Para todos nosotros que crecimos amando el océano, el derrame de petróleo es una pesadilla con un dolor personal.
He ido a ver el mar toda mi vida. Nací y crecí en Lima. Siempre he vivido en los distritos que pertenecen a ese grupo conocido como Lima Centro. Entre Lince, San Isidro y Jesús María, nunca me he demorado más de treinta minutos en llegar a los acantilados limeños a observar el mar o en bajar a la Costa Verde a ver las piedras de la orilla rodar. La costa limeña es tan rutinaria para muchos limeños como verla pasar cuando tomas un taxi.
He ido a ver el mar toda mi vida, que después de mi alta del COVID, fue lo primero que fui a hacer; la necesidad de escuchar el mar.
Resultaba tan natural para mi tener tan cerca el océano, que hasta más o menos los quince años, no me entraba en la cabeza que alguien no le gustara la playa. O peor aún, que no les fuera común querer ir a ver el mar. Mi acceso tan privilegiado hacia el mar era (y es) parte de mi burbuja limeña.
Hasta que conocí una historia que lo cambió todo. Lamentablemente no recuerdo su nombre, pero sí su expresión. Se trataba de una anciana (no podría tampoco precisar que edad tendría), acompañada de sus dos hijos, que paseaban por el malecón Cisneros en Miraflores. Ella, con su cabello trenzado rozándole sus caderas, caminaba muy despacio, apoyada del brazo de su hija.
Yo tenía diecinueve años, y en una de mis usuales caminatas solitarias por el malecón, me encontré a estos tres personajes que captaron mi atención al escuchar que la mayor de ellos les decía, con su mirada fija en el mar, “no sabía que el mar sonaba tan fuerte”.
El recuerdo de sus ojos lagrimosos me conmueve hasta el día de hoy. Me pregunté ante su sobrecogimiento, qué se sentiría crecer y envejecer, y nunca haber podido ir a conocer el mar. Tener el sueño por cumplir de lograr un día ir a verlo, sentir la arena mojada y la espuma del mar entre los dedos de los pies. Qué sentimiento tan especial habría sido conocer, por fin, el océano.
Hay otra historia maravillosa que se hizo viral en Twitter bajo una serie de tuits que recogía testimonios de personas que habían evidenciado algo por primera vez. Uno de estos testimonios enunciaba algo parecido a: “Cuando María conoció por primera vez el mar, lo primero que dijo fue que no sabía que las olas tenían sonido”.
La capacidad tan alucinante que tenemos los seres humanos de sobrecogernos cuando evidenciamos la belleza de la naturaleza, es una capacidad hermosa e innata que a veces hemos perdido ante la rutina. Nos hemos desensibilizado.
He fotografiado el mar desde que he tenido a mi alcance cualquier dispositivo que pudiera sacarle una fotografía. He intentado cientos de veces replicar el movimiento del mar en una pintura. Pero quizás, mi esfuerzo más entregado, es su constancia en mis escritos, sobre todo en mis poemas. En su famosísimo poema “Escrito a ciegas”, el poeta peruano Martín Adán resume en dos versos una de las cosas más íntimas para mí:
Si quieres saber de mi vida,
Vete a mirar al Mar.
La capa negra
El mar es un asunto tan personal para mí como seguro lo es (por todo tipo de razones) para muchas personas. Personas que desde su profesión le han dedicado su vida a investigar la vida marina, otras que disfrutan el deporte en sus ecosistemas, y muchas otras más como yo, que nos autoproclamamos “personas del mar”, amantes del placer de las olas que vienen y van. Sólo queremos estar cerca.
Y hoy escribo sobre el mar, mi mar y nuestromar, con pena y rabia. Con dolor en el corazón al ver decenas de playas contaminas con petróleo ante el desastre ecológico que ha dejado el derrame de Repsol. Es catastrófico ver los videos e imágenes de las playas de Ventanilla, Santa Rosa, Ancón con sus orillas negras y contaminadas, con sus animales infectados en petróleo. Es una catástrofe intolerable más allá del grave ecocidio que está causando Repsol y su ineficiencia para hacerse cargo. Es intolerable ver algo que has amado toda tu vida dañado en esta gigantesca magnitud.
Pienso también en todas esas personas de Lima, Callao y el norte del Perú que se quedaron sin su derecho al mar, al ocio sano de ir a playa, a la belleza natural. Pienso también en las familias cuyas economías giraban alrededor del mar, y que una capa negra les cortó su vida. En una ciudad con tan pocas zonas de esparcimiento, con esta gran ventaja costera, disfrutar del mar era un enorme consuelo.
La triste realidad es que pasarán años para que el mar contaminado por Repsol se recupere. Este derrame es una matanza a toda una biodiversidad, nuestra, tuya y mía, y es una matanza a todos nosotros que amamos el océano. Este desastre solo agrega un pensamiento que me resulta intolerable: ¿quién sería yo sin poder disfrutar del mar? Esta es ahora una realidad para miles de nosotros.