Las encuestas de estos días coinciden en algo: Pedro Castillo duplica en intención de voto a Keiko Fujimori.
Y ya escucho el crujir de dientes en mi Facebook. El Apocalipsis comunista es inminente. Ahora sí venezó empezuela. Peor aún: lo que se viene será Camboya o Corea del Norte. El Corso de Wong será remplazado por la Marcha Triunfal de Movadef. Sendero tomará el poder. Abimael será indultado y resucitará Cerpa Cartolini.
Ya.
Las encuestas son una pésima noticia, por supuesto, pero no por los fantasmas que rondan las histéricas redes sociales de Lima Oeste.
Quiero expandir esta última afirmación sin recurrir a mis amigos politólogos, sino a los guionistas de Marvel Studios, específicamente los de su último lanzamiento: The Falcon and The Winter Soldier (TFATWS).
SPOILERS A CONTINUACIÓN:
La serie cuenta la transición de Sam Wilson –el superhéroe conocido hasta ahora como The Falcon– y cómo decide asumir su rol como el nuevo Capitán América (un Capitán América negro, con todas las implicancias que esto conlleva y que la serie, sorprendentemente, aborda de forma muy directa).
TFATWS no solo se centra en Sam y su amigo/rival The Winter Soldier. A lo largo de varios capítulos, los guionistas nos muestran el mundo en el que viven, un mundo que está volviendo a la normalidad después de un evento que arrasó con buena parte de la población (¿les suena familiar?).
Y ese es precisamente el conflicto de la serie. Volver a la normalidad. Los buenos, por supuesto, defienden el status quo. Los malos, no. Por eso son los malos. Ellos no quieren volver a la normalidad. La normalidad –¿ya no se acuerdan?, dicen– era injusta para millones de personas.
La mala es una chica de 19 años llamada Karli, que lidera un grupo de supervillanos que, como los mejores villanos, tienen causas más que justificadas. La serie se toma el trabajo de subrayar eso (aunque, por supuesto, al final serán derrotados, como corresponde a la Gran Moraleja de todas estas fábulas de Marvel: el fin no justifica los medios).
En el último capítulo, Sam salva a los jefazos de la ONU de las amenazas de Karli y sus secuaces. Karli, casi una adolescente, muere en manos de Sam. Los altos funcionarios –casi todos hombres viejos blancos– se apresuran a agradecer al nuevo Capitán América. Ahora podrán continuar con sus planes de hacer regresar al mundo a la normalidad sin «la amenaza de estos terroristas».
Aquí lo tienen: El Capitán América contra el terruqueo.
Terruquear al oponente es una vieja práctica en el Perú. Se lo hicieron a Toledo, a Villarán, a Humala, a Mendoza, a Vizcarra… ¡hasta a Sagasti que fue secuestrado por el MRTA! Al Partido Morado (RIP) le pusieron de chapa «Moradef«.
Y la práctica se remonta, incluso, décadas antes de la aparición de Sendero Luminoso. El antecedente inmediato del terruqueo era acusar a alguien de comunista.
Como cualquier lector de Vargas Llosa sabe, Odría fue el antecedente directo de Fujimori (incluyendo su propio Montesinos, bautizado como Cayo Mierda en Conversación en La Catedral). Viendo la historia, todo indica que este sector no tiene ideas nuevas desde hace más de medio siglo.
Pero década tras década de machacar la misma cantaleta ha surtido efecto. Los lectores migrantes seguramente han notado la diferencia de la cultura política peruana respecto de los países en los que residen. Una diferencia muy bien graficada aquí:
En Perú (en Lima, en realidad), ya todo es comunista. Y si todo es comunista, llegar un punto en que nada lo es.
No estoy diciendo que Pedro Castillo no sea de izquierda radical. O que las recetas del plan económico cerronista no sean probadamente inviables. O que Perú Libre no tenga ambiciones de perpetuación.
No estoy diciendo que Karli y sus secuaces no hayan sido villanos.
Pero, como dice Sam Wilson, el terruqueo es una respuesta fácil. Evita complicaciones. Porque el terruqueo quema los puentes. Con un terrorista no se dialoga. Al terrorista se le combate. Y punto. Fácil.
Y, sin embargo, ahora mismo –volvamos a las encuestas– tienes al «terrorista» en la puerta de Palacio. Y si te has creído tus propias mentiras, pues efectivamente este es un escenario apocalíptico. No hay diálogo posible.
Pero el diálogo, sobre todo en estas circunstancias extremas, es la única salida racional. El problema está en que –mirando las encuestas–, Castillo no tiene ningún incentivo para dialogar. Así como está duplica los votos de Fujimori. ¿Para qué corregir algo que no está malogrado? Solo tiene que dejar que sus oponentes lo sigan terruqueando, que sigan metiendo la pata, y ya está: tiene la elección ganada.
Y esa es una mala noticia. Castillo debería sentir la necesidad de conceder espacios a opciones menos extremistas, más democráticas y, sobre todo, menos improvisadas, más realistas. Pero si arrasa en las encuestas… ¿para qué cambiar?
Fíjense en la votación limeña de Castillo:
Casi la tercera parte de limeños ya se decidió por el lapicito. No es solo el terruqueo. Es el descenso desde el Olimpo de Vargas Llosa, el despido de Clara Elvira Ospina, las amenazas veladas de los militares, el desfile interminable de hombres viejos blancos en la televisión… nada de eso –oh sorpresa– parece estar haciendo efecto. Al contrario.
¿Y saben por qué? Porque todas esas medidas desesperadas solo evidencian algo: todos desde el bando del status quo lo único que están haciendo es eludir la pregunta: ¿por qué?
Nadie desde el bando del status quo está intentando escuchar el mensaje que envían los votantes de Castillo.
Hasta hace un par de semanas, yo pensaba que –de todos los que peleaban el segundo puesto– la más capacitada para preguntar ese por qué era Keiko Fujimori.
Después de todo, es la heredera de la versión 1990 de Castillo. El fujimorismo tiene esa doble condición en la que, para algunos, representa el status quo y, para otros, todo lo contrario. El fujimorismo aún es, en muchos lugares, ese voto anti que fue en 1990. Por eso, Keiko era la única de ese pelotón que podía enfrentarse a Castillo, hacerle la pelea, distrito por distrito, y al ponerlo contra la cuerdas, eventualmente, obligarlo a correrse hacia al centro.
Dos semanas después, ya no lo sé.
A Keiko, todavía le quedan cinco semanas para intentar acortar la distancia. Pero va a tener que conceder. Si no abandona el terruqueo, si no se desmarca de todos esos hombres viejos blancos, si no da muestras de estarse preguntando ¿por qué?… no solo perderá ella. Tendremos a un Castillo sin concesiones.
Quizás ya es muy tarde. Hemos visto venir esto una y otra vez y no aprendimos.
El terruqueo de cualquier discurso medianamente crítico del status quo es lo que nos ha traído hasta aquí.
Y, si seguimos así, ese mismo terruqueo hará que los villanos de turno no aprendan la lección que ellos deben aprender: que su fin no justifica sus medios.
Al final de su largo discurso final, el Capitán América encara a los dirigentes mundiales y les dice algo que nos sonará muy familiar a los peruanos que vimos cómo casi gana el Humala del Polo Rojo del año 2006.
Muy tarde, Capitán.
Nuestro Humala Polo Rojo 2.0 ya está aquí.