Cuando subirse a la combi no es suficiente para comprender los problemas de transporte público.
A menudo se cuestiona que las autoridades a cargo de la movilidad y la infraestructura no usen los servicios de transporte público que brinda la ciudad, por lo que sus decisiones se encuentran muchas veces sesgadas a favor del auto privado, la forma que se mueve la minoría de forma poco eficiente. A pesar de contar con servicio de transporte público de baja calidad, la mayoría de personas nos movemos en la ciudad en buses, combis y cústers.
Esta semana leí una columna de opinión sobre cómo solucionar el problema del transporte público. Esta reduce el asunto a uno de oferta y demanda en las calles. Y, así, concluye que el Estado, desde el lado de la oferta, debe apoyar a los transportistas para que mejoren su servicio, con limpieza, seguridad y respeto a las señales. Y que, desde el lado de la demanda, el Estado genere campañas para que los pasajeros prefieran a las líneas que dan un servicio cómodo, seguro y en rutas lógicas.
¿Acaso esto no es normalizar la precariedad de nuestro transporte público y reducirlo a un tema de ponerle ganas?
Sí, el problema de nuestro transporte público parte de la forma en la que se presta el servicio tradicional (buses, combis, cústers). Es decir, empresas cascarón en su mayoría donde no son dueñas de las unidades y no existe propiamente una organización profesional detrás de la operación del servicio. Y justamente porque el servicio de transporte tradicional está sujeto a las reglas de la oferta y la demanda por las calles es que existen incentivos perversos que generan accidentes y baja calidad del servicio.
Por ejemplo, el hecho de que unidades de una misma ruta de transporte público estén sometidas al “correteo” y que se peleen por pasajeros en los paraderos no es casual, es porque están compitiendo por llevarse a ese pasajero que representa un ingreso directo para el dueño de la combi, no para la empresa. Esto es bien sabido porque durante la pandemia, cuando el transporte público recibió subsidios al combustible para garantizar la prestación del servicio (recuerden que había limites de aforo y reducción de los viajes), este subsidio fue a la unidad directamente porque no había garantías de que este iba a llegar al efectivo prestador del servicio si se transfería el subsidio a las empresas que, en el papel, son las titulares de las autorizaciones de ruta.
Lo mismo sucede cuando una unidad de transporte público está detenida o “chantada” en un paradero esperando que cambie la luz del semáforo a rojo para seguir esperando pasajeros, sin ninguna noción de frecuencia de servicio, haciendo que los pasajeros demoren su recorrido innecesariamente. En cambio, si la ruta es operada con frecuencias determinadas –lo que solo puede ocurrir fuera de una lógica de competencia en las pistas–, no habría dos unidades a la vez en un mismo paradero ya sea por “correteo” o por “chantarse”.
Es cierto que el chofer de la combi está sujeto a un régimen excesivo de manejo, y que es un grupo ocupacional con bastantes problemas de salud mental y respiratorios. Por lo que suena bastante lógico que cuente con el respaldo de una organización que le brinde un contrato de trabajo, con horas tope de manejo por día y demás beneficios que se brindan en el transporte concesionado. Sin embargo, esto no pasa con darle a las empresas limpieza, seguridad y respeto a las señales, como menciona la columna de opinión, sino que se debe cambiar el modelo operacional del transporte público: de uno regido por la oferta y demanda en las calles a uno regulado donde las empresas compitan al momento de acceder a una concesión de ruta con flota, personal y operación dentro de los parámetros mínimos de calidad. Es decir, pasar de la competencia en el mercado (en la calle) a la competencia para acceder al mercado (a través de licitaciones).
Por otro lado, desde el lado del pasajero, hay que comprender que existe una demanda insatisfecha por servicios de transporte y que justamente en las rutas donde se ha establecido corredores complementarios o se ha reducido las rutas de transporte tradicional, es donde han surgido los colectivos. No olvidemos que la informalidad es respuesta a la falta de oferta formal de transporte.
Entonces, considerar que somos “rehenes de un sistema ineficiente y que ninguna mano dura será más fuerte que la voluntad de supervivencia de los choferes o la necesidad de movilizarse del público” es perennizar la idea de que nada se puede hacer y que debemos movernos en este caos. Una idea dañina, porque este asunto ya ha sido resuelto en muchas ciudades del mundo, haciendo del transporte público un servicio público esencial sujeto a financiamiento estatal, como por ejemplo pasa con el Metro de Lima y Callao.
Estamos más cerca del Chat GPT que «recomienda» pistas exclusivas y sistemas masivos de transporte antes que proponer soluciones maquillaje devenidas del marketing.