Están invitados para este jueves, a las 7 pm, en El Virrey. En una mesa junto a Hugo Coya y María Enma Manarelli, estaré presentando mi nuevo libro, Perú Bizarro.
Son varios relatos cortos de la Historia del Perú, desde Miguel Grau hasta Richard Swing. En parte, se trata del lado B de lo que nos contaron en el colegio. Pero también algunos de sus breves capítulos abordan asuntos que son de público conocimiento pero que quizás necesitan, hoy, una nueva mirada. Por ejemplo, el de este capítulo de muestra que les dejo aquí, en exclusiva para ustedes.
Nos vemos el jueves.
Corrupción de mierda
Antes de Odebrecht, antes de la IPC, hubo otro nombre que se convirtió en sinónimo de corrupción y entreguismo: el contrato Dreyfus. Pero, si sus herederas lucraron con cemento y con petróleo, la expoliación del siglo XIX era, al menos, más sincera con su materia prima.
Cuando el coronel José Balta llegó a la presidencia, en 1868, se encontró con un país al borde de la quiebra. No tendría por qué haber sido así: vivíamos en pleno boom del guano. Pero, en vez de aprovecharlo para nuestra sociedad, sus beneficios terminaban directamente en los bolsillos de «los consignatarios» (algo así como el Club de la Construcción, pero de la caca).
Balta le pidió consejo a su antiguo jefe, el expresidente José Rufino Echenique, que en ese momento presidía el Senado. Honrando la vieja tradición de la vara, Echenique recomendó al hijo de quien fuera su ministro de Hacienda: un jovencito llamado Nicolás de Piérola. Como veremos líneas más adelante, Piérola le devolvería con creces el favor a su tío.
Durante la primera mitad de 1869, Piérola se dedicó a convencer al Congreso de cancelar a los consignatarios y, más bien, adoptar un sistema de deuda externa usando el guano. Se haría un concurso internacional para garantizar un socio comercial sólido y reputado. Con este fin se envió a un par de altos comisionados a Europa, para que ellos eligieran entre cuatro postores. Todo era, por supuesto, pura finta. Ya desde diciembre del año anterior, Balta y Piérola habían estado en contacto con la casa parisina Dreyfus Frères et Cie. Uno de los comisionados —quienes, obviamente, terminaron eligiendo a Dreyfus— era un hijo del expresidente Echenique.
Pero eso no es todo. Auguste Dreyfus no era ningún prestigioso banquero ni alguien reputado en el boyante mundo de las finanzas europeas. Nada de eso. Era un francés que se había ganado la vida en Lima comerciando joyas y telas. No ofrecía ninguna garantía, más allá de su habilidad para el networking con los peruanos.
Y aun así, el 5 de julio de 1869, Echenique junior y Dreyfus firmaron, en París, un peculiar contrato que, para todo efecto práctico, le entregaba el monopolio de la explotación del guano a la empresa francesa.
Con el jugoso contrato en la mano, para Dreyfus no fue difícil conseguir el respaldo de organizaciones financieras solventes de verdad, como la casa de comercio internacional Leiden Premsel y el banco Société Générale, que existe hasta hoy.
Pero había un problema: el contrato se había firmado ad referendum, es decir, se tenía que ratificar en el Perú. ¿Dijimos problema? ¡Ninguno! Dreyfus inauguró la repartija de más alto nivel. Vendió parte de sus acciones a peruanos influyentes, como el diplomático Andrés Álvarez Calderón, el escritor y político Luis Benjamín Cisneros, Fernando Casós, Nicanor González, Joaquín Torrico y varios más, incluyendo el propio Echenique junior (sí, el que había firmado el contrato a nombre del Perú).
El descaro era patente, pero Balta, Echenique y Piérola confiaban en la impopularidad del sistema anterior. Los consignatarios del guano eran detestados por la opinión pública: representaban una mafia empresarial que había puesto de rodillas al Estado. No solo pagaban una miseria por el guano que exportaban a precios exorbitantes, sino que se demoraban meses en informar de la venta, con lo cual terminaban reteniendo dinero que tenía que entrar a las arcas públicas. Es más, el Estado llegó a pedirles préstamos que ellos concedían con tasas de usura, a pesar de que se trataba de dinero que habían conseguido gracias al guano. Piérola aprovechó su condición de rostro visible del contrato Dreyfus para construir una carrera política sobre la base del sentimiento anticonsignatarios.
Pero los consignatarios no se iban a rendir. Llevaron el caso a la Corte Suprema, alegando —al parecer, con razón— que ellos podían igualar la oferta de Dreyfus y que, por ley, si existiera una contraoferta equivalente, el Estado debía preferir la de capitales nacionales. El Poder Judicial falló a su favor, pero eso no importó mucho. El Gobierno dejó la decisión en manos del Congreso, donde ganó con sesenta y tres votos contra treinta y tres. Sobre esta votación, el historiador Carlos Contreras Carranza escribe:
El comerciante alemán radicado en Lima Heinrich Witt anotó en su diario su impresión de que Dreyfus logró imponerse porque sus sobornos fueron mayores que los pagados por los consignatarios. Él mismo era, empero, uno de estos, por lo que quizás estaba respirando por la herida, o sabía de lo que hablaba.
Alfonso Quiroz, en su Historia de la corrupción en el Perú, también acusa a los parlamentarios de soborno. Y no olvidemos que Echenique papá era el presidente del Senado que ratificó la victoria del Gobierno.
A todo esto, Dreyfus había vuelto a Lima para supervisar en persona que el contrato prosperase. Escribió esto a un amigo:
La batalla adquirió grandes proporciones. Fue encarnizada, duró casi un año. Toda la prensa de Lima, la del Perú y de América del Sur, parte de la de Inglaterra y de Estados Unidos, intervino en la cuestión, a favor o en contra… Vencidos en el terreno legislativo, los anteriores consignatarios emprendieron en contra mía otra campaña no menos grande, y tal vez más peligrosa. Intentaron desacreditarme financieramente, y para lograrlo se apoyaron en todos los bancos de Lima con los que ese grupo tenía más o menos intereses.
Acorralado, Dreyfus presionó al Gobierno y logró incluso condiciones más ventajosas que excedían la compra del guano y lo terminaron convirtiendo, en la práctica, en el agente financiero del Estado peruano. Hay que reconocer que el tipo era un lobo para los negocios. Cuando toda esta historia termine, se habrá llevado, él solo, en beneficios declarados, un equivalente a casi 400 millones de dólares actuales.
Como parte del nuevo esquema financiero, el Gobierno decidió que había que utilizar el flujo de dinero en ferrocarriles. Y aquí entra en escena un último coimero: Henry Meiggs, un gringo inescrupuloso que tuvo el honor de ser el único receptor real del dinero de los préstamos que Dreyfus conseguía para el Perú (los demás eran préstamos para pagar préstamos).
Meiggs se puso a construir ferrocarriles por todo el Perú «hasta la Luna», como ironizó un periodista de la época. Estaban mal diseñados y jamás serían rentables, pero eso era lo de menos. Este boom ferrocarrilero benefició también a la empresa La Constructora, cuyos gerentes eran los hijos de Echenique y un hermano de Piérola, y que contrataba con el Estado. Negocio redondo. El diario del ya mencionado Heinrich Witt es descarnado en sus descripciones de las juntas de accionistas de La Constructora. Solo les faltaba sacar las chelas para celebrar sus faenones, hermanito²⁵.
Pero ninguno de ellos sospechaba que estaban viviendo los últimos días de Pompeya. En el horizonte estaba el desplome del precio del guano —en parte, producido por la sobreoferta de Dreyfus— y, por supuesto, la guerra con Chile. Pero esta gente nunca pierde. En 1921, un arbitraje de la Corte Internacional de La Haya reconoció una deuda a favor de la Casa Dreyfus por el equivalente actual de 30 millones de dólares. Incluso después de muerto, Dreyfus nos siguió guaneando.
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²⁵La alianza de los Piérola y los Echenique continuaría una década después, en la guerra con Chile. Ya presidente, Piérola le encargó a Echenique junior la defensa de Miraflores, con los resultados que se pueden ver en el capítulo 10 «Más que una inyección».