Algunas reflexiones sobre los años que se está comiendo la pandemia, sobre las contradicciones de mi generación, sobre nuestros sueños y los miedos detrás.
Si hay algo que caracteriza a mi generación, esa que acomodan según el estudio de mercado de turno como millennials y/o la generación z (1990-1997), es que somos personas altamente dispersas. Dispersas porque crecimos con tantos cambios, constantes y de base, que somos oxímoros andantes. Contradicciones perdidas que deambulan en un mundo hiper interconectado.
Lo vivo. Lo veo en mis amigos, en mis colegas, en usuarios de redes sociales haciendo chistes sobre su ansiedad y el mundo que los abruma.
Por ejemplo, hay quienes creen que por haber jugado play station en nuestra infancia no hemos jugado a las escondidas o a siete pecados; que, por conocer el internet en la adolescencia, nunca hicimos tareas junto a una enciclopedia enorme. Que preferimos lo digital antes de lo análogo por default. Qué somos seres altamente banales, más preocupados de nuestras fachas y nuestras cuentas de Instagram. Estos y más ejemplos de cómo nos encasillan muchos boomers.
Pero también el marketing nos ha llenado de chapas, dotándonos de dones y ventajas: nativos digitales, jóvenes internautas, open minded, flexibles…”de las generaciones del futuro”, más inteligentes, más diversos, con una conexión nunca antes vista a todo tipo de información y formatos. Preparados para conquistar el mundo como ninguna otra generación.
Pero es demasiado y abruma. Y no hablamos lo suficiente entre nosotros de la presión que respiramos. Tanta información. Todo el tiempo. Todo el tiempo comunicándonos, comparándonos, cerca de todo con tan sólo un click, pero a veces tan lejos de nosotros mismos.
Excita el infinito de oportunidades en el mundo de hoy, en la inmediatez, en la interconexión, por su puesto. Nadie dice que no te impulse. Pero también asusta. ¿Estoy siendo todo el potencial de lo que debería ser? Competimos todo el tiempo contra, literalmente, todo el mundo. Aquí sentada con mi laptop en Lima podría trabajar en Londres o en India; ya mucho era competir con tus peers nacionales, hoy es el mundo.
Una generación, ahí sí le doy la razón a mis queridos boomers, que todo el tiempo esta apurada. Es que hemos crecido con todas las tecnologías, referencias culturales y modelos diciéndonos que “el tiempo es ahora”, “que tienes que emprender ya”, “qué la maestría antes de los 30 años”.
Alguien que quise mucho vivía en una constante carrera contra ella misma: contra su propio éxito, contra el tiempo y, en consecuencia, contra su propia experiencia de disfrutar la vida. Maestría en un una de las mejores universidades del mundo, Ivy League, experiencia en las mejores empresas del mundo en su rubro. Viajando por el mundo. ¿A nivel personal? Un desastre. Con una ansiedad exorbitante, volátil, sin saber manejar la presión y sus miedos, alejando a sus seres queridos.
Mantener una amistad con ella se convirtió cada vez más difícil: todo lo ocupaba su carrera, ningún trabajo le era suficiente, ninguna distracción era lo suficientemente fuerte para que la pasara bien. Si se iba de vacaciones, sentía que tenía sacar su laptop para escribir un nuevo proyecto. Si ganaba un premio, al día siguiente, ya estaba postulando a otros cursos porque sentía que había otras personas que habían “logrado más”.
Con un talento que poco he visto en otras personas, tenaz y poniéndose a prueba todo el tiempo, una persona que es brillante. Pero todo este talento se caía como un castillo de naipes pues era más una fachada que ni ella misma se creía. Su carrera era su personalidad, y a pesar de la lista larga de éxitos, la verdad es que poco sabía disfrutarlo porque todo el día me hablaba de sus frustraciones y comparaciones. Para ella, vivir era una carrera, nunca un camino.
Hoy más que nunca siento a mi generación en nuestro propio in-betweennadando entre olas grises todo el tiempo, entre lo que la sociedad espera de nosotros mientras incluso competimos con nosotros mismos. Hoy más que nunca la pandemia pesa en nuestros sueños de juventud interrumpidos. A casi dos años de que todo cambió: qué tanto cambiamos, qué tanto crecimos, qué tanto ya no queremos lo mismo. ¿Cuántos aplazamos la maestría? ¿No sabemos qué trabajo tomar? En los últimos meses, una amiga se embarazó, otra aceptó un trabajo en otro país y otra la vi dejarlo todo (hasta el novio) para buscarse. Todos buscando seguir sus sueños, todos igual de perdidos y ansiosos.
“No sé que vendrá después de la pandemia. No sé ya que quiero, Romina”.
A veces siento que siempre vuelvo a tener dieciséis años. A hojear poemarios con hambre de respuestas, como si se tratara de abrir aleatoriamente una biblia y encontrar consuelo en un versículo. A escuchar música en la oscuridad con los audífonos a todo volumen. A volver a mi música emo, a Boulevard of Broken Dreams, o All The Same o Brick by Boring Brick, a todas esas canciones de mi adolescencia, de alguien que ya no fui.
He encontrado mi lista de metas de una Romina de dieciséis años. Salvo un par, todas cumplidas. ¿Qué diría la Romina de dieciséis años de la Romina de ahora? ¿Por qué nunca nos es suficiente nuestros propios méritos? Queremos más los destinos, que disfrutar recorrer los caminos. Me encuentro ahora en blanco, abrumada por una vida que parece irse, cada vez más apocalíptica y sin tiempo para el error.
¿Qué se supone que venga después de esta pandemia, de esta responsabilidad tan global? ¿Podemos hablar de que también andamos rotos, aunque seguimos, con nuestra salud mental destrozada, caminando?
Will Vienna waits for me and you?