Son invocadas en loop ante cada escándalo presidencial, pero ¿por qué las zapatillas son indiferentes al desastre de este régimen?
Hablemos de malos augurios. Wikipedia tiene una lista de fechas pronosticadas del fin del mundo, contadas al menos desde que a los cristianos se les ocurrió pronosticar un Apocalipsis. En total: en estos dos mil años, la humanidad tendría que haber sido exterminada/salvada/trascendida un total de 178 veces.
Suena a poco.
La lista, como supondrán, es muy gringocéntrica y no incluye a agoreros sudacas, como nuestro recordado Ataucusi, que profetizaba el fin de los tiempos para el año 2000 (año en el que, irónicamente, quien se acabó fue él). Tampoco se mencionan eventos focalizados, como el periodo de nuestra historia conocido como el Aprocalipsis (1985-1990).
Así que, con toda seguridad, la lista es mucho más grande. Es posible que, en este par de milenios, siempre haya habido, en todo momento, en algún lugar del mundo, un grupo de personas convencidas de estar viviendo los últimos días.
A los humanos nos encanta ser malagüeros. Creer que ya llega el final de todo. Que la hecatombe es inminente.
Pero aquí seguimos.
Hoy en día la escatología ha variado. De ser una rama teológica, se ha convertido en un alarido científico. Con la diferencia de que, esta vez, 1.) La ciencia es bastante más fiable que los profetas, y 2.) Las proyecciones científicas, en vez de ser exageradas, esta vez resultaron bastante prudentes. En el actual verano boreal se han roto récords que se habían proyectado para el 2050. El deadline se ha adelantado casi 30 años.
Pero ustedes quieren saber si va a caer Pedro Castillo. Ahorita llegamos a eso.
La palabra escatología es una de mis favoritas. Significa, al mismo tiempo, el estudio del “fin de los tiempos” y, también, todo lo vinculado a la caca. Los humanos nos hemos esforzado por vincular ambos significados en un solo evento: estamos haciendo mierda al planeta.
La evidencia está allí, hace décadas, para cualquiera que se dedique cinco minutos a informarse. Los europeos están viviendo el verano más caluroso del que haya registro mientras que los limeños ya están congelados incluso antes de que llegue agosto, habitualmente el mes más frío del año. Y, sin embargo, recibimos estas noticias con pasividad. Si alguien, como Greta Thunberg, se levanta y reclama, la reacción habitual es hacerle memes y continuar con nuestras vidas (viendo más memes).
Resulta que el apocalipsis no era una fecha. Era un proceso. Literalmente, como el sapo en la olla: la temperatura irá aumentando hasta que reventemos. Sin que hagamos absolutamente nada para saltar fuera.
Hay varias razones para la inacción ante la crisis climática.
Para empezar, es tan paulatina que medio que nos hemos acostumbrado a vivir con ella. Nos genera inconvenientes en la vida diaria, sí, pero no estamos seguros de qué podríamos hacer nosotros como para contribuir en su amortiguamiento o solución. Y esto se debe a que las culpas no están claras: no hay un villano.
Nos dicen que, por ejemplo, la industria de la moda es la segunda más contaminante. ¿Qué hacemos? ¿Le pegamos a Renzo Costa? La industria de la moda es un concepto. No se le puede pegar a un concepto. Quizás por eso es que, hace años, Fredric Jameson dijo que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Todo indica que esta frase se está transformando en profecía.
Y que esa profecía se está cumpliendo.
Ya, pero ¿y Pedro Castillo?
El hombre vive su quincuagésimo fin del mundo, la enésima caída de su régimen, su escándalo bicentenario.
Pero sigue allí.
Todas las profecías del final han fracasado. Todos los profetas ven estrellarse sus augurios contra la indiferente realidad ciudadana.
Ríos de tuits corren tratando de explicar por qué la gente no sale a la calle, por qué no se pone las zapatillas, por qué no le hace La Gran Merino y lo saca a patadas de Palacio. No tiene sentido, se preguntan muchos, y con razón: nunca habíamos visto tanta incompetencia, tanto descaro y, peor aún, el nivel escatológico –en ambos sentidos– de desmantelamiento del aparato estatal.
Hay varias razones para la inacción ante la crisis política.
Para empezar, es tan recurrente que medio que nos hemos acostumbrado a vivir con ella. Nos genera inconvenientes en la vida diaria, sí, pero no estamos seguros de qué podríamos hacer nosotros como para contribuir en su amortiguamiento o solución. Y esto se debe a que las culpas no están claras: hay demasiados villanos.
Muchos apuestan (¿apostamos?) por una salida tentadora: Que-Se-Vayan-Todos®.
Esta salida tiene una gran ventaja: incluye el final no solo de la mafia de Castillo, sino también cortarle la vida a las mafias de sus rivales (los otros villanos).
El problema con esta vía, por supuesto, es que ya se habían ido todos. Ocurrió en dos tiempos, cuando Vizcarra cerró el congreso y luego cuando el congreso lo botó a él. Las zapatillas ya salieron a las calles y ya volvimos a barajar las cartas: el resultado es lo que vivimos hoy.
Así que se comprenderá que esta salida, aunque aprobada por una mayoría, no genere expectativa alguna. Si el Que-Se-Vayan-Todos® no nos funcionó una vez, ¿por qué intentarlo de nuevo?
Entonces, dirán, vayamos a temas de fondo. No salidas: soluciones.
La solución es una reforma política, claro. Pero este es un concepto que requiere un entendimiento relativamente amplio de cómo funcionan nuestros sistemas electoral, partidario y de gobierno.
Y nadie se pone las zapatillas por un concepto.
A estas alturas está claro que la acumulación de escándalos y denuncias hará que, eventualmente, Pedro Castillo termine preso. El problema es cuándo. Él también es un sapo en la olla. Solo que nos ha arrastrado junto a él, con zapatillas y todo.
Quizás él reviente primero, pero eso no nos sirve de nada si –como con el apocalipsis climático– ya pasamos el punto de ebullición. Disculparán el mal augurio.