En medio de una indiferencia generalizada, esta semana se terminó de sepultar la última reforma significativa de los últimos 20 años y, quizás, a toda esa era.
Nuestro historiador más importante –y, por tanto, el dueño de la narrativa oficial sobre nuestro país– fue y es Jorge Basadre. Como tantos, él recurrió al mecanismo, bastante útil, de agrupar periodos de nuestra historia republicana bajo ciertas etiquetas.
La «Prosperidad Falaz» para llamar a la era del guano (1845-1866), por ejemplo. Prefería categorías que dijeran algo más que lo oficial. A la «Reconstrucción Nacional» post Guerra con Chile les puso, sin más rollo, «Segundo Militarismo», como para destacar –en vez del optimismo «reconstructor»– que habíamos vuelto a más de lo mismo.
Al período 1895-1919, que fuera –hasta este siglo– nuestro periodo más largo de sucesión democrática ininterrumpida, le puso una chapa precisa: la República Aristocrática.
Irónicamente, ese periodo fue inaugurado por un militar populachero: Nicolás de Piérola. Un tipo por el que Basadre –hay que ser francos– tenía una debilidad particular. Pero nos estamos adelantando.
El caso es que la elección de Piérola de 1895 fue el inicio de un periodo de estabilidad absolutamente inédito hasta entonces en el Perú. A lo largo de dos décadas, a través de una serie de alianzas, con unos y con otros, el civilismo se mantuvo en el poder mediante transferencias de poder legítimas y pacíficas. Así llegaron a la presidencia verdaderos aristócratas –gente no solo de dinero, sino de «alcurnia»– como Eduardo López de Romaña (hacendado educado en Inglaterra), Manuel Cándamo (hijo del hombre más rico del Perú en ese momento) o José Pardo y Barreda.
Con José Pardo habría que detenernos un momento. De los cientos de «hijos de» que ha tenido y tiene nuestra política, este es uno de los más «hijo de». Pardo fue hijo del fundador del partido que lo llevó dos veces al poder: el Partido Civil. Su papi, Manuel Pardo y Lavalle, era banquero, dueño de la hacienda Tumán y podríamos decir que básicamente había fundado el Partido Civil –ya en el siglo anterior– para defender sus privilegios como consignatario del guano. Por entonces –los años 1870– su némesis era Piérola. Irónicamente, un cuarto de siglo después, una alianza de Piérola con el Partido Civil habría de iniciar el dominio de este partido en nuestra política. Aunque, claro, para entonces Pardo papá ya estaba muerto.
(Si todo esto les da vibes de Alan García del siglo XXI aliándose al fujimorismo que lo había querido literalmente matar en los 90 y que ahora lo recuerda como un santo… no están solos).
((Los vibes no acaban allí: el primer período presidencial de Piérola fue una catástrofe apocalíptica y su carrera, desde el saque, estuvo marcada por una corrupción descarada… pero igual, muy pocos años después, los peruanos lo volvieron a elegir para un segundo gobierno.))
(((Y justo ese segundo gobierno, inicio de la República Aristocrática y para nada desastroso, es el que hace que Basadre le tenga más cariño del que debería. Como les pasa a muchos hoy con Alan. Ahora sí, chau paréntesis)))
La República Aristocrática acabó cuando llegó alguien salido de sus propias filas: Leguía. Su primer gobierno (1908-1912) fue parte de la RA –él había sido civilista– pero cuando fue electo por segunda vez (1919) ya era un monstruo distinto y con él se inicio el Oncenio y la muerte del Partido Civil.
¿Estás diciendo que los caviares son aristócratas?
No, por dios. Esperen un ratito.
Toda esta disquisición sirve para mostrar varias cosas. Para empezar, que las categorías unificadoras pueden ser discutibles pero son útiles. Nos ayudan a ordenar y dar sentido al caos.
En el caso de las primeras dos décadas del siglo XXI en el Perú, honestamente, no se me ocurre una palabra que haya sido más repetida que «caviar«. Casi siempre, además, asociada al poder. Por algo será.
Tratemos de definir la palabreja primero. A mí me gusta cómo Augusto Álvarez Rodrich separó las columnas de opinión cuando lanzó Perú21 en el año 2001 (no por casualidad a inicios de lo que llamaremos la República Caviar). En la sección política, le dio espacios a figuras más bien progresistas o liberales. La sección economía, en cambio, estaba tomada por firmas de derecha.
Esa me parece una buena definición de una corriente más o menos establecida en distintos estancos de líderes de opinión y también en lo que se suele llamar policy-makers (que se refieren más a funcionarios que a políticos): a nivel económico, promercado; a nivel social, proderechos.
Es una definición que puede tener matices, variantes y multiversos. Pero como herramienta para separar paja del trigo, sirve.
Y sirve para darle cierta coherencia a los primeros veinte años del siglo. Toledo puede haber sido tan distinto de Alan como PPK lo fue de Ollanta, pero, al final, hay cierta continuidad que se puede ver en un indesmayable consenso promercado y, más débil, claramente, (y yo diría que peleado por funcionarios dentro y apalancado desde fuera por ciertos medios y cierto activismo) un consenso proderechos.
Por supuesto que Alan se sale de la norma (su ruptura con el caviarismo –con el que coqueteó vía Jorge del Castillo– está perfectamente simbolizada por Rospigliosi, entonces tótem caviar, presentando los Petroaudios en Cuarto Poder). Es un poco como Billinghurst, que se salió de la norma de la RA. Pero allí está. No olvidemos que con Alan se inaugura el Lugar de la Memoria, se crearon los caviarísimos ministerios de Ambiente y de Cultura y, finalmente, se inició el juicio a Fujimori. A veces, las tendencias históricas son más fuertes que la voluntad de sus actores.
La República Aristocrática tuvo presidentes aristócratas. La República Caviar, no. En realidad, lo que tuvo es un Estado Caviar. Una serie de funcionarios decididos a fortalecer instituciones que sean suficientemente autónomas para no repetir el sometimiento que se había vivido durante el fujimorato. Nada como un buen trauma para crear algo.
El consenso promercado era fácil mantenerlo. Tiene buenos candados en la Constitución. El consenso proderechos, no tanto. Sus representantes legislativos siempre han sido pocos. Su popularidad en la gente ha sido nula. Sus banderas muchas veces terminaron identificadas con una clase media limeña que solo en los últimos años ha empezado a darse cuenta que existía un problema de representación para todo aquel que no viviese en Miraflores, Barranco, San Isidro, La Molina y ciertas partes de Surco y Chorrillos.
No me interpreten mal. Por supuesto que la ecología, los derechos sexuales, la lucha anticorrupción, el respeto a los pueblos originarios o la calidad educativa –por mencionar algunas banderas «caviares»– benefician a la amplia mayoría de peruanos. Pero ese afán por tratar de que el Perú sea un poquito más siglo XXI, un poquito más OECD, necesariamente tuvo que concentrarse más en los mecanismos normativos que en su integración popular. A diferencia de la RA, la República Caviar no tenía un partido. Era más bien una red. Se adaptaba al cambio, reaccionaba ante la amenaza fujimorista (que la parió) y se concentraba en lo que podía hacer: pelear desde dentro. La pedagogía tenía que venir desde la política. Y nunca llegó.
No hay que olvidar, tampoco, que la República Caviar coincidió también con la Prosperidad Falaz de los minerales o con la Era Odebrecht (a la que otra de sus tótems, Susana Villarán, terminó sometiéndose). Allí también habría que buscar explicaciones al final de esta era.
Porque todo eso se acabó ya. La presidencia de Castillo intentó coquetear con ese establishment al poner a Mirtha Vásquez pero no duró mucho. Esta semana, con la muerte de la Sunedu y la canonización de Con Mis Hijos No Te Metas en la currícula, se oficializó lo que había quedado clarísimo el 29 de julio de 2021 –cuando Pedro Castillo se sacó de la manga a Guido Bellido como primer ministro–: que había empezado una nueva etapa de Nuestra Historia.