Sostenibles, competitivos. Y justos.
El Territorio nunca ha sido una política pública en nuestro país. La idea de territorio aparece en la agenda de modo tan cíclico como los fenómenos naturales. Si no fuera por ellos, tengo la impresión de que reafirmaríamos temerariamente esa republicana ilusión de que somos un solo país, diverso pero uno, con igualdades y sin inequidades (no más odios, por favor). Pero basta que aparezca un Yaku para que los reflectores nos recuerden que la forma como nos (sub)desarrollamos, como nos ejercemos ciudadanos (de primera o segunda clase), como nos trata el Estado (“vecinos” en lo urbano o “pobladores” en lo rural), como convivimos (los Unos demócratas y respetuosos del orden, y los Otros salvajes y violentos), está medularmente condicionada al manejo del territorio.
Y como nunca ha sido una política de Estado, el territorio suele entenderse como una escenografía donde se aplican reglas, una escena física, geográfica –además– y no como un espacio de relaciones. Relaciones de poder, relaciones sobre competencias administrativas de autoridades, relaciones de producción y explotación, y relaciones cotidianas. La rutina, la certidumbre, lo predecible, y sus opuestos, la contingencia, el caos y lo imprevisto sucede ahí en el territorio.
La gestión del territorio está en ciernes aún en la nación. Uno de sus componentes es la Gestión del Riesgo de Desastres, sí. Desastres sin apellido. Los desastres no son “naturales”, ocurren por nuestras omisiones y nuestras acciones, y cómo colisionamos con los eventos climatológicos, comportamiento de los ríos y quebradas, la composición de las montañas, etc.
Pero su otro componente es el Ordenamiento Territorial, ese que integra el manejo y organización del territorio, la protección del patrimonio, el desarrollo y planificación urbana y el acondicionamiento territorial. Después de todo, ya deberíamos todos saber que es la forma cómo ocupamos el territorio y (des)hacemos urbanidad-ruralidad la que genera los riesgos (ambientales, sociales, de habitabilidad) que nos ponen a todos en peligro.
Y lo mínimamente exigible es que el territorio se ordene porque es un bien público. Obvio, ¿no? Porque el territorio es mi derecho (porque de este depende mi proyecto de vida) y es nuestro derecho (porque prima el interés común en su manejo). Territorios seguros, sí. Territorios sostenibles, por supuesto. Territorios competitivos, recontra claro. Pero, ¿saben qué también? Territorios «justos», porque su vulneración, su sobre explotación y desequilibrio afecta la igualdad de oportunidades de las mujeres y hombres, de las poblaciones vulnerables y las que caen en vulnerabilidad frente a riesgos.
Lo cierto es que no sabemos tomar decisiones para la ocupación, uso y aprovechamiento sostenible del territorio.
No hemos logrado tener una Ley de Ordenamiento Territorial en el país (y vendrán a cuestionar esta afirmación, pero es la pura verdad).
No hay siquiera una categoría funcional en el Estado donde colocar presupuesto para el Ordenamiento Territorial.
Sin Ley, sin presupuesto, sin organización, el ordenamiento no existe. El Acuerdo Nacional aludió al “ordenamiento y gestión territorial” en su Política 34, y se ha construido y avanzado en el llamado Ordenamiento Territorial Ambiental desde varias regulaciones del 94 hacia adelante. Y, miren, también hay zonificaciones y ordenamientos forestales, pesqueros, y varios otros.
Pero el ordenamiento territorial no se reduce a un sector, es un proceso permanente de decisiones políticas, técnicas y administrativas, sobre el manejo del territorio, de cómo actúa el Estado pero también de cómo actúa la población. Es lo más multiactor, multinivel y multisector que hay.
Y es de tal criticidad el efecto que tendría el ordenamiento territorial, que muchos grupos de interés bloquean usualmente la aprobación de una Ley de este tipo. Es más, en el año 2014, la Ley 30230 señala que “Ni la Zonificación Económica Ecológica, ni el Ordenamiento Territorial asignan usos ni exclusiones de uso”. Esperen, ¿cómo dice? ¿Una materia de regulación del Estado que no es vinculante, que no habilita ni impide? ¿Qué clase de brujería es esta?
El Ordenamiento del Territorio, así, es un terreno de conflicto político de larga data, y a la vez, una demanda de primera urgencia nacional largamente postergada. Se disputan su rectoría la Presidencia del Consejo de Ministros y el Ministerio del Ambiente. Los Sectores regulan y disponen instrumentos que se traslapan en el territorio (Planes de Desarrollo Urbano, Planes de Acondicionamiento Territorial, Zonificaciones, Estudios Especializados, etc). Los Gobiernos Regionales y Municipalidades no tienen claridad en su rol, no hay planeamiento territorial, y no hay repercusiones por no tenerlo.
Y en medio de todo ello, el Estado concede títulos y servicios en terrenos de invasión: formaliza la informalidad; se ejerce presión sobre recursos y patrimonio natural porque se asignan actividades que comprometen su capacidad regenerativa; se degradan ecosistemas, se continúa la deforestación y la sobreexplotación de los recursos sin tregua; se ocupan terrenos y se habilitan medios de vida en zonas de riesgo que, finalmente, vulnerabiliza a la población.
¿Los efectos?
· En Riesgo de Desastres, se afectan vidas y se empobrece a la población: sólo el 2017 del Niño Costero llegaron a los 3100 millones de dólares (1.6% del PBI).
· En el mundo urbano, al 2025 el desequilibrio en la distribución territorial calcula que más del 45% de la población peruana vivirá en ciudades de más de 1 millón de habitantes y un 43% habitará en ciudades de menos de 500 mil habitantes.
· En la presión sobre los recursos naturales, la deforestación, fragmentación y degradación de los bosques y ecosistemas se incrementa: según datos del MINAM y SERFOR, del 2001 al 2017, cerca de 2’115.539 ha de bosque han sido deforestadas, y más del 30% sucede por la actividad ganadera y/o agrícola inadecuada.
Concluyo: necesitamos una agenda y una Ley de Ordenamiento Territorial.
1. Exigir territorios que equilibren sostenibilidad y competitividad, y cuya acepción exceda lo netamente físico-geográfico o ecosistémico para englobar una acepción que también incluya lo natural, lo ambiental, pero también lo cultural, social, ético, político y económico de la actuación de los sujetos en estos. Con una finalidad de este tipo, tiene sentido que los territorios sean realmente jurisdicciones des-centralizadas con gobiernos que decidan sobre estos.
2. No renunciar a que el territorio sea garante de equidad social, es decir, territorios “justos” que propicien y habiliten el ejercicio pleno de derechos e igualdad de oportunidades. Todos ocupándolo, disfrutándolo, accediéndolo, por igual frente a la ley.
3. Entender que el territorio es un capital político, que el Estado debe generar la concertación de intereses públicos y privados porque siempre tendrá que lidiar con los efectos del otorgamiento de derechos a unos y otros sobre el territorio.
4. Que los ciudadanos construyan una visión común consensuada de su territorio. Pasemos ya de la fotografía diagnóstica que exigen las zonificaciones y los estudios especializados a la acción, al orden, al derecho. ¿Algún departamento o distrito ha pasado de la zonificación a la ordenación?
5. Acordar que el ordenamiento territorial tenga un tratamiento integral y no sectorial, no sumatorio de actividades y exigencias del Estado, sino una materia que integre elementos bajo una sola mirada, que empodere a los Gobiernos Regionales y Municipalidades. Un rector que resuelva controversias. Y una norma que devuelva la vinculancia a un ordenamiento que ha quedado disminuido a maquillaje sin impacto.
Urge que la clase política renuncie a la postergación de las políticas esenciales del Estado, que active arquitecturas de trabajo multiniveles y multisectoriales. Necesitamos que tengan el carácter y el corazón para liderar las reformas más sustantivas del Estado, para dejar de rezagar lo que hoy hubiera sido vital para reducir los daños de estas tragedias, de estos conflictos, de estas rupturas, que se convierten en desastres porque dejamos que lo sean.
José Luis Gargurevich Valdez. Sociólogo, Máster en Gestión de Políticas Públicas. Promotor de la iniciativa Para Gobernarnos Mejor.