Una película asegura erróneamente que en el quechua no existe el “adiós”. Tampoco parece existir para Alberto Fujimori.
Apenas tenía dos o tres meses en mi primer trabajo como periodista cuando nuestro jefe inmediato convocó a una reunión en El Cono del Silencio. Así le decíamos a un salita que constantemente era sometida a escaneos (con un aparato salido de los Cazafantasmas) para asegurarnos de que estuviera libre de micrófonos. En esa reunión, nuestro jefe nos advirtió que la cosa se estaba poniendo seria y que, si queríamos seguir en esa chamba, debíamos asumir que existía la posibilidad de tener que pasar a la clandestinidad. Yo tenía 21 años y aún seguía en la universidad.
Todavía gobernaba Fujimori.
La mitad del grupo decidió quedarse y la otra mitad, irse. Ambas decisiones eran igual de válidas y, además, a los que se fueron nos los volveríamos a encontrar en las marchas contra la dictadura, en especial en la de los Cuatro Suyos.
Desde entonces, resulta incontable la cantidad de veces que nos hemos vuelto a encontrar en marchas con los que se fueron, los que se quedaron, con los de mi generación que no eran parte de ese grupito, con los de generaciones posteriores que se fueron sumando, con la gente que fui conociendo a lo largo de los años. Hace unos días, un desubicado retaba al mundo a subir nuestras fotos en alguna marcha contra Fujimori, casi una exigencia de certificado de pedigrí democrático. Como si en 1997 todos hubiésemos tenido iPhones para sacarnos selfies tuiteables desde un Centro de Lima considerablemente más peligroso que el actual.
Pero sí tengo una foto. Es del 2017. Veinte años después de la primera gran marcha universitaria antifujimorista. Yo ya no era un universitario, sino un migrante. Había venido a Lima a pasar la Navidad con la familia y me topé con el indulto que PPK le regaló a los peruanos. Fui a las inmediaciones de la casa de PPK, a las de la clínica Centenario y también al Centro. Allí nos fuimos encontrando, uno por uno, con el equipo original de La Mula. Recordamos que, ocho años antes, uno de nuestros primeros torpedos había sido el ampay a Crousillat en el Costanera 700. El corrupto broadcaster fujimontesinista había sido indultado por Alan García porque, supuestamente, se estaba muriendo. ¿Les suena? Pero allí estaba, muy contento y robusto, empujándose un tremendo chupe de camarones. El indulto se revirtió y volvió a prisión.
Con parte de ese equipo de La Mula también hicimos lo que debe haber sido el primer streaming periodístico de una marcha en el Perú. Era el 2011, para la primera candidatura de la hija de Alberto. La marcha “Fujimori Nunca Más” convocó a unas diez mil personas. Para entonces, la página “No a Keiko” en Facebook era el movimiento digital más grande del país. Fundada en Cajamarca, NAK fue durante años –hasta la llegada de Perú Libre– la agrupación política peruana más grande nacida fuera de Lima. Para entonces, la mitad de sus cientos de miles de seguidores tenían menos de 24 años. Hoy, esos mismos tienen 35. Y la otra mitad son mayores.
Este jueves, el Tribunal Constitucional revivió el indulto del 2017. Una leguleyada evidente para cualquier persona que haya estado viva hace cinco años. Incluso los mismos fujimoristas (o, al menos, los keikistas), reconocieron públicamente que era un indulto espurio y un canje político descarado. La mayor prueba de eso es que, cinco años después, uno de los que sigue vivo para recordar ese indulto es el propio Alberto Fujimori, del que se decía –bajo la pretensión de “argumento humanitario”– que estaba yendo a morir a su casa.
Quizás hoy, que ya tiene 83 años y ha estado preso más tiempo del que ha gobernado, podría haberse discutido la posibilidad de mandarlo a su casa a cumplir lo que le queda de condena. Solo el hecho de contemplar de manera racional y empática esa posibilidad volvería a demostrar la superioridad de la democracia –incluso en su peor momento, como hoy– por encima del autoritarismo que él nos impuso.
Pero no.
Tenía que salir libre fiel a un estilo inmortal: insultando nuestra inteligencia. Así como se reía cachosamente pretendiendo que los diarios chicha eran parte de la “irrestricta libertad de expresión de su régimen”; así como pretendió que no tenía nada que ver con los Colina mientras ordenaba su amnistía y hasta les ponían escaleras para que se escapen por la ventana del Congreso; así como quiso arrogarse la victoria contra Sendero cuando más bien el GEIN tuvo que actuar a sus espaldas para capturar a Abimael… en fin. Así como entonces, hoy su nueva liberación insulta la inteligencia de los peruanos. Nos quiere hacer creer que fue válido un indulto criticado incluso por sus partidarios. Ya pues.
El viernes, al día siguiente de la decisión del TC, me encontré con unos amigos. Algunos de mi edad, otros que eran parte de esta mitad alguna vez juvenil del No a Keiko. Todos estábamos agotados de volvernos a encontrar cada vez que Fujimori tramaba alguna cosa. “Toda mi vida adulta he marchado contra este huevón”, me dijo una. “¿Hasta cuándo?”. Estaba más cansada que indignada. Yo también.
Sí, pues. Toda nuestra vida adulta. Y todo para que el villano, cada vez que parece derrotado, siga volviendo, como las secuelas inagotables de una película de terror en la que los personajes secundarios, nosotros, seguimos apareciendo una y otra vez al fondo de la toma, encontrándonos y desencontrándonos en una y otra y otra marcha, teniendo hijos, migrando, envejeciendo, muriendo, siendo tan distintos en cada entrega de la saga y, como pasa en Hollywood, cada vez con menos ganas de actuar, de seguir interpretando a los mismos personajes año tras año, marcha tras marcha, insulto tras insulto.