A continuación, dos imágenes –de esta semana– que representan a cabalidad la situación peruana de estos días. La primera, con toda seguridad, ya la vieron:
Esta imagen podría haber sido remplazada por una de los dueños de Rústica organizando show cómicos cuando aún no está permitido, los que arman fiestas de toque a toque o los congresistas queriendo sesionar en regiones aún bajo cuarentena. Las disposiciones de seguridad sanitaria se toman como si fueran simples recomendaciones.
La segunda imagen de la semana es una publicación real de las redes sociales de la Policía Nacional del Perú. En serio.
Desde que acabó la cuarentena, el Estado peruano se ha convertido en el gatito lloroso que le suplica a la gente, por favor, que no tenga conductas de riesgo. En un país en el que las disposiciones se asumen como solo recomendaciones, las recomendaciones del gobierno se transforman en memes, de los que te olvidas apenas los reenvías. Nuestra policía –diezmada por la pandemia, gracias a la corrupción de sus dirigentes– no tiene ni personal ni recursos ni otra autoridad que no sea la que dan los memes de gatitos.
El meme del gatito perfectamente podría haber sido remplazado por las declaraciones de Walter Martos, el flamante presidente del Consejo de Ministros, que se ha paseado por radios y canales diciéndole a la gente que, bueno, tienen que cuidarse. Y ya.
Quiero dejar algo claro: no estoy pidiendo que salga el Ejército a dispararle a todos los que incumplen las normas y tampoco estoy pidiendo otra cuarentena. Lo primero es confundir autoridad con autoritarismo y lo segundo es ignorar la grave crisis económica que ha golpeado, sobre todo, al 70% informal del país.
Lo que estoy pidiendo es una estrategia. Una idea, al menos. Una señal de que hay algún tipo de dirección en la batalla.
El Perú está claramente en el segundo pico de la pandemia. El primero ocurrió después de dos meses y medio de cuarentena. La gráfica no miente: la curva se doblegó. Dos meses y medio de penurias –literalmente el esfuerzo de todos los peruanos– lo consiguieron.
Pero no hay ninguna señal, ninguna acción, ningún indicador que nos haga tener la esperanza de que el nuevo pico vaya a hacer otra cosa que no sea seguir creciendo.
La salida de la cuarentena se hizo a la loca, a la mala, sin ningún tipo de mensaje a la población más allá de «no lo hagas, por favor». No se apreció, no se valoró el esfuerzo monumental de millones de ciudadanos que consiguieron bajar una curva que parecía imparable. Todo ese sacrificio ha sido en vano. Hemos regresado a como estábamos en mayo. Con una diferencia: la gente puede hacer lo que le dé la gana.
Aquí permítanme un pequeño desvío.
El viernes, mi podcast favorito, The Daily, entrevistó al creador de Twitter, Jack Dorsey. Para nadie es un secreto que Twitter es un lugar donde también todo la gente hace lo que le da la gana. Es un entorno tóxico, violento, estimulado de los peores impulsos humanos. Por algo es la plataforma favorita de Donald Trump. Pero la empresa está luchando contra eso. Ha llegado al extremo de suspender la cuenta oficial de la campaña de Trump que violaba los términos y condiciones de uso de Twitter sobre la desinformación.
¿A qué viene todo esto?
En la entrevista, Dorsey recordaba con nostalgia para qué inventó Twitter. En sus primeros días, el pajarito azul no te preguntaba «¿Qué está pasando?«, que es lo que hace ahora. Entonces, su pregunta era «¿Qué estás haciendo?«. No era una plataforma de información; era una vía para mantener el contacto con tus patas. Twitter se lanzó en 2007, cuando los smartphones aún no eran populares. Era una forma de llevarle movilidad a Internet. Podías tuitear mediante mensajes de texto: por eso el límite eran 140 caracteres. No existían los retuits, los replies, los favoritos. Lo sé porque lo recuerdo. Yo estuve allí. Yo también tengo esa nostalgia por los días inocentes de Twitter.
¿Qué pasó? No solo se dejó que todo el mundo hiciera lo que le da la gana. Esa es las respuesta fácil. «Las ganas» no ocurren en el vacío. Las ganas ocurren dentro de una estructura. En el caso de Twitter: los contadores de retuits, cambiar «favoritos» por «likes», las recomendaciones de a quién seguir que terminan aislándote de la gente que piensa distinto… en fin. Una serie de decisiones tomadas por los arquitectos de la plataforma han incentivado un cultura de enfrentamiento y polarización. Un diseño que –Dorsey lo reconoció en la entrevista– debe ser cambiado para airear el ambiente enrarecido de Twitter.
Durante años, Twitter le ha dicho a la gente que, por favor, deje de portarse mal en la plataforma. Y mientras lanzaba esos llamados, iba transformando su algoritmo para incentivar que pases más tiempo en sus redes. El algoritmo descubrió que la mejor forma de enganchar a la gente era ofreciéndole todo lo que sus programadores humanos pedían públicamente que no se hiciera.
Un ejemplo más cercano es la movilidad urbana: le pides a la gente de a pie que no arriesgue su vida pero no remarcas los cruces de cebra, los relegas a puentes peatonales de difícil acceso, le entregas la ciudad al automóvil. La gente es imprudente, sí, pero no está loca. El diseño de las calles estimula esas conductas.
El gran error de ciertos liberales es asumir que la libertad de la gente existe en el vacío. Que los incentivos conductuales no existen. Que la estructura no determina. Pasa en Twitter, pasa en el tránsito vehicular y pasa en una pandemia. No estoy justificando a los hinchas desaforados ni a los empresarios irresponsables ni a nadie. Pero a la gente no le puedes decir cuídate por favorcito, mientras todas las normas, señales y disposiciones se corresponden a la estructura de la vida pre-pandemia. Los hinchas, las fiestas, los shows… son simplemente el algoritmo corriendo solo.
En Argentina se han prohibido las reuniones familiares y sociales. En algunos lugares de España, se han limitado. En zonas de Ecuador y Colombia se ha implantado ley seca. Hasta Venezuela ha cortado los vuelos nacionales. No estoy diciendo que tengamos que imitar esas medidas. Ni siquiera que, en su contexto, sean correctas para contener la pandemia en esos países; no hay forma de saberlo. Pero al menos esos gobiernos están intentando cambiar su algoritmo.
En cambio, el gobierno peruano, en sus zonas sin cuarentena, parece contentarse con un toque de queda que cada vez menos gente está cumpliendo.
Se necesitan medidas urgentes, no a la loca, sino extraídas del aprendizaje de la cuarentena inicial. Reimplantar la cuarentena los domingos, como se ha sugerido, no parece mala idea. Las familias suelen reunirse (por tanto: contagiarse) los domingos. En cambio, limitar el horario de atención de los mercados o de los bancos, ya lo hemos visto, sería fatal. El Estado mismo necesita fortalecer el teletrabajo y liderar con el ejemplo: hace dos semanas, Essalud hizo un estudio entre trabajadores formales. La positividad en funcionarios del sector público lideraba el ranking con más del doble de contagios que el segundo puesto.
Pedirle a la gente que se cuide no es suficiente. Tienes que dirigirla. Darle una estructura que incentive conductas sensatas, no permitir actividades que estimulan todo lo contrario. Peor aún, cuando tienes un escenario idéntico al de mayo, o peor. El gobierno tiene que escapar del falso dilema de la bolsa o la vida. No puede soltar las riendas de la ciudadanía en el peor momento de la pandemia. No ahora, cuando cada siete minutos se registra la muerte de un peruano por COVID-19. En el tiempo que te ha tomado leer esta columna.