Un recuerdo sobre la fe perdida y un deseo vacío.
Luz es lo que hay afuera y luz es lo que me escasea adentro. Esa luz a la cual ya no puedo pertenecer. Soy lo prohibido.
La sala se ilumina con los colores que se filtran desde la televisión prendida. Avanza la tarde. Está oscureciendo y aún no han prendido la luz. Mi mamá atiende a la voz de un hombre rezando en latín, voz parsimoniosa que sale de la transmisión del aparato. Es un hombre de edad mayor y canoso, vestido de blanco, con los anteojos a mitad de nariz.
Es octubre del 2020. Llevamos meses viviendo en confinamiento y hace mucho que mi mamá no va a misa. Cuarentena o no, la escucha por internet. Hoy hay una transmisión especial por RPP. En cambio, yo hace más de tres años que no asisto voluntariamente a una, mucho menos a una virtual. Hace años era otra la historia.
Llego a su lado del sillón. Me siento. Me explica: «El papa Francisco está haciendo una misa desde la plaza de San Pedro y la están transmitiendo en vivo». Noto su emoción, como la que tuvo aquel verano del 2018 en el que esperó horas sentada en su banquito plegable para la misa que ofició Francisco en Las Palmas como parte de su gira por Perú. Ese verano que se repetía el sueño católico peruano: un papa venía a visitarnos otra vez. Un sueño que incluso en el 2018 era ya lejano para mí. No es sorpresa que luego de la visita del papa al Perú yo saliera del closet con mi madre. Dejar una vida y asumir otra. Una más libre.
«Una pandemia necesita de fe»
Observo la misa en silencio, algo ya atípico en mi cuando vivo soltando todo tipo de comentarios sobre la Iglesia de la cual un día fue parte. Esta vez, mis comentarios sarcásticos se han agotado. El rostro demacrado de Francisco llena todo el plano de la pantalla. De pronto me abunda una tristeza casi inexplicable. Atiendo a la misa por costumbre, anticipando el orden del rito. Me lo sé de inicio a fin, educada en un colegio católico, catequista cinco años, he coordinado misas y asistido seguro a cientos de estas. Si conoces el sentido de cada elemento de la misa, te prometo que difícil te duermes. Las pausas. Señor, ten piedad. El gloria. Aquí nos paramos. Aquí nos arrodillamos. Ya llega el salmo. La homilía (la parte que solía ser mi favorita) es interesante si aprendes a entender el evangelio. Pero todo me es vacío ya. Todo se ha vuelto teoría, sin emoción, sin efervescencia.
Francisco ocupa la tele y aún recuerdo las tomas como si de un trauma se tratara. Primero, un primerísimo primer plano con su mirada triste tras sus lentes, sus ojos caídos. La comisura de sus labios apenas moviéndose. Luego un plano más abierto: el papa parado frente a la plaza. Frente a la inmensidad, frente a tantas preguntas sin repuestas. Francisco lee el evangelio con un par de monaguillos acompañándolo, y unos pasadizos enormes y solitarios enmarcan su figura. Una misa en una plaza enorme, construida hace siglos para ser ocupada por miles de fieles. Ahora está vacía.
Cambian otra vez de plano: una cámara desde arriba hace un recorrido a la misa. En el Vaticano llueve a cántaros. Todo es dramático, pienso. Todo es siempre dramático en el catolicismo, recalco. Y llueve y por su puesto comienzan los cantos. Tristes. Todo suena triste. La escena es demasiado para este corazón seco de fe.
«En estos tiempos tan difíciles, cree en Dios»
Volteó hacia mi madre, quien no despega sus ojos de la pantalla, absorta en las palabras de su papa. Y pienso, sin poder reprimirlo, que quisiera llorar en este momento, ante la homilía en que quizás millones encuentran un consuelo. Millones que seguro ven esta transmisión desde sus confinamientos y sienten un poco de esperanza. Lo sé porque yo he sido ellos. No necesito preguntar. Pero mis ojos están secos. No hay nudo en la garganta. No hay sanación en estas palabras. ¿No que nada es imposible para ti?
En ese desierto de fe, en el cual vivo hace años, parece que no quedan rastros de esa ilusionada chica que fue catequista, que sirvió en misa, que formó parte de coros y que recorrió cerros en misiones. La religión responsable como decisión. La congruencia cristiana. Por eso, me fui y no volví.
Pero el amor…
¿Qué pensaría el Padre César de estas palabras tan honestas? ¿De este atrevimiento de rechazar la religión por la cual fui fiel creyente? ¿Resaltaría mi honestidad? ¿Me llamaría la atención de mi separación de Dios? Ojalá no esté leyendo esta columna, padre. Me acuerdo de usted y sus lecturas, de sus consejos y la vida misionera. Recuerdo que debería buscarlo…los años se han acumulado, ¿seré otra Romina para usted? Hace años tengo tantas preguntas, siempre incómodas, siempre cuestionables y dialogantes. Siempre las apreció en mi adolescencia. ¿Me entendería ahora que quiero a una mujer siendo mujer? ¿Escucharía mis reclamos a la larga suma de incoherencias que tiene la Iglesia?
En tiempos que uno se vuelva a dios, confieso que ha habido días tan tristes en esta pandemia, que he pensado que sería un alivio tener una fe. “La fe es un desierto”, me dijeron ustedes. Me impresionó tanto esta frase en mis años de catequista. La fe como algo inalcanzable, como el camino, más que la respuesta. Como aquella historia que usted me contó en medio de un cerro en Chuschi, Ayacucho: “uno sigue orando para tener fe, no ora por qué la tenga”.
Yo he seguido caminando, lejos de la Iglesia, lejos y lejos de también todo el dolor que hay ahí. Y aún así, confieso este desierto, esta pena por esta auto-excomunión. Sabe qué, Padre, ojalá que lea esto, entre este desanimo de que la pandemia también saca todo el egoísmo de la humanidad. Sepa que ya no anhelo la fe, pero que aun así me sigo volcando a la esperanza y el amor.
¿Qué legado más católico que ese, padre, este que creer en el amor por sobre todas las cosas?
«Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.»
1 de Corintios, 13-14.