitsky comentaba las consecuencias para América Latina de la llegada al poder de Trump.
Explicó que, con la caída del sistema internacional liberal (porque a Trump le daba lo mismo la institucionalidad que había consolidado la democracia latina a partir de los 90) los costos internacionales de establecer regímenes autoritarios se estaban desvaneciendo. La tentación autoritaria volvería a Latinoamérica.
Puso como ejemplos, en ese momento, a Nicaragua y Honduras. Luego lo veríamos en El Salvador, en Bolivia, en Haití, hasta cierto punto Brasil e incluso la intentona de Merino, en nuestro país, hubiese sido absolutamente inconcebible allí, en ese momento, mientras conversaba con Levitsky.
Pueden verlo aquí, esta cuadrado en el punto exacto, solo den play.
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Hoy, yo iría más allá de Levitsky: si Trump hubiese continuado en el poder, lo más probable es que el intento por desconocer la elección de 2021 por «fraude» o incluso los llamados a un «golpe democrático», habrían tenido eco. ¿Triunfado? No lo sé. Pero lo habrían intentado hasta el final. Con un segundo período de Trump, el costo del autoritarismo habría bajado aún más.
Pero no fue así.
Un ejemplo contracontrafáctico: hace unos días La Embajada tuiteó la imagen de arriba. Un respaldo de la Administración Biden a la ONPE y al JNE. ¿Qué pasó al día siguiente de esta foto? El Congreso votó en contra del Informe Montoya, el de los 200 mil soles, el del fraude.
El Imperio todavía pesa. Y hoy, ha vuelto a vigilar.
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El caso es que Trump ya no está, pero se aseguró de que su legado perdure. Usando su poder (francamente imperial) de poder designar a los miembros de la Corte Suprema, colocó a tres personajes abiertamente conservadores en la máxima instancia de justicia gringa.
Esos tres (Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett) fueron determinantes para el resultado 6 – 3 que, en la práctica, ilegalizó el aborto a nivel federal. Los dejó como bombas de tiempo. Y ya explotaron.
Con esto el tipo cumplió su promesa de campaña. En uno de sus debates con Clinton, no pudo ser más explícito: «la Corte Suprema, de eso se trata todo esto«.
Los gringos que pensaron que daba lo mismo uno o la otra, no la vieron venir.
Y los peruanos que reaccionaban con indiferencia ante las elecciones norteamericanas tienen aquí un ejemplo perfecto de un efecto mariposa: un gringo de un swing state se trauma con los e-mails de Hillary y, años después, tu hija se ve obligada a abortar en un mugriento edificio de oficinas del Centro de Lima.
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Es cierto que, jurídicamente, anular Roe v. Wade no debería tener demasiadas consecuencias en América Latina. Las despenalizaciones del aborto que han venido triunfando en nuestra región se sustentan en el derecho romano y en evidencias científicas recientes, mientras que la jurisprudencia gringa tiene medio siglo y viene de la tradición del common law. Son papas y camotes.
Pero –contra lo que creen los abogados–, el derecho no lo es todo.
Ya en el 2015, la campaña contra Planned Parenthood –la ONG gringa más influyente sobre salud sexual y reproductiva– tuvo repercusiones en Perú. Este artículo (en inglés) de Vice News reproduce qué pasó en nuestro país cuando se empezó a atacar a la IPPF (la central global de Planned Parenthood) con fake news como que traficaban tejidos fetales.
Uno de los socios de IPPF en Perú es Promsex y, como era de esperarse, los bulos y las paparruchas tuvieron acogida en nuestro Congreso. Traduzco:
«Estos congresistas han estado presionando a la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI), que promueve y supervisa la financiación internacional, para poner en marcha investigaciones sobre las ONG como Promsex, haciendo afirmaciones falsas de corrupción“, dijo Susana Chávez. Según un representante de la IPPF, la APCI está ahora “realizando una investigación sobre nuestra asociación miembro, exigiendo documentación de nuestro socio local en relación con algunos de sus programas”.
Miren el mapa de arriba, tomado de un reciente informe de France24: el Perú está muy retrasado respecto de sus vecinos. Estamos en uno de los extremos del espectro. Y no del bueno. Si hasta hace unas semanas, las perspectivas de, aunque sea, avanzar un par de casillas eran mínimas, hoy parecen nulas. La sombra del Imperio oscurece.
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Ayer organicé un Space en Twitter para escuchar argumentos conservadores.
Uno de ellos vino de un abogado, autodeclarado ateo. Le pregunté si él –siendo consecuente con su postura de mantener penalizado el aborto en nuestro país– metería a la cárcel a una mujer violada que haya abortado.
«Puede haber condena sin pena efectiva», alegó.
Eso es justo lo que pasa en el Perú: la pena máxima (dos años) no alcanza para meterlas a la cárcel, aunque se han dado casos de prisión preventiva. Parece que el sistema se contenta con hacerlas padecer, además del trauma de la violación, un proceso judicial que las señala con el dedo. Absurdo e inhumano.
Pero luego vino el testimonio de otro hombre, Wilder. De joven, había acompañado el aborto –obviamente clandestino– de su pareja de años universitarios. Todo el incidente fue un shock para él, incluso hasta hoy. Se arrepentía de haberlo hecho y su pareja de entonces (con la que mantiene contacto), también. Y por eso mismo Wilder y su expareja estaban a favor de la despenalización. Si hubiese sido legal, estaba seguro, habrían pasado por procesos menos traumáticos y habrían tenido cabeza para tomar una decisión más informada.
(Esto cuadra con la evidencia disponible en todo el mundo: que la despenalización termina por disminuir las tasas de aborto.)
Y hoy me desperté pensando cuántas historias como esta seguirán ocurriendo en los próximos años, cuántas mujeres seguirán, en el mejor de los casos, sufriendo y arrastrando estigmas en las siguientes décadas, mientras el Imperio termina de caer.