Con el intento de vacancia desactivado por la propia torpeza de sus complotadores, es momento de recuperar la serenidad.
Y eso implica regresar la mirada al último hombre en pie.
Vizcarra ha caído. No del poder, como querían los congresistas. Pero sí se cayó su imagen impoluta ante gran parte de la opinión pública.
Maticemos. Ninguno de los dos audios protagonizados por Vizcarra tienen un estilo mafioso. Ni las vulgaridades de los petroaudios ni la desfachatez de los vladivideos. Las grabaciones de Karem Roca tienen un cariz distinto, más patético: son las brazadas desesperadas de alguien sin el menor control de lo que hace su entorno, un entorno que se muestra mediocre, en el mejor de los casos y que, en el peor, es Richard Swing.
En las grabaciones, Vizcarra aparece como un tipo angustiado por borrar de su pasado al rochoso cantante, uno de tantos –tantísimos– merodeadores a los que empoderó en los momentos en los que se sintió más solo: la campaña del 2016 y su exilio canadiense. Y también se revela como alguien que no tiene idea de cómo controlar la bronca entre sus dos colaboradoras más cercanas. Dos mujeres parecidas entre sí hasta en las peculiaridades de sus nombres: Karem (no Karen) Roca y Mirian (no Miriam) Morales. Dos mujeres a las que, además, Vizcarra les permitió hacer lo que diera la gana, lo que ambas interpretaron de forma idéntica: arreglárselas para que sus familiares se lleven una platita del Estado.
Ambas se parecen, pero hay una diferencia crucial. Mirian es nada menos que una asesora; en los audios se nota: ella tutea a Vizcarra. Karem es solo una asistenta; en sus grabaciones, ella trata de usted al presidente. Por supuesto, y como manda la tradición, la rival de menor rango es la que ejecuta su venganza.
Desde el estallido del caso Richard Swing, el entorno más íntimo de Palacio de Gobierno se volvió una versión de la vida real de Among Us, el videojuego de moda que te enseña a no confiar en tus amigos. Se revelaron los casos de la familia de Karem, de la familia de Mirian, del asesor Oscar Vásquez, y la vorágine de filtraciones fue de tal nivel que cada caso se veía más intrascendente que el otro, hasta llegar a niveles ridículos:
Cada «destape» era inconsecuente en sí mismo y casi todos pasaban desapercibidos por la opinión pública. Pero no en la sede de la Presidencia. Cada semana eran más y más y su principal revelación, una y otra vez, era la misma: en Palacio nadie podía confiar en nadie.
Hasta que llegaron los inevitables audios.
Y ellos solo corroboraron que toda esta situación era –disculpen si me repito pero la precisión me exige volver a estas mismas palabras– patética, mediocre, ridícula.
Por esas mismas características es que estos audios –a diferencia de tantos escándalos de regímenes anteriores– no han generado náusea ciudadana ni furia principista. En algunos, seguramente sí han provocado decepción respecto de un presidente popular, que se ha construido una fachada de ganador. Para otros, ha sido simplemente la despreciable comprobación de la medianía sin remedio que se ha apoderado de Palacio.
Y por eso es que Vizcarra tenía las de ganar.
Ni la decepción ni el desprecio son sentimientos que te lleven, directamente, a la acción.
Tienes que dejar que esa decepción se transforme en asco, que ese desprecio se vuelva furia. Si querías deshacerte de Vizcarra con esos audios, tenías que haber dejado que el país viva exactamente el mismo proceso que vivió Karem Roca cuando, finalmente, decidió traicionar a «su padre». Pasar del bajón al subidón.
Pero el Congreso estaba apurado.
Si las consideraciones de los congresistas hubiesen sido estrictamente políticas, habrían jugado a largo plazo. Habrían continuado minando la popularidad y credibilidad de Vizcarra en las semanas siguientes; habrían seguido aprovechando cualquiera de los puñales clavados en tantas de las espaldas de Palacio; les habría bastado con mostrar la desnudez del rey. No habrían pretendido descabezar al país en la crisis humanitaria más grave desde la Guerra con Chile.
Para variar, leyeron mal la situación. Forzaron las consecuencias. En vez de seguir enfocando los reflectores sobre Vizcarra, los atrajeron sobre ellos mismos. No dejaron que ni la decepción ni el desprecio se asienten en la opinión pública. Ocasionaron ira y furia, pero contra ellos mismos.
¿Por qué? Porque sus consideraciones no son políticas. No están pensando en las elecciones del 2021. Están protegiendo sus negocios. Ese es su largo plazo. Por eso no les interesaba quedar mal ante la opinión pública de hoy. Los audios son solo una excusa. Siempre fueron muy evidentes en sus planes de vacancia.
(Hace cinco semanas de este programa).
El problema con la angurria del Congreso es que le ha permitido a Vizcarra evadir la responsabilidad de haberse apoyado en un entorno tan miserable durante la peor crisis sanitaria y económica de los últimos 100 años. Buena parte de la opinión pública confunde apoyar la estabilidad con apoyar a Vizcarra y termina pasando por agua tibia su pronunciada militarización, su nula gestión de la pandemia y, en general, su apocado criterio para reclutar colaboradores en un momento tan delicado.
Merino y los otros complotadores no se van a quedar tranquilos. Por todos lados se prometen más audios. No tan comprometedores a nivel político, aunque sí personalmente. Ahora les toca a ellos dar los manotazos de ahogado. Pero el contraataque oficialista ha sido demoledor para el bando congresal. Lo más probable es que esta crisis se desinfle durante la semana.
Si eso ocurre, Vizcarra habrá vuelto a ganar. Pero esta batalla le ha costado lo más preciado que tenía: su imagen –para tantos– inmaculada. Y de eso no hay retorno. Ya todos saben que el rey anda desnudo. A menos que haya un cambio radical en su entorno, el siguiente ataque complotador podría ser el último.