Algo se ha terminado de romper este terrible verano y otoño del 22 y 23. Hay algo nuevo, un abismo distinto entre la policía y la población.
Vamos caminando con mi hija hacia su nido. Ambos estamos enfermos y nos acompañamos con nuestra tos rítmica. Le pongo los audífonos, para que vaya escuchando música mientras caminamos, y así resguardamos un poco nuestras gargantas destartaladas. Se pone a menear la cabeza, está escuchando “Al colegio no voy más”, de Leuzemia, que es un viejo hit nuestro. Se va alegrando y empieza a correr. En la puerta del nido la maestra nos recibe y ella acaba de cantar con su voz ronca, “al colegio no voy más, ni huevón”, y la maestra nos mira sorprendida. Mi hija quiere ir al nido, la mayoría de las veces, pero algo presiente, algo de la verdad rebelde de la canción. Creo que sabe que hay una contradicción entre querer ir y no querer ir, pero puede vivir con esta en la cabeza.
Como ya tiene cuatro años, juega con frecuencia a, como dicen en el nido, los “servidores de la comunidad”. Sus maestras han programado ir a visitar una estación de bomberos y una comisaría, y está emocionada. Desde hace unas semanas se la pasa persiguiendo a los niños en el parque, ladrones que deben ser capturados por la policía, para llevarlos a la cárcel. De hecho, manda a la cárcel a todo el mundo cuando se enfada, sobre todo a su tío, pero también a mí o a su mamá. Igual está mejorando, porque hace unos meses se pasaba de vueltas y, no contenta con las persecuciones a los malhechores, decía, sin entender la dureza de sus palabras, que la policía “iba a matar a todos los ladrones”.
Sus maestras, además, les enseñan que el policía es un amigo, alguien en quien confiar, y que, si llegaran a perderse, busquen uno para que los ayude a regresar con sus padres. En casa, con paciencia y repetición, le explicamos que no se mata a nadie y que tampoco puede andar diciendo “ladrón” o “te vas a la cárcel” así como así, ¿por qué?, porque la gente se pone triste hijita, ¿por qué?, porque la cárcel es un lugar feo, ¿una cárcel de mentira?, bueno, de juego puede ser.
Pintamos de colores al policía en su cuaderno. Se concentra para no pasarse mucho de la raya. Curiosamente, el policía del dibujo lleva en la mano una vara. Algo bastante realista para el tipo de pegatinas que les ponen ahora en los cuadernos a las peques. Aprovecho para contarle que los policías deben detener a los ladrones o a los malos en general, pero no matarlos, ni pegarles. La vara acaba pintada de color verde. Así se ve como una rama. Inofensiva. Y la hija va aprendiendo, creo. Pero igual me pregunta, ¿papá, los policías son buenos? Y le digo que sí, que son las personas en las que confiamos nuestra seguridad. Que ese es su trabajo. A veces todavía dice que quiere ser policía cuando sea grande, o bombera, o doctora, o astronauta, o “hacer trámites administrativo-burocráticos”, como su mamá.
Pero cuando me pregunta si yo quiero ser policía, le digo la verdad. Hijita, yo ya tengo un trabajo, soy historiador. Como eso no le suena a nada, me insiste, y le replico que no, que yo no quiero ser policía. Y voy pensando en todos los golpes y las asfixias que la policía me ha regalado desde los años 80 hasta el 2023, y mi cuerpo me comparte una contabilidad abrumadora: son simplemente innumerables, como las canas de mis cuatro décadas.
El último golpe digno de ser contabilizado lo recibí hace un par de meses, cerca de la avenida Grau. Estaba, como otros miles de ciudadanos, protestando contra el que considero es un régimen autoritario. Había cruzado hacia el distrito de La Victoria, y tomaba aire, pues me había ahogado por los gases lacrimógenos. Empezaba a caminar hacia la plaza Manco Cápac, cuando una vara me dio en el hombro derecho. Un policía me había pegado por la espalda, sibilinamente, mientras yo no hacía otra cosa que respirar mal. Giré rápidamente, lo vi y lo escuché gritarme algo que no entendí, y escapé antes de que lograra aplicarme algún otro procedimiento pacificador.
Si ese ha sido el último, uno de los primeros golpes que recuerdo lo recibí en 1986, de 11 años. Mi madre me había llevado ante la puerta de la morgue central, en el Jr. Cangallo, a reclamar junto a un grupo de familiares, desesperados, por los cuerpos de los presos asesinados en la isla penal de El Frontón. No era el único niño. Las familias que no cuentan con apoyo doméstico, con nanas o plata para guarderías, hoy como ayer, hacen todo lo que tengan que hacer obligados por sus cuitas, cargando con sus críos. Luego de un buen rato, la policía arremetió con agua, disparos al aire, varazos y gas lacrimógeno. Viejas, viejos, parientes de poco prestigio (parientes de “terrucos”), retrocedieron como pudieron, gritando, empujándose, rodando por el suelo, queriendo resistir, pero sin éxito. Sentí un golpe en la cabeza. Eché a correr, sin perder de vista a mi madre. Empujados hacia la avenida Grau (qué importante es la avenida Grau en la historia del país, o en mi historia personal del país), los niños llorábamos. Algún camarada muy heroico gritó reclamando a las mujeres “para qué traen niños a estas cosas”.
Mi madre lo mandó a la mierda. Y nos fuimos caminando a recuperarnos y tomarnos un jugo. No me reprochó por llorar. Me acarició el cabello, donde había caído la vara, amortiguado el golpe gracias a que siempre llevé el pelo largo y medio zambo.
Recuerdo el grito del poderoso camarada, tan revolucionario él, tan lenincito, y cómo me hizo sentir un estorbo. Es feo sentirse humillado, cuando poco tiempo antes, has creído que estabas ayudando a reclamar por la vida de tu pariente.
Recuerdo a mi madre, mirando concentrada hacia el infinito, mordiendo frustración. Llevándome de la mano hacia el centro histórico de nuestra ciudad. No recuerdo qué hicimos luego.
Recuerdo el gas, a la policía imponente.
Recuerdo que la inmensa mayoría de personas asesinadas en los penales el 86 siguen desaparecidas y que ya mi madre murió, y yo ya soy viejo, y el cuerpo de mi padre no nos fue devuelto, como el de tantos otros en el país.
Recuerdo toda esa historia de larga duración, de relación de mi cuerpo con la vara policial, y sé que, en algún momento, a mi hija tendré que explicarle algo más, complejizarle su mirada sobre el orden, el control, la autoridad abusiva. Pero sé también, que para que pueda entender la perversión que significa esa violencia, primero debe concebir a la policía como un ideal: una guardia civil, amiga, encargada de auxiliar a la ciudadanía de los peligros; el trabajador público que pone su cuerpo, su esencia valiosa en riesgo, para garantizar la integridad de los vecinos. Sólo sabiendo esto, podrá luego evaluar lo maligno de la desviación.
Igual, algo de disonancia sana ya irá floreciendo en su alma, alguna pregunta incipiente, porque desde que era pequeña, una de nuestras canciones favoritas, que cantamos a gritos es “Nunca seré policía, de provincia ni de capital”. Y reconozco que yo, no ella, yo, cuando la canto, he sentido al mismo tiempo la afirmación enérgica de que en cualquier vida que me toque en el multiverso, en efecto, espero nunca vivir ese destino ingrato de ser el hijo del pueblo que reprime al pueblo. Pero al mismo tiempo, sentir la contrariedad de saber, porque lo sé, que detrás de la función, detrás del rol a veces infame, en las fuerzas policiales hay gente como uno, diversa, contrariada, afectada por la violencia que la envuelve, y muchísimas veces, ejemplar.
No me arrepiento
Converso con un joven universitario cuzqueño que, durante las protestas del verano del 2023, estuvo en Lima Norte, alojado junto a otras treinta personas, en la casa de un paisano que no tenía con ellos ningún otro vínculo que su ánimo de colaborar de modo solidario. Mi amigo es enérgico y sensible al mismo tiempo. Está satisfecho con su participación en la llamada “Toma de Lima”. Recuerda que, en los primeros días, junto a sus amigos, la pasaron mal, pues no conocían cómo era la mecánica de la represión policial en la capital.
Puede parecer contraintuitivo, pero algunos sintieron que sufrieron más en Lima que en sus regiones. Le hago notar que a diferencia de lo que pasaba en la capital, en las provincias del sur se usaron armas largas, militares, hasta helicópteros, y que directamente, se asesinó a la gente. Reconoce que obviamente, sí. Pero se explica: en Lima nos trataron como ratas, nos sentíamos como si fuéramos cuyes, corriendo de acá para allá, perseguidos por la policía, atrapados, acorralados en calles, jirones. Como si nos odiaran. Arreados a punta de perdigones y gas, como animales.
Algo de lo que me cuenta lo entiendo como parte de la experiencia de estar en un momento de estrés, en un lugar desconocido, en una ciudad arisca, poco solidaria, de la cual no conoces las claves ni las llaves de funcionamiento. Tiene que ver con el desamparo de estar lejos de casa, del refugio conocido y las redes de amigos y conocidos que nos permiten habitar un lugar, y no sólo pasar por él como un extraño. Y otra percepción: que, aunque allá disparaban al cuerpo, las acciones se desarrollaban en un espacio más extenso, a campo abierto, entre avenidas anchas, terrenos baldíos, descampados, lomas. La sensación de agobio no era permanente. Lima, en sus palabras, era como estar metido en una cámara de gas.
Ninguno tiene ganas de hacer un podio sobre dónde se ha sufrido más la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado peruano. Es bastante obvio, además, que allí donde hay masacres casi todo lo demás se hunde, incluso la palabra. Sólo estamos compartiendo cosas que nos parecen curiosas. Se ríe de su primer día en las protestas en Lima, cuando le preguntaron si podría ir en “la primera línea”. Él y sus amigos, que creían que llegaban con mucha experiencia, aceptaron y se unieron a esta vanguardia de las marchas. El resultado fue terrible, herido, golpeado, asfixiado, perdió la conciencia y sólo se recobró dos días después. Su primer escudo, de triplay, que le había sido útil en Cusco para protestar en las anchas calles andinas, resultó ser inútil en Lima, “los perdigones atravesaban mi escudo como si fuera papel”.
Ahora le da risa. Está trabajando en un negocio. No está seguro de que vaya a regresar a protestar en nuevas jornadas este año. Me cuenta dos anécdotas finales. La primera, que cuando rodeado y asfixiado, casi ciego, sangrando, estaba a punto de ser detenido por la policía en una placita de Cusco, un hombre de voz ruda y estentórea lo abrazó, grito “sobrino, qué haces acá carajo, ya te dije que regreses rápido a la casa”, y sin que pudiera ofrecer resistencia, se dejó arrastrar hacia una casita que quedaba al frente mismo. Dice que pensó, “ya fui, es tombo”. Pero en la casa le dieron de beber, de comer, lo lavaron, y se quedó conversando con la familia que lo rescató del peligro hasta entrada la tarde.
Pero sí, era “tombo”. Un policía ya en retiro, de mediana edad, que palabras más, palabras menos, le dijo que estaba en contra de lo que estaban haciendo sus colegas. Que ellos no estaban para hacer salvajismos. Y que se sentía triste porque su institución estaba tomada por malos elementos y se acataban las órdenes de un gobierno ilegítimo. Mi amigo me dice que un día lo va a buscar, para agradecerle. Luego me cuenta la segunda anécdota. Por esos mismos días, en medio de protestas y represión realmente enconadas, luego de horas de recibir directamente perdigones y de ser gaseado, él y algunos de sus compañeros de jornada, se encontraron de pronto, con un policía aislado de sus compañeros, en una calle sin salida. Tenían tanta rabia por tantos días de estar siendo reprimidos, que en ese momento sólo pensaron en pegarle. Y le dieron duro en el suelo.
Me permito comentarle que cuando la violencia se impone, impone también sus malditas propias reglas, y que todos perdemos algo de decencia en ese trance. Igual lo que me cuenta me incomoda, no quiero dejar la anécdota sin intentar “elaborarla” un poco. Así que le cuento un par de cosas sobre los policías con los que he tenido la suerte de compartir reflexiones valiosas, le agrego que ya viste, hay policías diferentes, por ejemplo, el que te ayudó a ti, directamente, ese día que te asfixiabas, en ellos también hay vivencias, miedos, divergencias. Ahora que ya han pasado unos meses, ¿no te arrepientes de haberle pegado tanto?
Espero su respuesta, casi seguro de escuchar una reflexión, una reconsideración, como he oído tantas en estos años de escuchar las historias de diversas gentes vinculadas a procesos de violencia. Pero no duda, ni se demora mucho en responder. No, me dice seguro. Y lo repite. No me arrepiento. Esos nos estaban matando. Nos estaban masacrando.
Y nos despedimos. Un muchacho buenote, un futuro profesional, alguien sobre el que el país tendrá que reconstruirse en el futuro. Lo veo alejarse camino del hotel Bolívar, sintiendo este final como si fuera el síntoma de una derrota más profunda.
Algo se ha roto
En la encuesta de mayo del 2023 del Instituto de Estudios Peruanos, se muestra que la percepción de la población es muy negativa respecto del actuar de las fuerzas de seguridad del Estado peruano. Por un lado, 8 de cada 10 personas creen que se cometieron violaciones a los derechos humanos durante las protestas. Y el 71% cree que hubo “excesos” de parte de las fuerzas del orden. ¿Cómo podría ser de otro modo? Casi todo el que ha tenido acceso a redes, ha visto en tiempo real un catálogo detallado y casi sin fondo de agravios infligidos contra la ciudadanía. Un catálogo que va desde lo simbólico y amenazante, como los despliegues monumentales de miles de policías en las calles, como si fueran soldados imperiales, hasta asesinatos en vivo, reconstruidos minuciosamente por el periodismo alternativo y las instituciones de derechos humanos.
El Perú y el mundo vieron la invasión con vehículos pesados, cual ejército de ocupación, de la universidad de San Marcos, la más importante del país. Vimos grabados en video y compartidos por redes, innumerables insultos racistas, terruqueadores, y humillaciones públicas cometidas por agentes de la policía contra mujeres, ancianas, estudiantes, dirigentes. Los vimos ir a los mercados a amenazar a quienes trabajaban, para que no se sumaran a las protestas porque si no “mañana ya no voy a hablar”. Los vimos acorralar sin consideraciones humanitarias a cientos de personas que protestaban entra la plaza Grau y la avenida Abancay, empujando a muchos a lanzarse a la zanja de la Vía Expresa, de varios metros de altura. Los vimos disparar al cuerpo, en Lima, en regiones, matar y luego negarlo. Los vimos arrojar granadas de gas al cuerpo de mujeres aimaras que llevaban sus hijos en la espalda. Y todo esto, no sólo como si nada, sino recibiendo felicitaciones y bonos por parte de un régimen que no tiene ningún problema en mostrarse violento y cínico.
También hemos visto los reproches airados, impotentes, que la gente les ha hecho, siempre incapaces de concebir que un peruano como cualquiera, sólo que, con uniforme, pueda desactivar su juicio personal y hasta su sentido común, y comportarse de modo tan brutal y al parecer, indiferente. Como si al ponerse el uniforme, se desactivaran las normas de convivencia que los hacen prójimos, paisanos, y tuvieran permiso para cometer actos tabúes: golpear ancianas, arremeter contra personal sanitario, ingresar a hospitales, faltar el respeto al luto…
Hemos visto a los dirigentes de una delegación en Puno informar a su pueblo en asamblea, que en Lima todo es peor de lo que imaginaban, y que los policías son grandes y gringos, y que no pueden ser peruanos, porque si no, no tratarían así a sus compatriotas. Sin saberlo, reproduciendo el mismo pasmo e incredulidad que muchos ayacuchanos sintieron en los 80, cuando las fuerzas del orden entraron a las zonas de emergencia a enfrentar a Sendero Luminoso.
Hay tanto que hemos visto. Una señora en un momento les grita a la cara: acaso no eres hijo de mujer. Otras, en grupo, dicen que nunca más mandarán a sus hijos a ser policías. Otros los expulsan de sus localidades, no los necesitamos, acá con la ronda nos bastamos. Otros les impiden izar la bandera, los declaran no gratos, los obligan a negociar su permanencia en la localidad. Otros, hace unos días, actualizando una vieja arenga defensiva (somos estudiantes, no somos terroristas), cantaron por calles y plazas una que pasa al ataque: “no eran policías, eran asesinos”.
Algo se ha terminado de romper este terrible verano y otoño del 22 y 23. La policía ya era concebida como corrompida, corruptora y en algunos lugares, parte de los arreglos mafiosos más diversos. Pero esta mirada ha cambiado para peor en esta coyuntura. La policía no se ha hecho más corrupta, eso no es lo que la población juzga hoy duramente. Ha cambiado, ha cambiado de giro.
Porque la policía corrupta era algo en buena parte, “normal”. Como el país entero había devenido en las últimas dos décadas en una mazamorra que combinaba cinismo con fujimorismo, choledad con neoliberalismo, criollada con gobernanza, política con mafia, y economía con explotación sin normas, y todo esto, se había envuelto, adornado y vendido como éxito, como parte normal del crecimiento, como el sustrato cultural de la Marca Perú, como todo eso había sucedido, pues, la policía no podía ser señalada especialmente: sólo hacía lo que cualquier otro en capacidad de “aprovechar las oportunidades”.
Un poco como lo cantaba el Cancerbero. Pero más regular, más estándar, menos facineroso y más simplemente, “emprendedor”.
Si hay algo nuevo hoy, un abismo distinto abierto entre la policía y la población, quizá tenga que ver no con que se esperaba de ella una conducta noble, sino que incluso esas reglas de coexistencia egoísta no fueron respetadas. La policía, siguiendo órdenes que no pudo o no quiso o ni siquiera se planteó interpretar (y ajustar en el terreno, porque de plano, desconocerlas no podía), en la práctica, a los ojos de la ciudadanía, se constituyó como un actor político más, fue parcial en la disputa social, y puso su poder y sus herramientas en juego para favorecer a un sector.
Creo que la gente puede haber visto que más allá de la propaganda sobre la seguridad de los “millones de peruanos que no protestan”, como decía la presidenta Boluarte, la policía en las calles parecía llevar a la práctica los discursos de odio de los grupos ultra reaccionarios: si unos señalaban y estigmatizaban, los otros perseguían, detenían y violentaban, bajo un mismo patrón segregador.
La sensación es que tomó partido. Escogió entre tipos de ciudadanos a los cuales brindar seguridad, y a los que ofrecer represión. Si Mario Vargas Llosa, para poner el ejemplo de alguien que no era una autoridad, en su performance delirante, decidió recurrir a la amnesia para aliarse a la fuerza antidemocrática que ha carcomido al país por tres décadas –el fujimorismo– contribuyendo con su prédica y lobby a delinear el marco de la crisis entre los enemigos de la democracia y sus defensores, entre los comunistas, vándalos y bárbaros versus los peruanos de bien, esas palabras se hicieron operación física, organizadora de las diferencias y jerarquías, gracias a su interpretación material, a su corporización, en el despliegue policíaco. Así, la policía y también el ejército, directamente intervinieron en política, encarnando en sus planes operativos, el discurso de la élite racista. Al hacerlo, agregaron a su regular labor de represión, una dosis simbólica de traición e infamia.
¿Cómo se regresa desde allí?
En los últimos meses, conversé con varios policías, los mismos días en que se desarrollaban las protestas, algo más temprano por lo general, a que escalara la violencia. Casi de modo unánime, todos con quienes charlé se encontraban estresados, cansados y hartos de la situación. Podría decir, que eran conscientes de que estaban siendo usados de modo incorrecto. Uno me decía: ¿acaso nos gusta que nos llamen asesinos? No es justo, nosotros no hemos matado a nadie. No se puede juzgar a todos por unos pocos. Nosotros no queremos reprimir, son órdenes de arriba.
Otro: yo acaso quiero estar acá, parado. Mira cómo han traído a estos chiquillos (jóvenes de las escuelas policiales, que acordonaban las plazas por cientos). Yo quiero ir a mi casa, a ver a mis hijos, esto lo deberían resolver los de arriba. A nosotros nos usan para la parte fea, para la violencia, y cuando nos pasa algo, o cuando nos hacen un juicio, no le importamos a nadie.
Alguno otro incluso: yo estoy de acuerdo con los que están reclamando, pero como policía, qué podemos hacer. Y otro: si nos dan una orden ilegal, como violar derechos, estamos obligados a no cumplirla. ¿O sea tú no la cumplirías? Claro que no, me dijo, altivo, bajo la aprobación de sus compañeros que nos escuchaban discutir. En ningún caso vi que fueran aviesos. Querían hablar. Nuestras conversaciones no fueron a escondidas, opinaron rodeados de sus colegas, que escuchaban interesados. Eso no quiere decir, desde luego, que al rato de charlar, es posible que esos mismos policías no estuviesen arrojándonos gas o persiguiéndonos por las calles o acorralándonos con sus motos.
La cosa no es tan simple, nunca lo es. Esta degradación también los ha afectado, los afecta. Por eso creo que por más raro que nos parezca, nuestra lucha también debería comprender devolverles integridad. Intentar no replicar sobre ellos la maquinaria del estigma, el agravio y el menosprecio. Es un reto, desde luego, y puede sonar ingenuo. Pero creo que es parte del esfuerzo, recrear un espacio donde la policía pueda volver a cumplir un rol digno, respetable.
Por lo pronto, el quiebre entre ciudadanía y fuerzas policiales se ha hecho hondo, por un tiempo. No será sencillo recomponerlo o recrearlo. Mi hija seguirá persiguiendo malhechores, soñando con ser una policía que ayude a los demás, y yo participaré de su juego, huyendo de su ley. Mientras, al mismo tiempo, como el ciudadano corriente que soy, seguiré recibiendo gas y varazos y escapando veloz de los policías de carne y hueso. Y todo podrá por ahora, convivir en nuestro pequeño hogar, nuestro pequeño país.
José Carlos Agüero, 1975. Historiador y escritor.