Pedro Castillo es indefendible. Un improvisado que no podría haber llegado en un peor momento.
Justo cuando vivíamos tres crisis simultáneas, teníamos que poner en Palacio a quien probablemente haya sido el candidato menos preparado de los 18 que estuvieron en carrera, aupado sobre un partido radical liderado por un corrupto. Un escenario delirante.
Ahora mismo –sin que la mayoría de la gente se haya enterado–, el Congreso ya se prepara para vacarlo.
Y, a pesar de todo, esta es una mala idea.
Para entender por qué, hagamos el ejercicio inverso. Intentemos ver qué piensa un congresista vacador.
Debe haber congresistas que crean –de manera honesta pero francamente ignorante– que existe la amenaza de un proyecto autoritario/comunista. Congresistas que ignoran lo que implica la propia correlación de fuerzas dentro de su hemiciclo. O que utilizan la palabra «comunista», ya vaciada totalmente de significado, para designar a cualquiera de sus demonios (conjeture usted en este paréntesis cuáles son).
Debe haber congresistas que sospechen –gracias a una pésima lectura de la realidad nacional– que una movida así sería aplaudida. Congresistas que no aprendieron nada de sus antecesores inmediatos. Legisladores seguros de que las múltiples traiciones de Vizcarra son una justificación retroactiva para un régimen esencialmente espúreo como fue el de Merino. Y convencidos de que, luego de vacarlo, ocurriría lo mismo con Castillo: aparecería información que mancharía su recuerdo y serviría de coartada.
No debe haber: hay congresistas que alegan –lo ha esgrimido la hija de Tudela– que poner a Bellido de premier funciona como una suerte de pecado original que convierte a Castillo en un dead man walking, un condenado a muerte que solo espera su ejecución.
Ciertamente, el nombramiento de Bellido podía leerse –varios lo leímos así– como una jugada para forzar una negación de confianza, ergo, la disolución del Congreso. Pero los hechos posteriores han demostrado que se trata de una combinación de simple orfandad presidencial con una patética ausencia de cuadros en Perú Libre. Y el nuevo gabinete –aún con lo desastroso que sigue siendo– solo confirma ambas condiciones. Lo que significa –en especial después de la expulsión del cerronismo– que el nuevo gabinete solo confirma que este gobierno es increíblemente frágil.
Un gobierno frágil no puede ser autoritario. No existe algo así como un comunismo débil. Cualesquiera que sean los demonios de un congresista vacador, las posibilidades de que sus pesadillas triunfen son básicamente nulas. Y esto es –agárrense, amigos congresistas– sentido común.
La calle es más pragmática que un loquito de La Resistencia. La gente es mucho menos ideologizada que Gilberto Hume. Las masas no están tan obsesionadas con la minucia del acontecer ministerial/congresal como lo tienen que estar aquellos que reciben los whatsapps de Erasmo Wong.
De hecho, esta tendría que haber sido la gran lección de la vacancia de Vizcarra. La gran mayoría de los tres millones que salieron a las calles en todo el Perú no lo hicieron por él. Lo hicieron porque les habían quitado algo preciado: estabilidad, predictibilidad, orden.
Algo que se dice poco de esos días –que pronto cumplirán un año– es que nadie esperaba esa vacancia. No parecía racional. Vizcarra se iba en menos de un año. Ya era el segundo intento de derrocamiento. Las pretendidas revelaciones dominicales que sirvieron de justificación eran básicamente refritos de la intentona anterior, que había fracasado. Lo que había de nuevo en las informaciones era tan confuso y olvidable que usted, amigo lector, ahora mismo, ya no recuerda con exactitud de qué se trataba. Le diría que no vale googlear pero incluso si googleara, no sería tan fácil de explicar cuál es la diferencia crucial y determinante entre el primer y segundo intento de vacancia.
(Obligado paréntesis para aclarar que, como explicó este mismo espacio muchas veces mientras Vizcarra era presidente, todas esas acusaciones sí tenían sustento. Habían razones de sobra para pensar en Vizcarra como un corrupto. Pero no hubiese sido el primer presidente abiertamente corrupto en terminar tranquilamente su período. Incluso, en algún caso, dos veces.)
Por supuesto, todas estas elucubraciones parten de un supuesto ingenuo: que los congresistas tienen en su cabeza al interés nacional como su prioridad. Como en la vez anterior, es evidente que algunas bancadas son, por ejemplo, básicamente brigadas de mercenarios al servicio de organizaciones que la policía ha llamado, literalmente, gángsters. Ellos solo pretenden petardear todo hasta que sus objetivos se cumplan.
(Y eso también lo sabe la gente.)
Pero lo cierto es que también se le pueda dar el beneficio de la duda a muchos de los que pertenecen a la DBA (no me gusta usar este término pero, a la vez, lo encuentro tan preciso y descriptivo del fenómeno que me resulta inevitable). Precisamente por B no han entendido nada y eso los lleva a una solución A, en aras del interés nacional. Las anteojeras ideológicas son así. Nocivas, claro, pero nadie se ve a sí mismo como el villano de la historia.
Y cuando digo que por B no han entendido nada es porque la derecha tiene como valor, precisamente, aquello que una vacancia le arrebata a la gente: estabilidad, predictibilidad, orden. Estos son, por cierto, valores reivindicados sobre todo por la derecha. Y, sin embargo, nuestra derecha, por enésima vez desde el 2016, se apresta a petardearlos.
Y, por enésima vez, se toparán con esa realidad que sus anteojeras ideológicas, cada vez mayores, les ocultan. Y volverá a salir el tiro por la culata. Y volverán a sumergir al país en la zozobra solo porque no han hecho bien lo mínimo que les exige su trabajo: saber leer al país.
Pedro Castillo, hoy, es indefendible, sí. Pero los vacadores, ahora mismo, también.