Las narrativas moldean la realidad. Pero ¿qué pasa cuándo las fake news y los malabares retóricos crean realidades alternativas?
Qué pequeño, estrecho y embrutecedor resulta hablar siempre de política peruana. Pero usémosla para discutir narrativas. Ficciones. Sueños.
Y del señor de los sueños: Lord Morfeo, the Sandman.
El primer número de Sandman, lanzado por DC Comics a fines de 1988, apareció en un contexto muy particular: la Era Thatcher.
Fueron once años que moldearon nuestra cultura global. Buena parte de la cultura mediática que nos permea hoy se produjo como una respuesta radical a sus políticas conservadoras. Desde las máscaras de Anonymous (sacadas del V de Vendetta de Alan Moore) hasta la descarnada visión de la política de House of Cards (la original, inglesa, estrenada en 1990), sin olvidar básicamente todo el post-punk de ese lado del Atlántico. Todas las mentes brillantes británicas más importantes parecían enfocadas en parodiar, criticar o enfrentar el thatcherismo de una forma u otra.
Salvo uno.
A Neil Gaiman le decían que su obra era «muy poco política», en comparación con lo que estaban haciendo sus combativos colegas en las ahora legendarias 2000 AD o Warrior (semilleros de las mentes detrás de las hoy reverenciadas The Boys o Kingsman, entre varios otros). Sin mencionarle, por supuesto, los verdaderos manifiestos políticos que su maestro, Alan Moore, había logrado contrabandear en la supermainstream DC Comics con Watchmen o la ya mencionada V de Vendetta.
En contraste con ellos, Gaiman estaba contando una historia aparentemente inofensiva sobre mundos oníricos, artistas atormentados y entidades mitológicas.
Escapismo puro.
¿O no?
Gaiman pobló las historias de Sandman de referentes culturales no anglosajones (una de sus historias más memorables, una celebración de Bagdad y la cultura árabe, se lanzó en plena Guerra del Golfo de Bush padre); de personajes gays, trans, lesbianas, no binarios, que eran malos, buenos, protagónicos, secundarios, daba lo mismo (en plena vigencia de la Section 28 thatcheriana, que prohibía la «promoción de la homosexualidad»), e incluso uno de sus villanos podría ser hoy un cliché de Ni Una Menos: un escritor que se describe como feminista mientras tiene secuestrada a una musa a la que viola y le roba ideas para hacerse famoso.
Por todo esto es que hoy, cuando el propio Gaiman ha adaptado su serie a Netflix casi al pie de la letra, ahora lo acusan de ser «muy político».
Pero simplemente Gaiman se había adelantado algunas décadas en identificar algunas tendencias culturales o sociales y había convertido sus observaciones en arte. Así, lo que en su momento era una simple rebelión, hoy es catalogado como lo que los peruanos conocemos como «caviar«.
En varias entrevistas, el propio Gaiman se ha mostrado muy divertido en lo fácil que ha resultado adaptar su trama ochentera/noventera al mundo contemporáneo. Resulta que sus temas son, hoy, incluso más relevantes.
Aquí es cuando, lo siento, abandonamos el Mundo de los Sueños y pasamos a Chota, el jaloneo, los pasadores y otros asuntos pedestres.
Aquí es cuando pasamos a la competencia de narrativas.
Uno de los temas recurrentes en Sandman es el impacto de las historias en la realidad. El propio Morfeo, en varias ocasiones, se refiere a sí mismo como Amo de las Historias. En el panel de arriba, los reyes de las hadas se refieren a nuestro protagonista, el señor de los Sueños, como «shaper» o «moldeador». Los sueños (y sus derivados, las ficciones) moldean el mundo real.
Cuando, los invitados se quejan de que la obra teatral que están viendo no se corresponde con lo que de verdad ocurrió, Sandman responde que «las cosas no necesitan haber ocurrido para ser verdad. Cuentos y sueños son las verdades-sombra que perdurarán cuando los hechos se olviden y sean polvo y ceniza».
Aquí, en principio, se está refiriendo a las distintas artes narrativas y su búsqueda permanente de «verdad». Ya saben. Un actor o actriz siempre habla de interpretar «la verdad», ya sea del personaje o de sí mismo. Vargas Llosa compiló sus ensayos literarios bajo el título La verdad de las mentiras.
Pero en otros momentos del cómic se deja entrever que esa verdad moldeada por las historias no solo es generada por el arte, sino por todas las otras ficciones que nos contamos.
Este es un tema de absoluta actualidad. Pregúntenle al autor de moda, Yuval Noah Harari, que no deja de machacarnos con que básicamente todas las convenciones sociales, desde los derechos humanos hasta el capitalismo, son tan ficción como cualquier religión. Además, por supuesto, todos hemos visto las nefastas consecuencias de las realidades alternativas de esta Era de la Postverdad.
Parte del desconcierto de estos tiempos es la competencia de narrativas. Es decir, ¿exactamente qué está pasando? ¿Quiénes son los buenos y quiénes, los malos?¿La Fiscal es el último bastión de la democracia? ¿Castillo tiene lumbalgia o chaleco antibalas? ¿Cerrón es víctima del «lawfare»? ¿Nos gobierna la Chota Nostra? ¿Decir esto es racismo? ¿A quién le patina? ¿A Aníbal, a Malcricarmen, a los dos?
Esto, por mencionar solo las preguntas de esta semana. Podemos retroceder a hace poco más de un año, cuando las estrellas del canal de Erasmo Wong aseguraban que con Castillo en el poder iban a volver los coches bomba. O a hace poco menos de un año, cuando la izquierda progresista hablaba de «talleres de género» y otros malabares retóricos para justificar su alianza con el cerronismo homofóbico y misógino.
Hay hilos de Twitter en los que son perfectamente intercambiables «la embajada cubana» por «Intercorp«. En ambas teorías de la conspiración se presenta al enemigo como evidentemente más eficiente y estratégico de lo que la realidad muestra. Pero son cuentos bonitos. Verdades atractivas que, en algunos círculos, se convierten en realidad, a pesar de los hechos comprobables.
El problema es que, en estos tiempos –a diferencia de los 80 y 90–, básicamente todos pueden crear una narrativa a la medida. Mejor dicho: todos pueden difundir narrativas a la medida. Poco a poco empieza a dejar de ser cierto eso de que la Historia es escrita por los ganadores. Los perdedores y todos los demás también imponen sus relatos.
Y eso está bien, por un lado. Pero, por otro, hay demasiada competencia. No hay un Gran Relato. Una sola fogata alrededor de la cual sentarnos a escuchar. Ahora hay demasiadas fogatas y no sabemos cuál tiene «la verdad».
La última vez que los peruanos tuvimos un Gran Relato en común (sin contar el fútbol) fueron las Marchas Contra Merino. Pero allí acabó la cosa. Y, estúpidamente, el Congreso cubrió de impunidad a aquellos que la reprimieron. Y luego esas mismas fuerzas se preguntan por qué la gente no marcha contra Castillo. Atentaron contra el Último Gran Relato y se preguntan por qué no se repite.
Después de ese último estertor que fue noviembre de 2020 (herencias de ese mismo relato que venía del cierre del Congreso y antes, el Referéndum SI-SI-SI-NO), los peruanos hemos entrado en una vorágine de desconcierto. No es que, como en la época de fujis vs antifujis, haya polarización. No. Hay fragmentación. Hay demasiadas narrativas compitiendo por moldear la realidad. Lo que queda, así, es una realidad manoseada. Todos los Relatos se desmienten unos a otros y, al final, ninguno logra asomar la cabeza y asentarse como La Verdad.
Y si no hay Verdad, como saben los actores, los escritores y el mismo Lord Morfeo, no hay Acción. Así que, lo que queda, es acomodarnos en nuestras butacas y tratar de disfrutar el espectáculo. Quizás sea más llevadero si pensamos que es una ficción.