He estado viendo mucha televisión en estos días. De hecho, he empezado mucha televisión en estos días. Me he enganchado con varias series. Curiosamente, todas me ofrecían algo familiar, algo conocido. Una serie del creador de Rick & Morty; otra estilo Battlestar Galactica; la nueva de Superman, por supuesto; y así.
Es decir, todas eran nuevos ropajes para conceptos familiares.
La palabra clave es «familiar».
Disculparán lo inusual de esta columna. Habitualmente en este espacio se lidia con lo fáctico pero, por estos días, no he estado en capacidad de pasar mucho tiempo en la realidad y, menos aún, en capacidad de procesarla o, peor todavía, de exponerla. Que es para lo que me pagan. Pero no puedo hablar de mucho más en la columna de hoy. De nada que no sea televisión.
En estos días decidí que lo mejor para mí era visitar universos paralelos. He estado leyendo, escuchando podcasts de ficción y, sobre todo, como ya les dije, viendo mucha tele. Series de televisión que, como también ya dije, ofrecieran algo familiar. Algo que me sorprendiera, sí, pero partiendo de un terreno conocido. Un lugar seguro. Una referencia a algo más. A algo previo al actual estado de las cosas.
Quienes tenemos el privilegio de contar con una buena conexión a Internet hemos estado haciendo esto –con mayor o menor intensidad– en el último año. No solo intentar nuevas series, sino también, sobre todo, buscar confort en terrenos conocidos. Que levante la mano el que, en estos últimos doce meses de horror, no se haya sumergido en su buenas maratones de Friends o Seinfeld o Modern Family o cualquier otra comedia que ya viste pero que igual tenías que ver de nuevo.
Ya adivinaste mi punto: este año, todos hemos sido Wanda Maximoff.
Si has llegado hasta este punto y te acabas de tropezar con un nombre que no entiendes: mi más profundo reconocimiento. Has perseverado en un texto cuyo título incluía una serie de moda que no has visto pero aún así continuaste leyendo. Para ti –y solo para ti– va una breve contextualización:
WandaVision es la primera serie televisiva derivada de algo denominado Marvel Cinematic Universe, que tú, seguramente, llamas en tu cabeza «las películas de los Avengers». En la serie, descubrimos que Wanda –una de los Avengers– ha sido incapaz de lidiar con la muerte del amor de su vida, un noble androide superheroico llamado Vision. Sobrepasada por el dolor, utiliza sus poderes para tomar cautivo un pueblito de New Jersey y convertirlo en el típico suburbio de sitcom –esas formulaicas comedias gringas de situaciones– en donde ella puede, por fin, tener una familia feliz y divertida, con problemas que se resuelven en 30 minutos y siempre dejan una moraleja.
O sea, en vez de hacer maratones de televisión para escapar de la realidad, Wanda convierte su realidad en una gran maratón de televisión.
WandaVision no es particularmente sutil en sus metáforas. Wanda ha levantado una barrera mística/energética alrededor de la ciudad, impidiendo la entrada del mundo exterior, como los muros psicológicos que solemos levantar para evitar confrontarnos con una realidad dolorosa. Irónicamente, fuera de esa barrera hay gente que quiere entrar para ayudarla. Gente que, como ella, también acaba de vivir pérdidas traumáticas.
También hay un comentario político que no quiero dejar pasar. Wanda nació en un país de Europa Oriental, una ex república soviética. Cuando –de niña– su casa estalla en un bombardeo, solo quedan dos objetos intactos, preservados por sus poderes: una bomba de factura norteamericana, que nunca estalla, y la televisión en la que toda su familia estaba viendo una vieja sitcom gringa.
Ambos objetos permanecen en el mismo plano y sirven, creo, como un comentario perfecto sobre la imagen de los Estados Unidos fuera de sus fronteras. Por un lado, la cara amable, idílica, que ofrece su cultura pop, de una ingenuidad que linda con lo ganso, y por otro lado, la brutal realidad de su violenta interferencia con el resto del mundo.
Esos son los pequeños lujos de la ficción. Que dan sentido al sinsentido del mundo real.
Y es que, como dice el lugar común, la realidad supera a la ficción. Cuando alguien dice eso no se refiere a cuán posibles o imposibles pueden ser los eventos de una película o de un libro. No. Se refiere a que la realidad es, muchas veces, más descabellada, más ilógica, más aleatoria. Y lo es.
En la realidad, los mediocres triunfan. La gente buena se muere antes. Vas a comprar el pan y te atropella una combi. Sin ninguna explicación o sentido. La ficción –incluso la más sofisticada– tiene reglas. Hay causas y hay efectos. Si aparece una pistola en el primer acto, tendrá que ser disparada en el tercero. Todo lo que ocurre debe ser verosímil, es decir, congruente con todos los otros sucesos de la narración. Y así.
Pero la realidad no es así. No es verosímil ni congruente.
En la ficción, hay inicios, medios y finales. En la vida real, en cambio, el único final posible es la muerte.
Por eso todos recurrimos a las ficciones. Nos dan orden en un cosmos regido por la entropía. Nos dan sentido en un mundo lleno de situaciones random. Nos dan el alivio que necesitamos siendo parte de una especie que ha basado su supervivencia evolutiva en entender –en creer– que todo efecto tiene una causa.
Las ficciones son útiles para procesar la realidad. Por eso inventamos las religiones. Nos sería intolerable un universo en el que las tragedias que les ocurren a nuestros seres queridos no tengan algún tipo de recompensa ulterior. También por eso inventamos la política. Nadie quiere un mundo en el que el egoísmo de los humanos sea una tara monstruosa: mejor creer que ese egoísmo motiva a la mano invisible de un dios llamado Mercado y nos termina haciendo bien a todos. O, alternativamente, queremos creer que la Historia tiene «etapas» casi naturales que derivarán inevitablemente en una sociedad igualitaria.
Y también, por supuesto, están las ficciones más honestas. Las que se presentan como tales. Y que nos sirven también para ordenar en nuestra cabeza una serie de acontecimientos que de otra forma serían complejos de abordar.
En WandaVision, eso incluye, como en la imagen de arriba, fenómenos geopolíticos muy puntuales: el uso del soft power cultural para asentar una hegemonía imperialista después de la caída del Muro de Berlín.
Pero, sobre todo, esta serie se ha diseñado para abordar, en particular, una experiencia psicológica universal –y más universal que nunca en estos días–: el duelo.
No es casualidad que Wanda eligiera específicamente sitcoms para irse a vivir allí. Las sitcoms se basan en fórmulas. En iteraciones predecibles. En darte, envuelto cada vez en ropajes distintos, lo mismo que última vez. En ofrecerte algo familiar.
La palabra clave es «familiar».
Lo familiar es lo habitual, lo que das por sentado, lo que no imaginas que pueda cambiar. Por eso la pérdida de lo familiar es un acontecimiento tan bestia. Te quita el sentido.
Wanda está en negación, una de las fases del duelo. Pienso en las otras fases, sobre todo la ira. En un mundo con millones de muertos por una pandemia. Y en un país que ha roto todos sus récords de mortalidad. Y en un pandemia que nos mantiene lejos, que no nos permite recurrir a los rituales –esas otras ficciones– que, durante siglos, hemos inventado para intentar procesar nuestras pérdidas. ¿Cuánta negación, cuánta ira, cuánto de nuestras vidas ha dejado de ser familiar?
Este viernes se lanza el último capítulo de WandaVision. Y sería un error –para una serie que ha sabido graficar tan bien el duelo– que en ese último capítulo Wanda resuelva sus traumas, mágicamente. Porque quizás la mayor lección de su serie es esa: que la televisión se puede dar unos lujos que nosotros no. Que las ficciones nos ayudan pero que la realidad debe afrontarse como lo que es. Y, para afrontarla, el camino por delante es largo. Para todos, sin excepción. Porque, en una situación universal como esta pandemia, ese mismo camino es el que todos tendremos que transitar.
Y esa también es otra lección de la serie. Todos pasamos por lo mismo, todos necesitamos transitar ese camino. No cada uno, de forma aislada. Todos. Y es importante reconocer eso. De hecho, reconocerlo puede ser el inicio de la caminata. Wanda sufre, pero, aunque no lo sepa, hay mucha gente que la quiere ayudar. Gente que también ha vivido pérdidas traumáticas. Como tantos en estos días. Esa debería ser la moraleja, el sentido final, de una serie sobre el duelo. Fuera de su barrera, Wanda no está sola. Nosotros tampoco.