Hoy desperté y cometí ese error que vengo cometiendo siempre desde que empezó la pandemia: abrí Twitter.
Y me encontré con esto:
Se trata de gente usando a diestra y siniestra (sobre todo a siniestra) una frase enarbolada por Rafael López Aliaga.
La tendencia tuitera se me ha quedado en la cabeza todo el día. Quizás porque sintetiza algunas cosas que me vienen dando vueltas desde un tiempo.
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Hace meses, el candidato de la ultraderecha alegaba que tenían que votar por él porque, aparentemente, nadie más estaba en capacidad de conseguir vacunas que, en ese momento –marzo de este año–, «los Estados Unidos estaban ofreciendo al Perú» pero el gobierno «criminal» de Sagasti, por purita maldad (o comunismo, que es lo mismo), se negaba a aceptar. Lo que, por supuesto, era falso.
(La cosa era tan falsa que, hace un mes, cuando el gobierno de los Estados Unidos finalmente ya empezó a donar vacunas, el gobierno peruano recibió dos millones de dosis de Pfizer, que ya empezaron a aplicarse.)
A pesar que varios medios –y el mismo gobierno– lo desmintieron, López Aliaga decidió contraatacar insistiendo en su mentira y, de paso, descalificando con esa frase a una periodista mujer (alguien debería hacer un conteo de los insultos a las mujeres proferidos por este señor durante la campaña).
Por entonces me quedé pegado con lo paradójico del calificativo. Después de todo, el que a todas luces ignoraba el estado de esas dosis norteamericanas era el propio López Aliaga. Siendo piadosos, claro. La otra opción es que no lo ignorara, sino que estuviera mintiendo. O peor aún: que no le importara si lo que decía era verdad o no.
A fin de cuentas, la ignorancia, la mentira y el fanatismo cínico producen lo mismo: gente que divulga falsedades abiertas.
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En la transmisión del programa del viernes, hablé un poco de las vacunas y del dióxido de cloro, y en el chat de la emisión en vivo aparecieron un par de indignados:
Fíjense. Para ellos, quienes estamos del lado de la evidencia, los hechos y el consenso científico somos los ignorantes. Ellos son capaces de ver más allá. Con toda seguridad han dedicado horas a consumir información confirmando sus sesgos.
No me malentiendan. Todo esto seguramente empezó como preguntas muy válidas o sospechas atendibles, pero las rutas de la desinformación online terminaron sumergiéndolos en un mundo en el que la gente sobrevive a inyecciones intravenosas de lejía.
Pasaron de la ignorancia a la mentira.
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Todos somos ignorantes en algo. O, más bien, en casi todo. Especialmente los periodistas, que, para repetir una frase feliz, tenemos un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad.
El problema no es, por supuesto, la ignorancia. La gran mayoría de nosotros no sabía distinguir una variante de una cepa hace un año. La gran mayoría de nosotros no sabía ni jota de jurisprudencia electoral hace dos meses. Todos ignoramos. Pero las circunstancias nos llevan a aprender.
Nos deberían llevar a aprender. Se supone que esa es la meta.
Pero uno no puede llegar a una meta partiendo del lugar equivocado. El problema no es la ignorancia, insisto. El problema es que, para aprender, necesitamos confiar en la solidez del conocimiento producido hasta hoy.
Ya saben: sobre hombros de gigantes.
En una sociedad sin paradigmas, con desconfianza generalizada, mucha gente intenta llegar a respuestas haciendo caso omiso de lo que vino antes. Antes de subirse a un carro, quieren comprobar, por ellos mismos, si esos adminículos de jebe llamados llantas son capaces de trasladar un vehículo.
No podemos aprender nada si estamos inventando la rueda cada vez.
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La duda razonable es la base de cualquier avance epistemológico (sea en el mundo de la ciencia, del derecho, del periodismo o cualquier actividad humana con la pretensión de producir información). Pero el quid del asunto está en «razonable». En nuestra sociedad lo que tenemos es una duda generalizada.
Todos dudamos de los demás. Esperamos lo peor de los demás. Hemos dejado de ver al otro como un actor racional, lo que, a su vez, hace que nosotros también tomemos decisiones irracionales, alimentando el círculo.
La irracionalidad es el campo de cultivo perfecto para profecías autocumplidas. Esto es especialmente cierto en el mundo económico. Miren el precio del dólar, por ejemplo. Tenía que ser un inglés presbiteriano el que invente eso de la mano invisible del mercado. Un latino jamás hubiese asumido un comportamiento generalizado basado en elecciones racionales.
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En estos días, cuando ando aburrido, procedo a realizar un pequeño ejercicio en Twitter. Aprovecho su opción de Spaces (conferencias en audio) para abrir conversatorios llamados SOLO TROLLS. Es una invitación para que gente que discrepa conmigo tenga la oportunidad de reclamarme por lo que sea o simplemente exponer sus puntos de vista.
Trato de dejarlos hablar, de no juzgar a nadie, aunque intento no dejar pasar ninguna afirmación falsa y también trato de no comentar lo que dijo alguien que ya no tiene la oportunidad de dar su réplica.
Pero hubo uno que repitió una idea muy replicada en las redes de ultraderecha: que Vizcarra, Sagasti y Julio Guzmán eran lo mismo y que todo lo que hemos vivido en los últimos meses era un plan, orquestado a la perfección, para colocar un comunista como Pedro Castillo en el poder.
Cada vez que le citaba alguna evidencia de que esto no era una hipótesis plausible, su respuesta indefectible era:
–No te hagas el ingenuo.
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Tenemos dos escollos esenciales ante nuestra ignorancia. El primero es, por supuesto, de fuentes. Ahora cualquier disparate –hasta el desatino más descabellado y fantasioso– se encuentra validado por un canal de YouTube (o, peor aún, por uno de televisión).
El segundo problema es de actitud. A muchos nos cuesta asumirnos como ignorantes en un tema. Reconocer nuestros propios sesgos es una tarea titánica. Y esto es algo que se ve con mayor claridad, mientras más «educación» uno pueda exhibir (cfr.: la legión de abogados disertando sobre economía en los medios).
Así, resulta «obvio» lo que está sucediendo. Es obvio que hubo fraude. Es obvio que una vacuna no podría haber sido desarrollada tan rápido. Es obvio que hay medicamentos que te curan la covid pero las farmacéuticas no quieren que lo sepas. No nos hagamos los ingenuos.
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¿Es Pedro Castillo un ignorante? Para cierta izquierda biempensante, resulta «clasista» señalar que el señor claramente desconoce una serie de temas básicos, desde conceptos económicos elementales hasta evidencia mínima sobre la pandemia. Lo cierto es que cualquier persona que aspire al Más Alto Cargo de la Nación debería estar preparado para cuestionamientos sobre su idoneidad para el puesto.
Esto es incluso más apremiante en alguien con un discurso de cambio radical. Para cambiar algo se requiere saber qué está mal en ese algo. Y si quieres cambiar algo tan esencial como la Constitución –el Sistema Operativo del País–, sí necesitas demostrar que estás capacitado para asumir los riesgos de resetear las reglas de juego de 30 millones de personas.
Sí es cierto que usar «ignorante» como un calificativo despectivo es abierta y odiosamente discriminador. Hacerlo desde un pedestal despectivo solo desacredita al emisor. Pero señalar los vacíos conceptuales del Presidente de la República no debería estar vedado. Al contrario. Es muy necesario.
No podemos caer en la trampa del veto, con la excusa de la condescendencia.
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Sigamos hablando de vetos. Junto con la tendencia de anoche, me encontré este tuit ejemplar:
La señora que tuitea esto no es una persona más. Es una académica. Dirige el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad San Martín. Sí, me dirán ustedes. «Derechos Humanos en la universidad de Alan. Qué tal paradoja». Sí, claro. Pero igual. Es una universidad licenciada por Sunedu. Este instituto da charlas, edita libros, ofrece diplomados.
Y su directora anuncia alegremente que, en su institución, hay temas vedados para la investigación académica.
Uno diría que debería ser todo lo contrario. El Perú produjo la organización terrorista más sanguinaria de América Latina. ¿Cómo no hacernos preguntas sobre este fenómeno? Al parecer, es mejor perpetuar la ignorancia. Y no solo eso, sino alardear y exhibir esta ignorancia premeditada.
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Hemos pasado muy rápido a convertirnos en un mundo en el que no interesa cuán cierto sea el meme que acabamos de pasar. Total, es un meme. No importa que una acusación no sea cierta, lo que importa es que su desmentido nos convenza. Total, son solo las elecciones presidenciales.
No nos hagamos los ingenuos. Esto no es ignorancia. Es solo desprecio por la verdad. Por los hechos.
Pero me repito: la ignorancia, la mentira y el fanatismo cínico son fenómenos distintos pero convergentes. Producen lo mismo: gente que divulga falsedades abiertas.
Yo cambiaría ese hashtag. Pero quedaría muy largo: #mentirososfanaticoscinicosdeporquería
Porque, a fin de cuentas, todos somos ignorantes en algo. Pero no todos estamos explotando esas múltiples ignorancias.
La convergencia de todos estos fenómenos crea una sociedad en la que cada uno elige vivir en la realidad que más le gusta. Que más se acomoda a lo que, de todas formas, ya creía. Y, al final, el resultado no es una sociedad partida. Eso tiene solución. El resultado es una realidad partida. Un mundo a la medida de cada quien. Lo que hace imposible la convivencia: mi Tierra plana y tu Tierra redonda no pueden convivir. Una tendrá que prevalecer. El diálogo se hace imposible. Solo queda la imposición. A eso nos estamos encaminando, con la complicidad de mentirosos, fanáticos y cínicos. No podemos seguir ignorándolo.