«Estos son mis principios. Y si no les gustan, tengo otros», dicen que dijo Groucho Marx.
Pero no lo dijo. O, en todo caso, la frase existía mucho antes de que lanzara su carrera.
Esto es fácil de afirmar porque existe una web que se tomó el tiempo de indagar por el origen la frase y porque esa web cita sus fuentes, que, a su vez, son rastreables y, así, se gana mi credibilidad. En cinco minutos de googleada, resulta sencillo observar que no se trata de una afirmación al aire y, por tanto, puedo alegar su veracidad.
Ojalá fuera así de fácil con el actual estallido social.
Para reportar a cabalidad lo que está pasando, los periodistas tenemos una miríada de escollos.
Para empezar, las múltiples crisis se sobreponen unas a otras. Cuando no habíamos terminado de reaccionar a la brutal represión en Macusani, ocurrió la toma de Lima, con su casona incendiada. Y, a las 24 horas, la policía entraba por la fuerza a la universidad más antigua de América. Y cuando la noticia del fin de semana parecía ser el rechazo del Congreso al adelanto de elecciones, ayer muere el primer manifestante en Lima. En medio de todo, Puerto Maldonado colapsa, el Barrio Chino en Ica estalla y decenas de manifestaciones pacíficas en todo el país pasan completamente ignoradas.
La cosa se complica más porque cada bando inunda las redes con fake news. Y estas se retroalimentan. El ejemplo más delirante es el de las fabulosas balas dum dum:
Primero, la izquierda afirmó que habían sido utilizadas, dando a entender que policías y militares usaban municiones prohibidas legalmente. Algo que no parecía tener evidencia suficiente. Y luego, esas mismas balas inexistentes fueron parte del discurso de la propia presidenta Boluarte afirmando que, como esas balas no eran usadas por las fuerzas del orden, evidentemente tenían que haber sido disparadas por manifestantes. Algo que las propias pericias balísticas desmintieron.
La alineación de los bandos en conflicto tampoco ayuda. Veámoslos así:
Por un lado, es evidente que el Estado no solo tiene el derecho, sino la obligación de reprimir los actos vandálicos. Especialmente cuando se trata de intereses estratégicos, como un aeropuerto, por ejemplo. Hay, por tanto, represión estatal legal y legítima. Pero también tenemos medio centenar de civiles asesinados, y contamos con videos, testimonios y pericias que nos permiten afirmar con un alto grado de convicción que sus muertes fueron producto no del calor de un enfrentamiento sino de la premeditación, la alevosía y la ventaja de las fuerzas del orden.
Por otro lado, también es evidente que detrás de muchas movilizaciones, sobre todo las de diciembre, se encontraba una serie de grupos de interés al borde de la legalidad: mineros informales, cocaleros del VRAEM, dirigentes radicales beneficiados por el castillismo y hasta excarcelados que pertenecieron a Sendero Luminoso. Y que el desgobierno ha favorecido el vandalismo, el cobro de cupos, la coacción para sumarse a los paros y la violencia en general. Pero también tenemos que hoy, a punto de iniciar febrero, el 59% se siente identificado con las protestas porque han entendido que sus principales banderas son el rechazo a los asesinatos, la renuncia de Boluarte y el adelanto electoral para este año. Resultaría aventurado afirmar que 3 de cada 5 peruanos sean terroristas, vándalos o ignorantes azuzados.
Así, tenemos represión legal y legítima, junto a la autoritaria e ilegal.
Y tenemos protesta bárbara e indolente, junto a la cívica y empática
Todo esto es el estado de la cuestión.
Este es el contexto.
Si los periodistas tuviéremos todo el tiempo del mundo –y nuestra audiencia toda la paciencia–, tendríamos que leer una versión de los ocho párrafos anteriores antes de pasar a contarles cada una de las noticias de estos días.
Pero como no podemos hacer eso, como no podemos recordarles el complejo contexto, mucho de lo que decimos los periodistas parece posicionamiento hacia un lado u otro (u otro u otro). También es difícil recordárnoslos a nosotros mismos, con lo cual, a veces terminamos cayendo en inexactitudes.
Aquí, por ejemplo, en vez de decir que los dominicales habían preferido ignorar al dueño de la casona, dije que «ya se habían olvidado» del tema en general. Lo que técnicamente era cierto (desde ese mismo lunes, la absoluta mayoría le echó tierrita y nunca más regresaron al asunto), pero los dominicales sí habían abordado el tema, por más que hayan preferido ignorar al principal afectado y testigo presencial. Claro, es solo un tuit. Lo importante es que dentro, en el programa, no hubo una afirmación parecida y, más bien, nos dedicamos a exponer una versión de parte que había sido minimizada u ocultada por los medios masivos.
¿Y por qué dedicamos un bloque a una versión de parte? Porque ya habíamos difundido tanto la versión inicial del afectado como la respuesta oficial (que una bomba lacrimógena no incendia y que había un video de manifestantes iniciando el fuego). Y aquí hay que entender algo: la versión oficial es la que queda. La que se determina como «verdad». La obligación periodística es, precisamente, abordar esa versión oficial para esclarecer si cuenta con elementos de veracidad suficientes. El problema es que muy pocos medios (ninguno mainstream) lo hizo. Y, por eso, le dedicamos dos bloques al asunto (Jonathan Castro explicó muy bien las razones editoriales aquí).
Muchos creyeron que estábamos dando por cierta la versión de la persona o que debimos contrastarla con especialistas. Ni uno ni lo otro. Un especialista requeriría un peritaje in situ, lo que solo pueden hacer las autoridades. Y, por otro lado, se presentó una versión como lo que era: una versión. Pero una versión coherente (repitió lo mismo apenas ocurrieron los incidentes y luego, días después), verosímil (las lacrimógenas sí pueden ser incendiarias) y valiosa (fue testigo presencial y es el principal afectado).
Además, su versión tenía una cualidad extra, periodísticamente valiosa: era exclusiva.
Lo que nos lleva a hablar de otros medios.
Hasta aquí me he referido a la labor periodística en un supuesto de buena fe. Es decir, prensa que intenta hacer su trabajo y ya.
Lo que no siempre es el caso.
Hay muchos colegas que están en la calle, que tratan de hacer su trabajo y que son agredidos tanto por policías como por manifestantes. Es muy fácil criticar lo que hacen o dicen en el calor del momento, pero están allí y muchas veces su registro es la única vía de corroborar uno de los múltiples excesos de estos días. Meter a todos en el mismo paquete de mala fe es, a su vez, otra muestra de mala fe.
A quienes sí –vistas las evidencias– podemos meter en el mismo paquete sin dudarlo son a sus jefes. A los dueños. Que son pocos y reconocibles. En la punta de la pirámide hay menos gente.
Por eso, siempre hay que tratar de separar periodistas de sus medios. Esa es la razón por la cual, por ejemplo, en La Encerrona siempre mencionamos el nombre del reportero o reportera cuyo trabajo rebotamos. No solo citamos al medio (medio con el que muchas veces ese periodista puede haber peleado precisamente para publicar lo que estamos leyendo).
Y hay medios cuyos jefes sí creen que hay que tomar partido. Por ejemplo, miren este mensaje enviado por Gilberto Hume, director periodístico de Canal N y América Televisión:
Algunos dirían que esto es grouchomarxismo. Es decir, tirar por la borda cualquier principio periodístico de cuestionar al poder. Eso estuvo bien mientras Castillo era presidente. Allí sí las marchas no eran «insurreccionales«, sino patrióticas. Ahora que no nos gustan los que están marchando, tenemos otros principios. Se pretende que los periodistas debemos «tener claro de qué lado estamos» porque «solo la policía y las FFAA pueden defender nuestras vidas y nuestro centro de trabajo«.
Está claro que no todos en Canal N y América están de acuerdo, sino no nos habrían reenviado ese mensaje.
Por otro lado, Mirko Lauer denunció hace poco que algo así le estaba pasando en La República. Según se entiende de su columna, «un patrón» le espetó ¿de qué lado estás? Asumiendo que Lauer está en contra de la posición editorial de su medio. Y aquí hay que decir que todos los días Lauer parece despertar pensando qué diría Alan García hoy y luego va y lo escribe. Pero ese es su derecho. Lo que no tiene derecho es a mentir, como cuando escribió que los manifestantes de San Marcos habían entrado allí con una «actitud violenta y depredadora«. Esa es otra cosa. Quizás allí los amigos fact checkers de El Verificador del diario podrían ejercer su labor.
En resumen, ver el actual estallido social como una competencia de bandos no le hace bien al periodismo: un análisis simplista y básico de la realidad deriva en que tu reporteo partirá de unas premisas ireales. Pero tampoco nos hace bien como oficio en general: cualquier afirmación será sometida a un escrutinio de mala fe, se le pondrán subtítulos y solo servirá para reforzar los prejuicios ya existentes en la audiencia.
Lo malo es que la sensación polarizante es generalizada y pocos resisten la tentación de encasillarte dentro de un bando. Los periodistas no podemos darnos el lujo de ignorar que este es el estado actual de las cosas y, por eso, de vez en cuando, debemos explicarle a nuestro público por qué hacemos lo que hacemos. Cuáles son las lógicas de nuestro trabajo. Qué hay detrás de los errores, aparentes o no. Qué hay detrás de las primicias, incómodas o no. Con crisis o sin ella, no podemos darnos el lujo de tener banderas, solo principios.