Al momento de escribir esto, va en 13 el número de personas que han muerto durante una intervención policial en una discoteca de Los Olivos. En el local, al parecer, había más de 120 personas.
Así termina en tragedia una de tantas historias tan parecidas en estos días. No hay fin de semana que los noticieros no tengan historias de fiestas clandestinas, discotecas abarrotadas, gente violando el toque de queda. Las cámaras enfocan los distritos más pobres pero basta abrir Instagram para ver que la juerga también continúa en las clases altas, y no solo en casas particulares. Pero, como es obvio, la tragedia solo agrega apremio a las preguntas que saltan una y ora vez:
¿Qué hacían esas personas en esa discoteca en pleno toque de queda? ¿Qué pasaba por la cabeza del dueño del local? ¿Están todos locos?
No nos quedemos solo en la tragedia. Veamos un par de ejemplos más de irracionalidad peruana.
Solo de esta semana:
Cuando se le reclama al gobierno por haber dejado que el país sea devorado por la pandemia, la respuesta automática es LA GENTE TIENE LA CULPA. Se asume que el peruano es ignorante o necio o pendejo o idiota o todo junto a la vez. Es decir, para entender lo que se asume como la irracionalidad de la conducta peruana se recurre a clichés. El Perú es un país ingobernable, se argumenta, porque todo el mundo hace lo que le da la gana. Y al peruano no le da la gana de hacer nada por el bien común, sino que opta siempre por refocilarse en su propio egoísmo mediocre, en su estrechez de miras, en su vacilón de una noche, en conductas que resultan inexplicables desde cualquier punto de vista racional o empático.
De esta idea del Perú –o, mejor dicho, del peruano– surgen la mayoría de sentidos comunes que terminan convertidos en diagnósticos aceptados sobre cualquier asunto. El «electarado» es una variante: tenemos el Congreso que tenemos porque la gente vota mal. Otra, las combis asesinas: el tráfico limeño es una tragedia porque los peruanos en general, y los choferes de combi en particular, son unas bestias al volante. Y, por supuesto, la modalidad pandémica: los peruanos son brutos, por eso todos se van a contagiar.
No, no estoy negando aquí que existan las responsabilidades individuales. No estoy justificando el quiebre de la ley ni las conductas asociales. No defiendo a los que votaron por el dueño de Telesup ni a los choferes de combi ni a los asistentes a las discotecas. Estoy tratando de explicar por qué existen.
El Congreso es como es porque el sistema electoral, el sistema partidario y el sistema de gobierno están diseñados para atraer gente como los congresistas que venimos sufriendo. Son mecanismos interdependientes muy delicados. Elegir a los congresistas al mismo tiempo que la primera vuelta presidencial. Utilizar voto preferencial en vez de lista cerrada. Haber eliminado el Senado o la reelección parlamentaria. Todas esas son decisiones en el diseño de los sistemas que determinan con bastante precisión quiénes tienen incentivos para postular, quiénes tienen más posibilidades de entrar y quiénes tratarán de actuar de qué forma. Cuando vas a votar, no eres libre. Estás atado por un montón de decisiones que alguien más tomó, en ocasiones, hace décadas.
El tráfico es como es porque el Estado abandonó toda pretensión de ofrecer un transporte público. Los choferes compiten entre sí por cada centavo. Por eso corren, se cierran, se agreden. El incentivo es: recoger más pasajeros. Si todos los choferes tuvieran un sueldo fijo, sin importar qué tan lleno esté su vehículo, la cosa sería distinta. El incentivo desaparece. Y ese es solo un pequeño aspecto del problema. Los puentes peatonales son otro. Nadie los usa. Corren debajo de él. Pero por supuesto. Un puente peatonal es una señal ideológica: has decidido entregar tu ciudad al automóvil, no al peatón. Le pones barreras a la forma de desplazamiento menos riesgosa, menos contaminante y más saludable. Sí, está mal cruzar una autopista corriendo cuando tienes un puente peatonal al lado. Pero es mucho peor poner un puente peatonal donde debería haber un semáforo y un cruce de cebra.
Con esto quiero decir que, lo siento, tú no eres tan libre como crees. Nadie lo es. Estamos condicionados por el diseño que otras personas hicieron de todo lo que utilizamos.
Ahora me voy a robar un ejemplo clásico de Dan Ariely, el famoso experto en economía conductual.
Esta es la abismal diferencia de donantes de órganos entre los países europeos. En los países en los que la mayoría dona, lo hacen casi unánimemente. En aquellos donde la mayoría no dona, la cosa también es unánime. La única diferencia está en Países Bajos (27,5%) donde se hizo una campaña masiva, casa por casa, para convencer a la gente de ser donante.
Varios se rascaron la cabeza tratando de entender cuál era la diferencia entre los países. Varios decían, como solemos asumir también los peruanos, que la diferencia era cultural. Algunas sociedades son más desprendidas, otras no. Pero no era el caso. Países culturalmente similares tenían diferencias importantes.
Finamente se descubrió la razón. En los países donde la gente decide NO donar, el formulario te pedía que llenes la casilla si querías donar. La gente no llenaba la casilla. En los países donde la gente decidía SÍ donar, el formulario te pedía que llenes la casilla si querías NO donar. La gente TAMPOCO llenaba la casilla.
Esto no debe ser una sorpresa para nadie que haya tratado de inscribirse en algún servicio online, desde Facebook hasta Tinder. Las opciones desventajosas para el servicio tienen que ser llenadas en el formulario. Si las dejas en blanco, la aplicación gana. Y la aplicación casi siempre gana. El poder del diseño.
A veces el diseño es literal, como en este caso. Otras veces es estructural, como en el del Congreso. Otras, un poco de ambas, como los puentes peatonales. El caso es que, nos guste o no, en nuestras sociedades el Estado funciona como el Gran Diseñador. Sus leyes, disposiciones, normativas, acciones y mensajes están constantemente enmarcando nuestras decisiones. Nuestra libertad no existe en el vacío.
Nótese que no he hablado en ningún momento de castigos, penalidades, multas ni otro tipo de sanciones. Estas son parte de cualquier diseño, pero no son determinantes.
De hecho, a veces, los castigos generan un escenario peor. Por ejemplo: Das una disposición para obligar al uso de protectores faciales en el transporte colectivo, bajo pena de multa de 430 soles. Pero un protector facial puede costar, en el mejor de los casos, 10 soles. Para una familia de 5, ya es un costo poco asumible. ¿Solución? Un pacto social cobradores – pasajeros: te ahorras la multa de 430 y te pones un ratito este escudo que otro pasajero ya usó. Un costo económico inmediato versus una posibilidad de contagio. Eliges protegerte del riesgo inmediato, por supuesto.
Con disposiciones erróneas, el Estado va diseñando situaciones de riesgo. Lo delirante es que en el gobierno lo tienen claro. Hace unas semanas, en Canal N, Pilar Mazzetti dijo:
– Yo no iría a la parte interna de los restaurantes. Si yo no lo voy a hacer, ¿por qué el resto de ciudadanos lo va a hacer?
Excelente pregunta, ministra. ¿Por qué? ¿Por qué se permite que sigan atendiendo los restaurantes que no tienen mesas al aire libre? ¿Por qué no se le dice a la gente que no vaya a esos sitios? La ministra de Salud sabe que la gente no debe entrar a un restaurante. Pero se limita a declararlo en un canal de cable con alcance limitado y ya. Nunca más se repitió ese mensaje. Nunca se normó al respecto. La gente sigue comiendo lomo saltado con covid de yapa.
El gobierno pretende que la gente tenga conductas de pandemia pero se esfuerza en diseñar un entorno pre-pandémico. Su única idea es la encerrona de los domingos. Que es como reactivar el Senado: una buena idea que no sirve de nada si no cambias otras cosas. El problema es sistémico: no se corrige con una medida que, en el papel, está bien.
Prometo bloquear al primer comentarista que diga AHORA LE ESTÁS ECHANDO LA CULPA DE LOS MUERTOS A VIZCARRA. No, por dios, no es eso. Dejen de pensar en culpas, sáquense ese chip católico. Hablemos de responsabilidades. Los asistentes a la discoteca son responsables de sus actos, claro. Pero el origen de esos actos va más allá de ellos. Por cierto, también van más allá –mucho más atrás– de quien sea que actualmente ocupa Palacio. Lo que no significa que el actual gobierno tenga que quedarse pasmado.
De esto nos estamos quejando los que pateleamos por lo que, evidentemente, es una ausencia clamorosa de cualquier tipo de estrategia gubernamental. No hay disposiciones coherentes. No hay incentivos conductuales. No hay mensajes. De ningún tipo. Mandar a tus ministros a los dominicales o aparecer una vez a la semana en televisión no es una campaña comunicacional en ningún lugar del mundo. Sin mensajes ni incentivos ni disposiciones, la gente se queda sin guía, sin estructura, sin tierra firme. La población peruana flota en el éter. Y lo que flota pueda terminar en cualquier lado. Incluso, por supuesto, en una discoteca abarrotada.
El libro de Dan Ariely se llama Predeciblemente irracional y debería ser de cabecera para cualquiera que pretenda gobernar aunque sea una parcela del Perú, un país que, como se volvió a demostrar anoche, es tan predecible, congruente y tristemente irracional.