La conozco desde hace muchos años. Tantos, que, de poner mi vida en retrospectiva, no podría hallar un momento de mi existencia sin ella. Nuestras vidas viven entrelazadas, en la memoria y en los nuevos recuerdos.
Al principio, cuando llegamos a conocernos de verdad, me negué a amarla. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo aceptarla en mi vida, si cada vez que tocaba mi puerta se quedaba sin avisar, interrumpiendo y destruyéndolo todo? Recibió las características de mis miedos. Se adueñó de mis inseguridades. Desde que llegó, me hizo sentir tan perdida.
Con los años, su presencia comenzó a hacerse más notoria. Primero, fueron mis manos. Se humedecían ni bien se presentaba. Sudaban y sudaban. Y mientras aparecía el hormigueo entre mis dedos, intentaba ocultarlas, que nadie se diera cuenta de lo mojadas que estaban, avergonzada del efecto en mi piel.
Luego fueron mis piernas, el moverlas como si tuviera un resorte en cada planta del pie. Este movimiento incontrolable aún me acompaña. En este momento, enternecen y alivian el tipeo de estas palabras. De lado a lado, casi como si temblaran, mis piernas se mueven cada vez que estoy sentada y ella aparece. La tembladera es de manera inconsciente. Aún así, este movimiento alivia temporalmente la sensación de mi intrusa.
Después llegaron las mariposas. Estas fueron las manifestaciones más difíciles de descifrar. El incontrolable malestar en mi panza, el dolor de estómago, la agobiante sensación de que aparecen agujeros en mi vientre que tienen vida propia, que inhalan y exhalan, y me arrebatan la tranquilidad. Estos “agujeros vivos”, estas mariposas que aparecen como terremotos y sus réplicas.
Este estado de alerta que sólo ella causa, es aquel estado que llamé mi temblor, en referencia a una canción de Gustavo Cerati.
“Yo caminaré entre las piedras
Hasta sentir el temblor
En mis piernas
A veces tengo temor, lo sé
A veces, vergüenza”
Cuando se presenta una mala situación, el temblor se asoma en mi cuerpo. Hay veces, sin embargo, que aparece sin razón. Estos son mis peores temblores. Entonces ella reúne a todos. Llama a las manos mojadas, al movimiento de piernas, y a las mariposas que se retuercen en mi vientre y se extiende como electricidad por todo mi cuerpo. Entonces no puedo quedarme quieta. Ni sentada. Ni dormida. Ni mucho menos lograr concentrarme.
El temblor llega y camino por toda mi casa. “Romina, quédate quieta”, me decían tantas veces. Recorro todas las habitaciones. Una y otra vez. La misma ruta, en círculos, hasta que el temblor pare. Hasta que por fin…se esfuma. “Por favor, detente. Cálmate. Todo está bien, no tienes por qué venir”, le repito en silencio, como si ella escuchara, como si ella no tuviera el control.
Un día decidí rendirme, evitar luchar contra ella y amoldarme a su constante presencia. Aún así, intentaba de todo para que no apareciera. Evitaba peleas y discusiones con otras personas. Dejaba decena de cosas a medias, con la frustración de no terminar lo que comenzaba. No importaban los logros, nada era suficiente para mí. No era lo suficientemente buena. Me acostumbré a hacer varias cosas a la vez: escribir una nota mientras escuchaba música, mientras hablaba por teléfono, mientras veía un video en internet. Combatir el desorden con más desorden. Todo lo cambio ella.
Mi vieja amiga… ahí en los silencios, ahí en mis risas, ahí en mis sueños, ahí donde nadie más nos ve. Me has hecho sentir tan débil, tan incapaz de poder librarme de ti.Te llevaste hasta lo más lindo, destruiste los recuerdos y creaste nuevos traumas. ¿A qué vienes sino tan solo a destruir? ¿Cómo me pides que te escuche? ¿Qué consejo puede darme tu intranquilidad?
Pero un día también, paraste y te sentaste conmigo. No pensé que fueras a entender. Sin embargo, nadie me conocía cómo tú. En la oscuridad, hicimos las paces. “No quiero ya pelear contigo, pero no puedo evitar que sigas viniendo”, te dije. Entonces, sonreíste de mi torpeza, señaste mi sensibilidad. “¿No te das cuenta de que hemos sobrevivido juntas?”, me dijiste y solo pude romper a llorar.
Es cierto que no me puedo librar de ti. Sin embargo, aquí has estado, aquí hemos convivido y aquí hemos avanzado.
-Terminé mi tesis, sabes, a pesar de esa noche que nos dio un ataque.
-Al final sí pude dejar ir esa relación que tanto daño me hacía.
-Sí, es cierto, sí puedo con este nuevo trabajo.
-No, no fue nuestra culpa que nos dejaran ir.
Aprendí a contarle mis logros, porque en ellos también ella estaba. Me hice su amiga para aprender de ella. Para aceptar y lidiar con su preocupación. Para escuchar esas inseguridades que se adueñan de nosotros y que creemos que nos hacen débiles. No es así. No somos esas cosas que nos pesan.
¿Por qué debería tener vergüenza de escribir de ti? ¿De nombrarte? Mi vieja amiga, la ansiedad.