Cuando la libertad de unos termina donde empiezan los sofocos de los que me van a dejar la herencia.
El régimen pende de un audio, Amazonas no levanta cabeza y la tercera ola se asoma pero en las redes sociales, por tercer día consecutivo, la tendencia imbatible es el Cheese Tris.
Así que hablemos de Cheese Tris.
Para empezar, vamos a los hechos. En estos, para variar, los extremos se juntan para confirmar sus respectivos clichés. El derecho culpa a Palacín junior –actual mandamás de Indecopi– de la desgracia. Mientras, el izquierdo felicita, por lo mismo, a Palacín. Aquí unos ejemplos de cómo cierta izquierda persiste en presentarse como completamente omisa a cualquier conocimiento técnico:
Quizás lo primero que habría que explicar (y uno diría que no debería de ser necesario, después de tooodo lo que se dijo cuando se lo designó) es que el señor Julián Palacín jr. no tiene absolutamente nada que ver con el Cheese Tris. De hecho, sería ilegal que presidente de Indecopi interviniese.
La resolución fue emitida por la Comisión de Protección al Consumidor N.° 3, también conocida como CC3. Se trata de uno de los tantos órganos resolutivos autónomos que funcionan como una suerte de judicatura dentro de Indecopi, al margen del «Ejecutivo» que preside Palacín. Son muy autónomos (y, de hecho, el problema con junior es que no quiere que se mantengan así).
También, por supuesto, resulta gracioso que esta izquierda celebre el retiro de una golosina como si fuera la presentación de las Tesis de Abril en Petrogrado. Sobre todo porque, en años anteriores, la misma CC3 ha aplicado sanciones bastante duras contra corporaciones como Gloria, Laive, Nestlé, San Fernando, Ripley, Falabella, y más, por citar solo los casos de esa sala. Imagino que eso no cuadra dentro del mundo en el que hemos vivido 200 años bajo «gobiernos de derecha» y recién ahora tenemos «un gobierno del pueblo» ™.
Del otro lado, tenemos a los jóvenes libertarios, apelativo que no es más que un rebranding del conservadurismo rancio de siempre. El de los business son business:
Los que pelean por «la libertad» siempre y cuando esa libertad no altere los lonches con sus papás (o quien sea que les dejará la herencia). ¿Eutanasia? ¿Aborto? ¿Matrimonio igualitario? ¿Legalización de sustancias menos nocivas que el tabaco o el alcohol? Siempre encontrarán excusas para decir que nada de eso es libertad, a pesar de que todos esos casos se tratan de estrictas elecciones personales. Decisiones que no afectan a nadie más salvo a quien las toma.
Sí afectan a alguien: a las generaciones predecesoras de estos patitas. A los señorones que extrañan la misa con Cipriani y que insisten en recomendar colegios del Sodalicio para sus nietos. A ellos sí les da sofoco la libertad de elección. Incluida, por supuesto, la libertad de elección de autoridades políticas. El joven libertarismo, entonces, es una contorsión ideológica de chibolos mimados que no quieren chocar de verdad con sus papis.
Porque insisten en negar todo tipo de libertad individual y, en cambio, parecen negados para entender lo que cualquier niño aprende a los tres años: que su libertad termina donde empieza la de los demás. Algo que, por ejemplo, ocurre con el certificado de vacunación: una persona no vacunada es un potencial riesgo para los demás.
Y, en menor medida, sucede también con alguien que se atora de Cheese Tris: se vuelve una externalidad negativa (ingerir determinadas sustancias puede convertir a una persona en un lastre para el Estado que tendrá que encargarse de su salud cuando esta colapse).
Lo que tienen en común es el certificado de vacunación y el Cheese Tris son batallas por la libertad de tráfico económico. Básicamente la libertad de joder a mis clientes, si es que son tan pavos de entrar a mi local lleno de no vacunado o de meterse al cuerpo cosas que tienen sabor a plástico. Total, es su decisión, ¿no?
El argumento final del libertarismo será que ni la pandemia ni la comida chatarra tendrían por qué afectar a la sociedad en su conjunto porque la salud no debería ser un asunto público, sino privado. El Estado no debería encargarse de estas cosas. ¡Abajo el Estado opresor, viva la libertad! Lo que es otra pirueta mental para justificar la existencia de los negocios de sus papis: clínicas, seguros privados, etc. Lo mismo aplica para abogar por el retiro del Estado de toda regulación de la educación, por ejemplo. Colegios y universidades de medio pelo.
De allí a quitarle al Estado el monopolio de la violencia, hay un paso.
Me he pasado el último mes defendiendo en este espacio la necesidad de «desideologizar» el análisis de la coyuntura. Tratando de argumentar que es erróneo intentar explicar todo lo que está pasando dentro de ejes derecha-izquierda o conservadores-liberales. Que eso es elevar demasiado lo que, a estas alturas, debería ser evidente: que estamos a merced de una gavilla de distintos grupos de intereses económicos que forjan alianzas y se tranzan en combates dependiendo de lo que esté en discusión.
Provocaciones como hablar de «fujicerronismo» o el hecho de que Merino podría haber aplicado muchas políticas de Castillo, empiezan a tener sentido si te apartas del cansino duelo ideológico-identitario de las redes sociales.
Pero también es cierto que las redes han alimentado esta sensación tribal, esta necesidad de ponerte una camiseta o, al menos, definirte en oposición a alguien (por algo, el anticaviarismo es el eje rector de lo que no quiere llamarse a sí mismo fujicerronismo).
Es decir, las redes explotan y alimentan esa necesidad identitaria que todos tenemos. Así, mucha gente con un simple interés superficial en la política puede caer en ese vórtice y convencerse con sinceridad de que está 1) defendiendo a un humilde campesino empeñado en lograr «cambios estructurales», o 2) combatiendo a un voraz «régimen comunista» nacido de un fraude; y, como consecuencia, ambos terminan en 3) peleándose por los Cheese Tris.
Lo peor es que esos debates determinan la postura de mucha gente frente a hechos, como la inminente vacancia, que tienen poco de posicionamiento doctrinario y sí mucho de reyerta de malandrines. Más tóxico que una golosina, es la gente que no se plantea por qué piensa como piensa.