A estas alturas de nuestras vidas, un lector habitual se ha cruzado muchas veces con ese tópico literario del anciano rey que repite sin pensar las mentiras que otros le susurran al oído.
Un cliché tan manoseado se encuentra –casi no es necesario aclararlo– por debajo del nivel que el público espera de un autor como Mario Vargas Llosa. Nuestro Nobel suele construir personajes bastante más complejos. De hecho, uno casi podría decir que su especialidad es construir personajes contradictorios. Duros de predecir o calificar. Podríamos ir más lejos: muchos de sus personajes no son solo difíciles de explicar, sino que serían difíciles de explicarse – ante ellos mismos–, pero la maravilla de su literatura es que, aún así, sus personalidades no resultan inverosímiles ni sus acciones, forzadas.
¿Cómo lo logra? Quizás porque alberga en él las mismas contradicciones.
«Rebajó al país por la cantidad de mentiras que propaló, la inestabilidad institucional que propició, y, sobre todo en la última elección, con su enloquecida propaganda de que había habido una “trampa monstruosa” que dio la victoria a su adversario, algo que ninguna jurisdicción legal amparó, salvo sus dementes partidarios.»
La cita ha sido modificada, a propósito, para quitar algunas particularidades. En la frase original aparecen las palabras «Trump», «norteamericano», «republicanos», etc. que ustedes pueden perfectamente remplazar por sus equivalentes peruanos para tener una idea certera de lo que está pasando en el Perú.
Lo malo es que, hace mucho tiempo, Vargas Llosa no se lee a sí mismo.
«Un rasgo particularmente triste de esta campaña electoral ha sido la alineación con la opción de la dictadura del llamado sector A, es decir, la gente más próspera y mejor educada del Perú, la que pasó por los excelentes colegios donde se aprende el inglés, la que envía a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, esa «elite» convencida de que la cultura cabe en dos palabras: whisky y Miami. Aterrados con los embustes que fabricaron sus propios diarios, radios y canales de televisión, desencadenaron una campaña de intoxicación, calumnias e infamias indescriptibles, que incluyó, por supuesto, despidos y amenazas a los periodistas más independientes y capaces.»
De nuevo he modificado la cita para quitar toda particularidad, esta vez, temporal. Se fueron las palabras «Ollanta Humala» y «Gana Perú» pero el escenario es el mismo. Si Vargas Llosa estuviese inventando al personaje Vargas Llosa tendría que recurrir a todas sus habilidades para conservar algún halo de verosimilitud en una traición tan flagrante a sí mismo.
Sí, ya sé. Lo siento: Inevitablemente este texto acaba de entrar a formar parte de esa extensa y nutrida tradición literario/periodística peruana de La Diatriba Dolida Contra Vargas Llosa. Textos inagotables en los que algún viejo admirador del novelista se declara letraherido, desconcertado y huérfano ante lo que considera un viraje en el pensamiento de uno de nuestros mayores intelectuales. Suelen titularse –como lo hace, ay, esta misma columna– con una variante pretendidamente irónica de algún concepto vargallosiano y los más insufribles recurren a reivindicar a quienes consideren sus némesis literarios (Gabo, Arguedas, Miguel Gutiérrez) o, peor, aún, caen en el cliché máximo: preguntarse cuándo se jodió Varguitas.
Pasó con la izquierda en los años 70. Aquí un ejemplo felizmente más original de lo habitual:
Y con la derecha autoritaria de los 90. Aquí un ejemplo del nivel más habitual:
La figura del intelectual como guía moral o padre espiritual de los debates políticos está más relacionada a la izquierda que a ninguna otra corriente. De hecho, la palabra «intelectual» se originó como un insulto con el que se pretendió denigrar a quien puede considerarse la primera figura así de la era moderna: Émile Zola.
Curiosamente, cierta izquierda volvió a reencontrarse con Vargas Llosa después del golpe de 1992. Fue la izquierda más progre (o democrática o caviar), la que –a diferencia de la que representa, por ejemplo, Perú Libre– es capaz de pasar a segundo plano sus ideas sobre el modelo económico y, más bien, pone los reflectores sobre los valores postmateriales, como la democracia y las libertades individuales.
Los izquierdistas no lo volvieron a acoger como uno de los suyos pero igual Vargas Llosa se convirtió en uno de los rostros de la tácita alianza entre la izquierda democrática y la derecha liberal. Una alianza que una y otra vez combatió y –a lo largo de dos décadas– detuvo los impulsos autoritarios del fujimorismo y sus cepas.
Treinta años después, cierta derecha vuelve a reencontrarse con Vargas Llosa. Es el mundo de la derecha autoritaria, la que está dispuesta a sacrificar todo por sus ideas sobre el modelo económico, especialmente los valores postmateriales como la democracia y las libertades individuales.
Hay que decir que este reencuentro es reciente para la derecha autoritaria peruana. Fuera de nuestras fronteras, Vargas Llosa ya había saltado hacía tiempo del barco realmente liberal. Ya saben, los antecedentes que se repiten tanto en estos días: apoyó y defiende a Bolsonaro, marchó junto a Vox, etc.
Para el resto del mundo, hace años que Vargas Llosa es sinónimo de una derecha más bien recalcitrante, con más slogans que argumentos. El Perú era su último reducto de liberalismo real, alejado de ese otro cliché contradictorio en el que, ahora, parece haber caído sin retorno: liberal en lo económico, conservador en lo social.
Los peruanos nos negamos a verlo. Hasta que vino a estampárnoslo en la cara.
«El talento literario puede coexistir con la ceguera, la imbecilidad y los extravíos políticos, cívicos y morales, como lo afirmó, de manera impecable, Albert Camus. Aunque no siempre es fácil, hay que aceptar que el agua y el aceite sean cosas distintas y puedan convivir en una misma persona.»
Hay muchas explicaciones para lo que ha sucedido, para haber traicionado esa última trinchera de su liberalismo que era la defensa de la democracia en el Perú. Caeré en la trampa, en el cliché: Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? ¿Habrá sido su divorcio?¿Su posterior entrega a la civilización del espectáculo? ¿Las muertes de Oquendo y Loayza? ¿Su captura por la red de Atlas Network, como describe este hilo de Matheus Calderón? O, quizás, siempre fue así.
Quizás. Las señales eran cada vez más frecuentes. Una de sus fichas en la política peruana, Beatriz Merino, fue reclutada por Acuña. Y otro de sus cortesanos habituales, Daniel Córdova –caserito de Atlas Network– también encajó allí. En estos días, Córdova está en Madrid, en un evento de la Fundación de Vargas Llosa, para exponer sus pruebas de «fraude».
Pero hace solo dos semanas, el mismo Grima Córdova hizo el ridículo a nivel nacional cuando admitió –en un programa tomado por el fujimorismo– que no tenía ninguna prueba del fraude. Lo que ha llevado a Madrid es más de esa nada, como ha destacado Fernando Tuesta. No tiene nada. Solo tiene, como hubiese dicho el propio Vargas Llosa hace unos meses, la enloquecida propaganda de que ha habido un fraude monstruoso.
El caso es que desde ayer Vargas Llosa culminó su transformación. Dejó el silencio prudente de estas semanas y ya está hablando –por supuesto, sin ninguna prueba– de «fraude«. Literalmente. Lo que es un insulto a las decenas de periodistas independientes que han corroborado que no hay ninguna evidencia de aquél, sin mencionar, por supuesto, a los votantes reales de Castillo.
Aún peor: ha afirmado que «todo lo que se haga para frenar esa operación turbia que va contra la legalidad, en contra de la democracia, está perfectamente justificado«. Lo que es prácticamente una bendición para cualquier intentona golpista. Si a los golpistas les interesara la bendición de un intelectual, claro.
Lo peor es que, en ese mismo artículo en el que ya habla de «fraude», Vargas Llosa está reseñando el último libro de Anne Applebaum, una escritora que hace solo unas semanas comparó en The Atlantic las mentiras de Trump (y Netanyahu) con las de Keiko.
Es imposible que no haya leído esto.
«Fantaseamos y soñamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo. Por eso lo inventamos: para vivirlo de a mentiras.»
Vargas Llosa no será el primer intelectual orgánico de un proyecto autoritario. Casi diría que, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, esto se volvió habitual (lo que quizás explique la progresiva minimización del rol del intelectual en la sociedad contemporánea). Pero no deja de joder, Zavalita. Pienso: ¿por qué?
La figura del intelectual en nuestra sociedad saltó a la luz cuando Zola apareció para combatir una campaña de fake news. Que eso, y no otra cosa fue el Caso Dreyfus. Ahora, el último intelectual peruano, el último referente del escritor activista, el último ejemplo latinoamericano de una derecha liberal de verdad, se ha embarcado en una campaña de mentiras. Triste, decepcionante, jodido.
Y entonces me dejo de poner vargallosiano, me olvido de la sofisticación del boom y me consuelo pensando en el cliché del Viejo Rey Manipulado. Eso tiene que ser, Zavalita. Hay explicaciones más complejas, más desalentadoras, más jodidas. Así que, por hoy, prefiero un estereotipo. Una explicación fácil. Como las que ahora defiende Vargas Llosa.