El reciente asesinato de Fernando Villavicencio en Ecuador ha generado conmoción internacional, poniendo de relieve una vez más la íntima relación entre política y crimen organizado en América Latina. Es inusual que un candidato presidencial desafíe a la criminalidad organizada, denuncie la corrupción policial y afirme poseer información sensible. La experiencia de la víctima como periodista seguro cuenta en esta trama.
Como señala el criminólogo ecuatoriano Jorge Paladines, es también inusual que los presuntos autores sean capturados a las pocas horas y uno de ellos termine asesinado estando bajo custodia policial. Historias de crimen organizado y conspiración política fascinan a los imaginarios colectivos. Quizá más aún en estos tiempos donde las redes sociales y las series de streaming masivamente difunden imágenes, a menudo inexactas, de cárteles y mafias. ¿Pero estamos ante una escalada del crimen organizado en la región?
El asesinato de Villavicencio recuerda al de Marielle Franco en Brasil, figura política también pero más ligada al activismo. También al del fiscal paraguayo Mario Pecci, perpetrado el año pasado en Colombia. Cada uno con distintas motivaciones seguramente, pero todos con indicios de criminalidad organizada. Mi lectura es que estos hechos, si bien extraordinarios, forman parte más o menos de una misma tendencia. Hay un diagnóstico común sobre América Latina que criminólogos y politólogos comparten: la creciente participación del crimen organizado en los Estados y en la vida política en general.
Cierto: cada contexto nacional es diferente. Brasil no es Perú, Ecuador no es Argentina, ninguno es México. Variaciones en grado y forma no obstante, se observa en todos los países fuertes relaciones de interdependencia entre criminalidad organizada, Estado y economía. Pero es un error pensar que aquí hay algo esencialmente latinoamericano. Prácticamente no hay sociedad o país sin criminalidad organizada. Mercados ilegales hay en todas partes. Pero un rasgo estructural de América Latina es que las instituciones políticas y sociales–particularmente las encargadas del control social–no les hacen la vida más difícil a las organizaciones criminales. Todo lo contrario: a veces las facilitan, promueven y hasta incorporan en su funcionamiento.
La capacidad de los estados aún es débil en muchas zonas del continente. Actores vinculados a economías ilegales suelen cobrar protagonismo político en áreas de limitada estatalidad (areas of limited statehood). En espacios desregulados donde operan economías informales, la desigualdad social coexiste con bajos niveles de control social por parte del Estado. Los partidos políticos entonces son propensos a la infiltración de redes delictivas y el crimen organizado tiene facilidad para imponer su dinámica, códigos y reglas. Se disponen así formas de gobierno paralelas a la legalidad. Sin embargo, en muchos casos también se constituyen formas simbióticas o híbridas donde la frontera entre lo legal e ilegal (ya de por sí porosa, ambivalente y fluida) se desvanece completamente.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con muchas organizaciones de autodefensa en Centroamérica y con el gobierno de las favelas en Brasil. Bajo esa lógica de hibridación con lo legal, las redes criminales logran arraigo social y político. Aquí es preciso indicar que las organizaciones criminales a veces experimentan amenazas y buscan sobrevivir. Muchas entran en competencia entre sí, por ejemplo. El riesgo de detección y captura a veces aumenta. Es ahí donde la corrupción y la violencia son parte del repertorio que el crimen organizado utiliza para resolver conflictos (porque, obviamente, no van a resolver sus disputas en un juzgado civil), neutralizar oponentes y sobrevivir. Es en ese marco que podemos contextualizar muchos crímenes contra políticos y periodistas en América Latina.
En este breve artículo me he referido al crimen organizado sin mucha pretensión de exactitud, tarea acaso imposible dada la extraordinaria vaguedad de esta noción. Pero aquí conviene hacer una precisión criminológica, que, como otras cuestiones de orden semántico, muchos periodistas e incluso operadores de justicia–en particular, los fervorosos simpatizantes de prolongadas prisiones preventivas–pasan por alto: la distinción entre organización y red criminal. Estas categorías no son mutuamente excluyentes: toda organización criminal es en el fondo una red y así creo que debe entenderse. Pero no toda red criminal termina constituyéndose en una organización criminal. Pensemos nomás en las redes de corrupción que inundan a nuestro Estado: suelen ser flexibles y espontáneas para así evitar su detección.
El sentido común es proclive a entender por crimen organizado una empresa o clan familiar con estructura jerárquica y roles definidos, cuyos miembros se conocen, coordinan y operan de forma clandestina para maximizar ganancias. Sin embargo, según Federico Varese, más que la estructura o sentido de lealtad entre sus miembros, una característica que distingue al crimen organizado es la pretensión de gobernar la circulación de un commodity o servicio: sea bajo medios o con fines delictivos, pero siempre operando como una red.
Esta noción es interesante porque no pone el acento en la estructura, actividades o fines de una organización, sino en la tendencia que tienen a simular patrones de gobierno. El caso del cartel de Sinaloa ofrece un ejemplo interesante. Me comentaba el criminólogo mexicano Valentín Pereda que, en Culiacán, el cártel opera más o menos como una organización burocrática. Maneja una cadena de distribución, sus miembros cumplen roles más o menos definidos, tienen una simbología propia y ejercen dominio territorial. Sin embargo, fuera de Sinaloa, el cártel se maneja más como una red criminal que opera en base a relaciones de confianza, solidaridad e interés recíproco con actores vinculados a la economía, la política y, aspecto clave, a los servicios de seguridad del Estado.
El enfoque de redes permite comprender con mayor claridad la porosidad del Estado y de las organizaciones criminales, así como sus patrones de articulación e interdependencia. México es un contexto distinto, lo sabemos. Pero si en ese país las organizaciones criminales, sean grandes o pequeñas, operan como redes, en los demás países no es muy diferente.
Sin negar que el crimen organizado vaya en aumento, el tema de fondo sigue siendo el mismo en países como el Perú: la existencia de mercados ilegales y la proliferación de redes criminales. En nuestro país, vastos sectores de la vida en sociedad–los partidos políticos y las estructuras estatales a nivel nacional y subnacional son un ejemplo notable– operan con reglas de juego informal. Si sumamos el factor desigualdad social, tenemos un escenario que facilita el surgimiento y reproducción–ahora sí con más rigor analítico–de redes criminales de distinto tipo. Esta y otras características de nuestra sociabilidad no se solucionan con medidas punitivas a lo Bukele (el Perú no es El Salvador, de más está decir). No me da el espacio para aventurarme a plantear alternativas. Sin embargo, una pista para seguir reflexionando es que, si bien el delito es un problema público que compete a las agencias del sistema de justicia penal, y en consecuencia la necesidad de optimizar el funcionamiento de estas en el marco de una política criminal (o de seguridad), las “soluciones” al problema no están muy alejadas de aquellas políticas orientadas a reducir brechas de desigualdad, generar educación de calidad y reformar las instituciones de nuestro país.
Diego Tuesta
Doctorando en Criminología y Estudios Sociolegales
Universidad de Toronto
diego.tuesta@mail.utoronto.ca