Esto ocurrió hace 20 años. Éramos un grupito de veinteañeros tratando de entender qué nos estaba pasando. Acabábamos de entrar al joven pero ya legendario Canal N. El único canal que se opuso a la unanimidad del fujimontesinismo televisivo de los 90. No lo podíamos creer.
– Esto es un mueble –dijo Diego, señalando una tele.
Estábamos en la casa de alguien. Los televisores todavía eran potones. El aparato señalado, en particular, era grande. Y sí. Bien visto, era un mueble más. Como la mesita que lo sostenía o los sillones de la sala.
– Y ahora nosotros vivimos en el mueble –añadió.
Ninguno de nosotros había trabajado en televisión antes. Casi podríamos decir que ninguno de nosotros había trabajado en absoluto antes. Sí, prácticas por allí y por allá. Sí, algunos habíamos tenido ya algunas aventuras contra los últimos estragos de la dictadura. Pero esto era distinto. Esto iba a ser en serio. Esto era Canal N.
– Somos parte del mobiliario de todas estas casas –dijo, señalando fuera de la ventana.
Éramos los reporteros de algo llamado Entre Líneas, el primer dominical del canal de noticias. Era la oportunidad de hacer algo, de marcar distancia de lo que, hasta hacía unos meses, como estudiantes, habíamos criticado de la tele de los 90. Pero nos iba mal. Sentíamos –y no íbamos descaminados– que el programa no era malo, sino que nosotros no estábamos a la altura del reto. Estábamos tratando de entender lo que podíamos hacer, lo que hacíamos, lo que éramos, cuando Diego soltó la analogía del televisor como un mueble más.
– ¿Entienden? Para toda este gente nosotros vivimos en sus muebles –remató.
Siempre pienso en la analogía del mueble cuando alguien se emociona demasiado con los medios «independientes». Cuando menosprecia la gravedad de lo que está pasando en la televisión porque existen espacios «alternativos». Cuando, ante cada nueva cabeza cortada en la prensa, la reacción es «mejor, que pongan su canal de YouTube» o «apaga la tele» o «ahora la gente se informa en Internet».
Como si fuera tan fácil.
Cuando dicen que no importa que los medios masivos se degraden porque allí están las redes, no se dan cuenta que están normalizando sacar la verdad del mueble y guardarla, literalmente, en el bolsillo.
En la universidad te enseñan que la televisión y la radio son medios push. Es decir, ellos te empujan su contenido. Están allí. Omnipresentes. Enciendes el aparato casi sin pensarlo, un sábado por la tarde y listo, tienes el mitin de Keiko alegando fraude. Sin filtros ni contexto. Te empujaron como quisieron su postverdad.
Lo opuesto son los medios pull. Aquellos que tienes que jalar. Un diario impreso, una revista, cualquier plataforma de Internet. Tienes que tomar la decisión activa y consciente de desplazarte hasta el kiosko y pagar tu platita. O de poner «#LaEncerrona» en algún buscador hasta dar con el último programa.
Incluso si te has suscrito al diario o a la plataforma de Internet, tuviste que tomar esa decisión. Apretar el botón. Llamar a la central de suscripciones. Jalar. Decidir. En cambio, nadie te preguntó NUNCA si querías tener América Televisión en ese mueble de tu cuarto que llamas televisión.
Por eso un medio pull no puede compararse con un medio push. Los push siempre van a ganar. Alguien que consume un medio pull es alguien que previamente se ha informado y ha decidido que leerá El Comercio o verá a Curwen. Esta no es una conducta habitual. Lo normal –para la gente común y corriente que solo cada cinco años recuerda que debe ir a votar– es prender el mueble más cercano y listo. Recibe lo que sea que estén empujando desde allí. Empujar siempre es más fácil que jalar.
Esta es solo una de las razones por las que, en realidad, los medios «independientes» o «alternativos» no deberíamos existir. Insisto: La gente no tendría porqué verse obligada a recurrir a nosotros en busca de una mejora de la calidad de su información o incluso en búsqueda de información que no consiguen en los medios masivos. Los medios masivos deberían ser suficientes.
Es más, los medios masivos están obligados a ser suficientes.
Porque nunca pidieron permiso para entrar a tu casa. No los buscaste. Son lo que hay y ya. Nadie te consultó si querías meterlos en tu casa. Se supone que lo hizo el Estado, en representación tuya. Pero eso es mentira también.
En el 2009, el gobierno aprista tuvo la oportunidad de cambiar el escenario con la llegada de la televisión digital terrestre (TDT). Pero adivinen quiénes se llevaron ese pastel: los brasileños. En pleno boom de Lava Jato, el ministro Enrique Cornejo, acusado de coludirse con constructoras brasileñas, y el presidente Alan García, acusado de lo mismo… eligieron a dedo el sistema brasileño-japonés de TDT.
Así, el aprismo le terminó regalando cuatro frecuencias adicionales a las mismas empresas que administran la televisión de señal abierta desde hace décadas. Cada uno de esos nuevos canales digitales podría haber aportado millones al erario público de haberse realizado una licitación, pero no. En vez de abrir la cancha de la tele abierta, esta se cerró aun más.
En su momento, un puñadito de nerds fracasamos en nuestro intento de alertar a la opinión pública que esto estaba sucediendo. Pero, claro, lo hicimos desde nuestras trincheras pull. Batalla perdida.
Más de una década después, la única ventaja de la llegada de la televisión digital al Perú es que podemos ver al hijo de Federico Salazar en HD.
El cable es distinto. A diferencia de RPP, Willax o América, Canal N no usufructúa una parcela del espectro radioeléctrico. Son reglas distintas. Pero no deja de dar pena, igual, que un canal fundado para usar la verdad como única arma, ahora se esté convirtiendo, simplemente, en un arma más. De la verdad a la postverdad.
Me da pena porque en Canal N empecé a entender, de verdad, cómo era esto de ser reportero. Me da pena porque me permitió vivir en algunos muebles y me hizo entender la gran responsabilidad que eso implicaba. Y me da pena porque hoy es su aniversario. Nacieron el 4 de julio de 1999. Fue una ilusión que duró exactamente 22 años.
Hoy, 4 de julio de 2021, con el inicio de esta nueva etapa del dominical más importante del país, se oficializa el final de esa ilusión, de un periodismo sin banderas pero con principios. Podríamos estar ante el inicio de una nueva era, más descarada en su parcialidad y –como ya lo adelantó con el criptoanalista– en su voluntad de desinformación.
Pero también podría ser otro inicio.
Si la gente de Castillo fuera más estratégica, abandonaría la pretensión de entablar una guerra constituyente a corto plazo y, en cambio, emprendería una batalla más fácil de ganar. Más pequeña, sí, pero igual de importante: la recuperación de esas señales mal utilizadas. En su momento, Toledo prometió hacerlo y no cumplió. El camino legal se delineó entonces. Solo es cuestión de retomarlo. Cada día que pasa hay más motivos, más indignación, más hartazgo en los televidentes. Ya está claro que esos muebles no se van a cambiar solos.