¿Qué habrá quedado de todos nosotros cuando el proyecto «constituyente» del gobierno se desinfle?
El dibujo de Andrés Edery le puso «Acuerdo Nacional» a la mecedora de Castillo pero, ahora que han pasado unos días, bien podría llamarse «momento constituyente«.
También podríamos poner a, digamos, Jorge Montoya y que la mecedora se llame «mociones de vacancia«. O Patricia Chirinos y «traición a la patria«.
O sentar al Perú entero allí y que la mecedora tenga la boca de Magaly y su nombre sea los de sus últimas víctimas.
O quizás podríamos agregarle música a la viñeta. Y a todos los demás bailando al son de lo que ellos quieren: Acuerdo Nacional, Miyashiro, Nueva Constitución, Hablando Huevadas, Mar para Bolivia, da lo mismo. Mientras sea una canción nueva, todos felices, todos bailando porque, la verdad, este ritmo agotador al que estamos sometidos desde noviembre de 2020, estos acordes repetitivos, esta música machacona, nos ha aturdido, nos ha desgastado, nos ha secado.
En ese contexto, es difícil culpar al público ante la tentación de ceder a un drama de la vida real como los que ofrece Magaly. Creo que fue Fernando Vivas el que lanzó la hipótesis de que Magaly es tan omnipresente porque medra de un entorno mediático local que casi no ofrece ficciones. Los peruanos no tenemos referentes comunes ficticios. No hay narrativa. No hay cuentos masivos que nos unan. Solo los de la vida real: la farándula es la única referencia con la que, a ciegas, otro peruano puede reconocer a otro peruano.
Y la política, claro.
¿Pero no estamos cansados todos de la política?
Así que, para cambiar de ritmo, lo mejor es volver a una vieja canción: el pedestal moral al que todos –después de cada ampay– tienen que subirse (no vaya a ser sospechosa la ausencia de condena).
Un ampay efectivamente borra las barreras de la polarización política porque todo el país se entrega al consumo de cada detalle y consecuencia del evento. Aunque, claro –disculparán el aburrimiento–, un ampay chismográfico es literalmente todo lo contrario a lo que debería discutirse en público. La distinción entre lo público y lo privado es antinatural, una abstracción teórica sofisticada, sí. Pero haber sido capaces de concebir, aplicar y respetar esa separación fue precisamente lo que nos puso en la senda de la modernidad contemporánea. La res publica de los romanos –que no solo es el origen de la palabra república, sino que se refiere a la «esfera pública» (el Öffentlichkeit de Habermas)– supuestamente es una precondición para el desarrollo de una democracia.
Una precondición de la que carecemos, obviamente.
Pero la esfera pública de hoy está dominada por gente que no está a la altura. Ni los medios ni los políticos ni la sociedad civil ha encausado el debate hacia algo que le ofrezca una salida a la gente. Barreto sabe que Castillo lo meció. Castillo sabe que su proyecto constituyente abortará. La oposición sabe que no vacará a Castillo. Quizás el único realmente convencido de lo suyo sea Erasmo Wong, rodando épicamente para aplastar el comunismo con su patinete.
Es difícil pedirle a la gente que preste atención a lo que pasa en la esfera pública si la esfera se convirtió en una cinta de Mobius, en un loop, en el día de la Marmota. Todas las batallas del fin del mundo –vacancia, Acuerdo Nacional, 5 de abril, etc.– se resuelven en 24 horas sin ninguna consecuencia.
Muchos de los combatientes están convencidos de la importancia de cada batalla, por más que sospechen que la victoria todavía está lejos. La convicción de los cincuenta fraudistas de la última marcha por la vacancia no es muy distinta de la que muestran hoy los convencidos del «momento constituyente», aunque sepan que un proyecto de ley del Ejecutivo está condenado a terminar sepultado. Lo importante es seguir peleando, dirán.
Pero la mayoría exhausta no quiere seguir peleando. La absoluta mayoría sin representación tendríamos que sentarnos a conversar y ver qué demonios se puede hacer para que la cosa no siga hundiéndose más y más. Pero el sistema electoral y las redes sociales le han dado más poder y más voz a los extremos. Así que, hartos, los demás nos encogemos de hombros y nos dedicamos, justificadamente, a cualquier otra cosa. A la farándula o el fútbol o sus múltiples crossovers o lo que sea. Y así, hasta que algo se rompa. Porque algo tendrá que romperse, en algún momento. Pero eso está fuera de nuestra alcance. Mientras tanto, únanse al baile de los que sobran. Nadie nos quiso ayudar de verdad.