Cuando pensamos en el Poder, así, con su mayúscula, solemos confundirnos. Pensamos que acumular poder implica cierto grado de coacción sobre los otros: capacidad de comprarlos, de amenazarlos o, incluso, de manipularlos. Así suele ser el Poder en las películas de Hollywood o incluso en las novelas de Vargas Llosa, a quien le dieron el Nobel, precisamente, «por su cartografía del poder«.
Pero la coacción no es la única forma de ejercer el poder. Tú eres poderoso en la medida que eres capaz de influir en el comportamiento de los demás para obtener los resultados que deseas. Y sí, la coacción es una forma de lograrlo. Pero hay otra: la cooptación.
En 1990, Joseph Nye, politólogo de Harvard, acuñó el término «soft power» para definir, en el mundo de la política internacional, ese otro camino, distinto al «hard power» de la coacción. El soft power implica moldear las preferencias de los demás a través de la atracción y el interés, especialmente a través de la cultura y los valores pero también de la diplomacia.
En cierta manera, se podría decir que buena parte de la Guerra Fría se libró –y se decidió– gracias al soft power. Hollywood fue clave justo después de la Segunda Guerra Mundial para vender la idílica y glamorosa American Way of Life. Y en los 80, cuando la cosa se puso más dura, nos ofreció Rambo, Top Gun, Comando y todos los héroes de acción de la época enfrentando a poderosos comunistas que eran inevitablemente vencidos no necesariamente por la superioridad física o armamentística de los gringos (cfr. Rocky IV), sino también –y esto era lo más importante– por su Superioridad Moral.
Pero soft power no se refiere a propaganda, exclusivamente, sino también, entre otras cosas al Ejemplo, así, con otra palabra mayusculizada. Cualquiera que haya sido hermano mayor conoce el fenómeno. Los padres pueden emplear hard power para que los hermanos menores hagan la tarea, pero también esperan que el hermano o hermana mayor se comporte mejor –dé el Ejemplo– para que ese soft power también influya en los más pequeños.
El Ejemplo es, muchas veces, hipócrita. El discurso oficial vs la conducta real. Una Superioridad Moral solo para la pantalla. O para los tratados.
Los que han visto ya La revolución y la tierra se habrán sorprendido del discurso súper progre (¡y en español!) de Jackeline Kennedy a favor de una reforma agraria. De hecho, la Alianza para el Progreso (no la de Acuña, por dios, sino la impulsada por Kennedy en 1961) tenía a la reforma agraria casi como meta final. Una medida progre que tenía como objetivo bajar las tensiones en América Latina y evitar su cubanización.
Y eso no ocurría solo durante la guerra fría. El TLC de Perú con los Estados Unidos, tan protestado por la izquierda (¡y por Alan García!) es, ahora mismo (sin Escazú), quizás el mayor instrumento legal con el que cuenta el Perú para proteger su medio ambiente. En este caso, por supuesto, existe un trasfondo de coacción económica: o cumplimos el capítulo ambiental del TLC o corren peligro los acuerdos comerciales. Nadie lo dice así, pero es implícito. Usas el hard del dinero para imponer el soft del discurso ecológico.
En los últimos 80 años, los Estados Unidos han venido moldeando al mundo con su soft power hasta tal punto que, honestamente, resulta ocioso explicar todas las formas en las que ha ocurrido: desde la ubicuidad del inglés hasta los modelos de economía incentivados por la masificación del Internet.
El soft power es un tema fascinante y podríamos hablar de cómo lo utilizó la Unión Soviética, cómo la industria del anime es un rezago de cuando Japón iba a conquistar el mundo, cómo el K-Pop es su réplica coreana y cómo China sufre tanto por acumularlo.
Pero hoy estamos hablando de las elecciones norteamericanas del martes.
Para cualquier persona medianamente informada, está claro que las consecuencias globales de la elección de Trump en 2016 han sido devastadoras. El editorial de hoy de El País lo resume bien:
Washington ha favorecido el proteccionismo comercial, erosionado el multilateralismo de las organizaciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial de Comercio y Naciones Unidas, y abandonado tratados internacionales, especialmente el del cambio climático y el de desarme nuclear con Irán. El presidente ha espoleado las teorías que niegan el cambio climático o los efectos de la pandemia, favoreciendo así políticas erróneas y actuando como lastre en la cooperación internacional contra estos desastres. Con su nacionalismo populista ha abonado el machismo, el supremacismo blanco y los excesos policiales, encendiendo la llama de la protesta en EE UU y ejerciendo de líder de la extrema derecha en el mundo.
Trump eligió no ser el presidente de todos los norteamericanos, sino solo de un sector. De los suyos. De la misma forma, eligió ser también el líder solo de un sector del mundo.
A su favor podría decirse que la política exterior norteamericana se dejó de hipocresías y alineó su hard con su soft. Pero la sinceridad en sí misma no es un valor. Menos, una política. El soft power gringo era, sí, una lavada de cara, pero tenía impactos positivos reales en el mundo (ver lo de la reforma agraria y el capítulo ambiental del TLC).
¿Cuál es el soft power oficial ahora? La validación de discurso anti-científico en plena pandemia global; un discurso que rápidamente lleva a (o, más bien, proviene de) teorías de la conspiración de todo calibre.
Un paseo rápido por algunos grupos de Facebook con nombres tipo «Peruanos por Trump» o similares, muestra a gente convencida de que las mascarillas son una forma de opresión; que el dióxido de cloro es la cura para la pandemia; que no es una pandemia sino una «plandemia«; que Soros es el gran titiritero de todo lo que pasa en el mundo; que Biden apoyará a Maduro y a la «Nueva Constitución chilena chavista«, y por supuesto, te insta a no informarte a través de la «Big Media» –repletas de fake news (¿ven lo que decíamos sobre el inglés?)– ni la «Big Tech» –que le llaman «fake news» a lo que posteas– sino mediante canales informativos alternativos que, por supuesto, ellos conocen.
Esto ocurre en los Estados Unidos pero –como son la potencia que viene determinando la forma de pensar también fuera de sus fronteras– tiene sus réplicas en todo el mundo. No es casualidad que desde 2016 hayan triunfado el Brexit o Bolsonaro o que se hayan disparado los extremismos nacionalistas europeos o, sin ir muy lejos, que el fujimorismo haya pretendido imitar –con nombre y apellido– la estrategia de polarización de Trump, generando la crisis política que vivimos hasta ahora (cfr. Mototaxi, de Víctor Caballero).
Esto ha generado un mundo basado en, para usar palabras de su gobierno, «hechos alternativos«. Es decir, con Trump, los Estados Unidos han abandonado toda pretensión de ejercer su soft power sobre el mundo entero. Prefieren reforzar su poder únicamente dentro de sus bases. A ellos se les convence de que solo ellos tienen la razón. ¿Los demás? No son «los demás». O son gente «que no ha despertado» o son, directamente, el enemigo. Personas no solo equivocadas, sino que planean atacarte, envenenarte, ponerte chips, implantar el comunismo o lo que sea.
Con lo cual, el mayor legado de Trump es un mundo en el que el concepto de «verdad» no solo está devaluado, sino atomizado. Hemos llegado a un punto en el que los referentes de una persona sobre lo que es mínimamente aceptable no pueden ser más ajenos a lo que es mínimamente aceptable para otra persona. ¿Cómo estableces puentes con alguien que está convencido de que Biden es parte de una cábala de pedófilos que quieren resetear la economía mundial para favorecer el comunismo chino?
Las imágenes de esta columna han sido tomadas de perfiles de Facebook de peruanos que apoyan a Trump. Imagino que ellos –como yo– tienen amigos recriminados o agredidos por el crimen de hablar español en la calle. Pero no es algo que les importe o que relacionen con la xenofobia de «bad hombres» de Trump. Para ellos son más importantes las otras convicciones, sus hechos alternativos, lo que no te dicen los medios pero ellos sí saben.
Da flojera pero creo que resulta necesario explicar que esta columna no es un endose de Joe Biden (como si eso fuera a importar o tener una consecuencia real). El mayor mérito del candidato demócrata consiste en no ser Donald Trump. Y poco más. El hecho de tener que explicitar que el rechazo de lo que ha hecho uno no implica avalar cada aspecto de su rival, es una demostración de cómo se ha polarizado el mundo incluso alrededor de una elección en la que la abrumadora mayoría de nosotros no va a votar.
Pero así funciona el soft power. La presidencia de Trump ha cambiado al mundo. Ha cambiado no solo la forma de hacer política. Estos cuatro años han conseguido que nuestras divergencias no estén basadas solo en ideología, sino en algo tan esencial como la comprensión de la realidad. Es el mundo de la post-verdad.
Este martes, una derrota de Trump probablemente solo consiga evitar un escenario de violencia que desborde las fronteras norteamericanas. Pero las consecuencias de haber dinamitado su soft power serán probablemente imposibles de revertir. El Poder dejó de ejercerse con la pretensión de una Superioridad Moral. El Ejemplo dejó de ser aspiracional y se volvió tóxico. La Verdad, con mayúsculas, ha muerto. Y, quizás, este martes, se inicien otros cuatro años más de seguir matándola.