La gran victoria de los 90 en el Perú fue hacerle creer a todo el mundo que tenía derecho a que la combi lo deje en la puerta de su casa.
La primera vez que fui a votar para las elecciones peruanas aquí en Madrid, una señal me indicó que no me había confundido de estación de metro: la basura en el piso.
Despistado como de costumbre, no estaba demasiado seguro de haber llegado al lugar correcto, hasta que me topé con un espectáculo relativamente inusual por aquí: un apreciable cúmulo de deshechos de comida. Justo afuera de la entrada al metro vendían papa rellena, ají de gallina, tamalitos y demás potajes para los peruanos que acababan de votar. Y, por supuesto, nos daba demasiada flojera o asco o qué sé yo guardar los plásticos, tecnopores y hojas de plátano hasta encontrar un tacho.
Colectivamente, habíamos decidido que el mejor lugar para deshacernos de esta basura era el rincón más cercano y ya. Ah, la nostalgia de la patria.
He recordado ese momento leyendo las noticias durante toda la semana. Castillo y Cerrón contra la Sunedu. Los vecinos de La Molina contra un albergue de ancianos. López Aliaga contra el carnet de vacunación. La clínica Javier Prado negando ayuda a un atropellado. ¿Qué tienen en común?
Creo que todas se pueden resumir en que a ninguna de esas personas les debe parecer raro lo que están haciendo. Es como tirar la basura al piso: no te lo cuestionas. Ni siquiera imaginas que las cosas puedan hacerse de otra forma.
Y si alguien quiere cambiar tu mundo, peleas.
Para los señores de La Molina o los antivacuna o todos los otros casos, ellos solo están peleando por mantener (o volver a) cierto status quo en el que todo el mundo puede hacer lo que le da gana.
Y por «todo el mundo», se refieren, obviamente, a ellos mismos.
Porque –y este es el quid del asunto– hacer lo que te da la gana implica no pensar en las consecuencias para los demás.
La pandemia tendría que haber funcionado como un gran recordatorio de que los humanos somos animales sociales, que vivimos en manada y morimos en manada. Pero no. Nuestro formateo mental fue más fuerte que la tragedia de 200 mil muertos. Lo vimos una y otra vez con el dióxido de cloro y la vacuna privada y el oxígeno y las clínicas y todo lo que vimos. Nuestra cultura no era cuidarnos todos para salvarnos todos. Nuestro lema era sálvese quien pueda.
Esto es algo que a los peruanos nos parece habitual. En situaciones normales, donde más abundan los ejemplos es en el tránsito vehicular. La señal de «Pare», por ejemplo, es solo una amable sugerencia. Como los cruces peatonales. Aunque quizás la mejor expresión de este anarcocapitalismo cotidiano es el «esquina izquierda bajan», que es otra forma de decirle a la combi que se detenga a mitad de la cuadra y que se jodan los que vengan detrás. Total, yo pagué mi pasaje y tengo derechos.
Pero, si todos podemos hacer lo que nos dé la gana… ¿quién gana?
Alguna vez escuché a Hugo Neyra decir que el Perú de los 70 y 80 se redefinió por Velasco. Su proyecto de país fue tan omnívoro que cambió por completo no solo la estructura del Estado y su relación con la sociedad, sino que también alteró incluso los sentidos comunes de los peruanos de a pie. Su forma misma de pensar.
Y, agregó Neyra, de la misma manera Fujimori redefinió todo desde los 90 en adelante. Nuestra sociedad y nuestra forma misma de entender «la normalidad» se volvieron, estructuralmente, herederas de ese régimen. Esto significaba un laissez faire, laissez passer extremo.
El mejor ejemplo fue la implantación de las combis: cualquier persona podía comprarse una, pegarle unos stickers y hacer la ruta que le diera la gana, pasando por las calles que sean, sin ningún tipo de regulación. Tampoco es casualidad que fuera en los 90 que las calles se llenaran de rejas.
Todo eso nos fue pareciendo «normal».
Y mucha gente creó imperios bajo esa normalidad. Allí están las fortunas de los Luna y los Acuña –y las desgracias de sus egresados– para atestiguarlo. Pero también está la impunidad de las clínicas privadas. Todo es parte de la misma cultura combi que nos permea: las reglas –cuando existen– aplican para los demás, no para mí.
Literalmente se trata de una forma antisocial de vincularnos entre nosotros. Como una nación así es inviable, poco a poco tuvimos que ir llenando el vacío. En los sectores que no tenían los lobbys suficientes, de hecho, nos fuimos al otro extremo y nos hemos saturado de normas. En otros casos, las reglas de juego no han surgido de nosotros sino del ordenamiento internacional (buena parte de nuestra política ambiental, por ejemplo, ha surgido de los TLC con Estados Unidos o Europa, tan abominados por la izquierda).
Pero el resultado de estos sucesivos parches siempre será ineficaz porque la estructura mental noventera permanece allí: yo tengo derecho a hacer lo que me da la gana.
Y si todos tenemos derecho a hacer lo que nos dé la gana, cuando nuestras ganas entran en disputa, ¿quién gana? No el que tenga la razón, porque nadie la tiene. Sino el que tiene más poder.
Esto se puede ver desde los conflictos sociales con las mineras hasta el lío de la urbanización de La Molina con el Inabif. Al margen de las complejidades de cada caso, la motivación es la misma: vecinos organizados contra una presencia que los altera. Sin embargo, para la prensa, unos son simples antimineros agitadores/manipulados y los otros, respetables vecinos con libertad de decidir de quiénes se rodean.
A estas alturas ya tendríamos que habernos dado cuenta de que la promesa de los 90 es una mentira.
Resulta que, como hemos comprobado una y otra vez los peruanos, la ausencia de regulaciones no resulta en una libertad extrema, sino en la imposición de una única ley:
La Ley del Más Fuerte
Es un poco como cuando Vargas Llosa, hace unas semanas, admitió que «lo importante de unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien«. Es decir, lo importante es que ganen los míos. O Malcricarmen y De Soto viajando a Europa y los Estados Unidos para tratar de convencer a regímenes extranjeros de que en nuestro país hay un gobierno comunista ilegítimo. Como no ganó quien nos dio la gana, pues ahora nosotros, que siempre hemos tenido la sartén por el mango, vamos a imponer, une vez más, nuestras ganas. Nuestra normalidad no puede valer menos que una simple elección. ¿Qué mundo es este en el que el más fuerte no se impuso?
La definición misma de un nación es la de «comunidad» que, a su vez, se define como un grupo de personas que «viven juntas bajo ciertas reglas».
Puede parecer obvio. Pero no. Es todo lo contrario. Los peruanos somos ajenos a esos conceptos. Necesitamos recordarnos que las regulaciones existen por algo. Que una universidad no pueda funcionar en un chifa. Que es normal sacar un brevete antes de sentarte detrás de un volante o ponerte una vacuna extra (además de la docena que ya tienes desde infante) antes de meterte a un espacio cerrado. O que enrejar tu calle y bloquear una carretera no son fenómenos tan distintos. O que, por dios, una clínica tiene que atender a un atropellado lo más pronto posible. O que, quizás, no podemos botar la basura en cualquier sitio.
La pandemia tendría que haber funcionado como un gran recordatorio de que los humanos somos animales sociales, que vivimos en manada y morimos en manada. Quizás el Perú es el país con más mortalidad del mundo por algo. Quizás porque hemos confundido manada con estampida.