¿Para qué demonios sirve un «debate presidencial»? ¿Quién lo gana? ¿Cómo capitalizas esa ganancia?
Como tantas cosas en la vida, un debate suele servir para confirmar tus propios sesgos.
Una misma persona puede considerar que X ganó el debate pero perfectamente seguir votando por Y. «Es que X jugaba de local» o «Es que X ya está postulando tres veces» son argumentos perfectamente válidos para justificar que sigas votando por Y a pesar de considerar que perdió (o que «no ganó», los matices son importantes).
¿Cómo se gana un debate de una manera tan rotunda que los votos de uno pasan a otro? Diría que es algo casi imposible, más aún en estos tiempos de polarización. La idea, se supone, es convencer a los indecisos… Pero convencerlos, ¿de qué?
En un país en el que 4 de cada 5 peruanos no solo no votaron por los finalistas sino que les tienen miedo, la respuesta es sencilla: es la misma respuesta que suele repetirse cada cinco años. Los quieres convencer de que el otro es peor.
Por eso dan cierta ternura los analistas que se quejan de lo poco programático que fue el debate, que no les permitió exponer bien sus propuestas, que faltó el «cómo»…
[Inserte meme de «Loro repite que «faltó que los candidatos digan el cómo» y se gradúa de comentarista televisivo del debate»]
En circunstancias como las actuales, hasta cierto punto, un debate es un ritual masoquista. O te quieres convencer de que tu villano es un villano o quieres decidir cuál es un villano más malvado.
En ese aspecto, hablando del debate de ayer, uno diría que ambos perdieron la oportunidad de hacer que su contrincante se identifique con las peores pesadillas de sus respectivos públicos. Sí, claro, se lanzaron buenos puyazos, pero que eran repeticiones de la misma canción de las últimas dos semanas. Para convencer a la gente necesitas darle una nueva justificación a sus temores ya existentes.
Lo poco concreto que Castillo puso sobre la mesa revelaba un profundo desconocimiento de los propios mecanismos del Estado y de las fuerzas económicas. Y cuando no planteaba locuras, sacaba la carta de «el pueblo decidirá». Pero Keiko no aprovechó los flancos que abría su rival. Mientras, las propuestas populistas de Fujimori (profundizar el conservadurismo y regalar plata a mansalva) entraban en contradicción con su evidente incomodidad capitalina, manifestada en su repetitivo «he tenido que venir hasta aquí». Pero al Profesor se le pasó darle la bienvenida a «hasta aquí» (y a su bando populista).
Este debate estuvo opacado por su propia simbología: desde su localización anti centralista hasta los muy inteligentes atuendos de los dos, pasando por las barras bravas que pusieron el soundtrack. En cada uno de los múltiples aspectos de esta novedad, ambos salieron bien librados. Castillo por proponer, Fujimori por aceptar y elevar la valla. Allí cada simpatizante disfrutará señalando los goles de su bando (o, en todo caso, se consolará reconociendo los errores del oponente).
Pero más allá de la profusión de símbolos, que distraen de casi todo lo demás, la principal novedad del evento de ayer ha sido algo que pocos han señalado: lo pronto que ha ocurrido. Los debates suelen darse hacia el final, para que sean un último golpe en cada campaña.
Un debate cuando aún faltan cinco semanas para la elección los obliga a mostrar sus cartas por anticipado.
Keiko oficializó ayer su «cambio hacia adelante», su versión más populista, con la profundización de programas sociales como el Foncodes de su padre (al que nombró, para indignación de la plaza, que abucheó), aunque en realidad se parezcan más a los de Humala (al que no nombró). Por allí irá las próximas semanas, dejándole el pánico anticomunista a sus aliados limeños. Queda claro que el pánico del A/B ya está apuntalado y que, para sostenerlo en el tiempo, confía en los poderes fácticos. Ahora tendrá una nueva labor, concentrándose en hacer exactamente lo que hizo ayer: buscar la pelea a Castillo en su cancha, en las regiones. Ahora su contrincante sabe por dónde irá.
Castillo mostró que no necesita muchas más cartas por el momento. Ha devuelto la política a la plaza pública. Ha deslimeñizado la segunda vuelta. Ha concentrado la campaña en él (y no en el líder de su partido ni en sus contradictorios voceros ni en un inexistente equipo). Su candidatura no es de propuestas, es de representación. De «rollo», para usar un limeñismo. Todo esto estaba en juego ayer y pendía de un hilo: hubiese bastado un traspiés en la organización para que su rollo perdiera legitimidad. Pero fue al revés. El debate fluyó. El rollo aún le funciona. El problema de Castillo es que no parece tener algo más que su rollo. Y ahora su contrincante lo sabe.
En realidad, el ganador de este debate será el equipo de campaña que haya sabido leer mejor al rival. El resto del país –el resto indeciso– aún seguirá cantando No sé durante cinco largas semanas.