Puertas Abiertas es nuestro espacio sabatino de opiniones distintas. Se buscan puntos de vista diversos, que no necesariamente son los de la casa. Cada semana, una pluma nueva.
En las últimas semanas, que enmarcan el más reciente estallido social –iniciado con el fracasado intento de golpe de estado del ex presidente Pedro Castillo– han interactuado, en el plano del análisis político, diversos elementos. En su mayoría, estos han sido de carácter legal y normativo y otros, de naturaleza estrictamente política. Estos últimos aparentemente serían “los menos relevantes”.
Sin embargo, este tipo de análisis, muchas veces superficial por estar básicamente enfocado en la interacción de los actores mediáticos, hace difícil distinguir los componentes simbólicos y culturales de la actual crisis. Por lo mismo, también hace difícil evidenciar la continuidad de esta crisis, que creemos no inicia con la elección de Pedro Pablo Kuczynski sino que viene de mucho antes y ha avanzado de forma soterrada hasta que cíclicamente encuentra algunos agujeros, que dado el momento, explotan como un géiser en nuestra sociedad.
Mucho hemos visto, principalmente en medios alternativos, de los excesos cometidos por la Policía en nombre del orden, la paz y una democracia cuyo aparente factor más voluminoso es el miedo al otro que piensa diferente, miedo al que no es de Lima y habla el castellano con otra musicalidad. En ese escenario, las fuerzas armadas y la policía han tenido un desagradable protagonismo, funcionando como mecanismo leal a la discriminación hecha política y haciendo gala de una “legítima fuerza”, que en nuestro territorio se traduce en abuso y desprecio por la vida.
Las dimensiones culturales del actual escenario articulan prácticas discriminatorias que podemos rastrear hasta los orígenes de la República. Esto con el ánimo de no mencionar prácticas coloniales, que también persisten pero no es intención nuestra mencionar a este episodio de la historia como el origen y causa de todos los males del país. Estas prácticas discriminatorias, que se han hecho evidentes desde la victoria en primera vuelta de Pedro Castillo, no solo han despertado la indignación de muchos por el racismo y clasismo que desprenden, sino que han despertado a una potencialidad movilizadora en ausencia de herramientas políticas útiles para quienes no cuentan con representatividad en el juego político.
La constante crisis política que vive el país hace necesaria una profunda revolución que implica una mayor participación de las voces que se han hecho visibles en esta protesta. Devolviéndoles a ellos, y a nuestros pueblos no representados, su papel como actores en la historia.
Cuando hablamos de revolución nos referimos además a la necesidad de una transformación en los sentidos comunes de la sociedad, en especial en el orden que monopoliza el poder político y lo concentra en unos pocos. La revolución es así, la construcción de una nueva democracia, absoluta en la acción que eleva a la participación de la sociedad hasta intervenir en los asuntos políticos a niveles no alcanzados en un proceso electoral.
Esta “necesidad revolucionaria” busca articular y modificar las relaciones sociales, incorporando a personas de distintos niveles socioeconómicos a los asuntos públicos. Esto es algo que las clases dominantes nunca aceptarán ya que significa la anulación de su proyecto político, que incluye un complejo sistema de influencias, acciones y medios que aseguran su persistencia como clase dominante, y que ha sido sostenido desde la creación de la Constitución de 1993.
Entonces, nuestra mal llamada “democracia” nunca ha sido capaz de responder a las demandas de sectores que no han encontrado representatividad en nuestro actual sistema político. Nuestra actual carta magna se constituye como una herramienta que busca asegurar los privilegios y las influencias de una clase dominante, avalada en una argucia normativa nacida en una dictadura.
Nuestra democracia ya no puede atender la necesidad de ampliar la participación de nuevos y diversos actores con sus agendas. El modelo de democracia basado en las libertades humanas y reconocimiento de los derechos colectivos ha sido suplantado por las libertades del mercado, que, como se sabe, solo favorece a quien más recursos tiene, lo cual impide que estos actores desfavorecidos y excluidos puedan participar con una mayor libertad en la toma de decisiones.
Es en este contexto que la Asamblea Constituyente y la posibilidad de una Nueva Constitución cobra sentido. Se abriría un camino para llevar adelante cambios profundos en nuestro sistema político y económico, que permitan materializar demandas colectivas como la nacionalización del gas natural, limitar la posibilidad de las empresas privadas para lucrar de manera desmedida con la vida, con la salud, la educación y las pensiones. Actualmente todo esto ocurre en detrimento de los servicios públicos a los que accedemos. Tampoco olvidemos que un cambio de reglas de juego podría revertir las vergonzosas exoneraciones tributarias.
Es por eso que la demanda de una Asamblea Constituyente encuentra un mayor espacio a partir de las últimas protestas. Es evidente que el sistema político de nuestro país ya no funciona. Y peor aún, el criterio de los actuales líderes políticos, de limitar la capacidad organizativa y deliberativa de la sociedad a través de métodos violentos o el uso desproporcionado de la fuerza, como sucede actualmente con la brutal represión de las movilizaciones, obligan a los actores históricamente oprimidos a buscar otras formas de canalizar esta necesidad de cambios, por fuera del penoso sistema democrático, utilizando otros métodos como la violencia, que podrían llegar a extremos muy dolorosos, que ya hemos vivido y no queremos repetir.
Gabriela Paliza. Cusqueña, política. Abogada feminista.
Carlos Risco. Artista y educador. Gestor cultural.