La luna de miel de Sagasti se acabó. Duró lo que dura un ministro del Interior. Su aprobación fluctúa el 45%, según Ipsos y Datum. En circunstancias normales no sería un porcentaje despreciable de popularidad.
Pero estas circunstancias son todo menos normales.
Sagasti no tiene ni un mes en la presidencia y ya está perdiendo la calle. Las encuestadoras no tuvieron tiempo de medir su popularidad apenas asumió pero no debe haber sido baja. Después de todo, representó el final de un régimen, el de Merino, con 94% de desaprobación. Su aprobación en esos primeros días tiene que haber sido altísima.
Pero no hubo tiempo de medirla.
Ese 45% representa, entonces, un desplome de popularidad que quedará para siempre como una especulación. Imposible de medir o calcular. Aunque fácil de imaginar. Las idas y venidas policiales y el desbande de conflictos sociales mostraron a un Ejecutivo sin norte. Sin un plan. En un momento en el que lo único que piden los peruanos es un poco de estabilidad y predictibilidad en sus vidas.
Siendo justos, Sagasti ha llegado allí de carambola, sin proponérselo, sin planificarlo, sin cuadros, sin aliados y sin plan. Era de esperar que le tome un tiempo, unas semanitas, acomodarse en el sillón presidencial. Pero eso –tomarse un tiempo– demostró ser un lujo imposible en este año en el que todo sucede diez veces más rápido de lo normal.
Así, Sagasti ha empezado a perder la calle. Y esto es un grave problema. Su única legitimidad proviene de ese plebiscito que fueron las marchas de noviembre. Pocas veces el cliché de «la calle habló» ha descrito tan bien un fenómeno.
Y ahora la calle está callándose.
Este es un cuadro elaborado para un informe de Jonathan Castro sobre la encuesta de Ipsos publicada en El Comercio. La «base» sagastista, si algo así puede existir, son los jóvenes y la gente con más plata. Lo primero es una buena noticia; lo segundo, no tanto.
Ambos núcleos de popularidad son fácilmente explicables. Por un lado, Sagasti es hijo de las marchas. Por otro, Sagasti viene de la clase social de la que viene. Hay dos preguntas que tiene que hacerse el presidente: ¿Cómo conservar el apoyo juvenil? ¿Cómo ganar espacio en los peruanos menos favorecidos?
El tema de la popularidad, permítanme insistir, no es banal. No en este caso. Mantenerse a flote es lo único que garantiza que los sectores golpistas no se envalentonen aún más. Que ya lo están haciendo.
Por suerte, los objetivos de gobierno y las formas de recuperar popularidad, hoy, coinciden. No siempre sucede.
En primer lugar, los jóvenes. Aquí no debería haber demasiadas dudas sobre por dónde ir. La narrativa establecida, esta vez, se corresponde con la realidad: «La Generación del Bicententario se tumbó al gobierno de Los Viejos Lesbianos». Y en esa gesta, el cuerpo de choque contra los jóvenes fue la Policía.
Datum no ofrece segmentación por edades de esta pregunta pero no es difícil de intuir que el apoyo a la reforma crecerá en los sectores más jóvenes.
Está claro que el gobierno de Sagasti no puede ejecutar una reforma a fondo. Es un gobierno de transición. Algo así requiere la legitimidad de las urnas (y una bancada fuerte rn el Congreso). Pero sí necesita gestos decisivos de que se está avanzando en ese camino. Todo lo contrario a cambiar de ministro del Interior cada semana o montar convenientes operativos de terruqueo con tufillo a psicosocial.
Se puede, por ejemplo, mostrar no solo un avance en las investigaciones, sino, sobre todo, alguna sanción efectiva en los casos de las muertes de Inti y Brayan, cuyo mes se cumple mañana.
¿Sagasti quiere consolidar su base juvenil? No tiene que sacar un TikTok, tiene que encaminar la reforma policial. Asumirla en serio. Esto no tiene por qué enemistarlo con el cuerpo policial. Al contrario. Los primeros beneficiados de una potencial reforma deberían ser los policías de a pie.
Mantener la base juvenil no solo es importante porque Sagasti es fruto de sus marchas, sino también porque el Perú es un país joven. Poco menos de la cuarta parte de su población son votantes menores de 30 años.
Todo lo contrario sucede en su base socioeconómica.
Esta es una gráfica del más reciente estudio de seroprevalencia del Minsa sobre Lima. Implica un verdadero tsunami en las clases más populares de la capital. La mitad de los limeños de esos sectores habrían estado contagiados en algún momento. Hay cuestionamientos a la metodología y transparencia de esta y otras informaciones de nuestro sistema de salud pero, por el momento, asumamos que, a grandes rasgos, esto se corresponde con la realidad.
Con distintos rebrotes en varios sitios del Perú y con la inminencia de las fiestas navideñas, el gobierno tiene la responsabilidad de atajar la segunda ola. O, cuando menos, retrasarla hasta el próximo año.
Pero esta responsabilidad, como la de la reforma policial, también es una oportunidad.
Las comparaciones son odiosas pero Sagasti tiene un caso de éxito con quién compararse: Vizcarra. El presidente más popular de este siglo. Su gestión de la pandemia fue un desastre pero la gente se lo perdonó. Una y otra vez. ¿Por qué?
Vizcarra transmitió la idea de estarse preocupando por la salud de los peruanos. Esto se traduce, específicamente, en la salud de los más pobres, que es aquella de la que se encarga el Estado. Los sectores A y B tienen sus clínicas. Todos los demás, al hospital. Las medidas estrictas fueron muy bien recibidas, especialmente en sectores populares: las cuarentenas, los toques de queda, las restricciones de movilidad. A diferencia de lo que piensa el prejuicio, todas fueron acatadas masivamente. Quienes las incumplieron –por necesidad o frivolidad– sabían que quienes no estaban actuando correctamente eran ellos, no el gobierno.
Por supuesto, el Ejecutivo de Sagasti tiene que hacerlo mejor que el de Vizcarra. Es decir, no solo con medidas que parezcan necesarias, sino que sean realmente eficaces. Reducir los aforos de los centros comerciales, por ejemplo, y mejorar sus protocolos de una vez, antes que las compras navideñas desaten lo peor.
Prohibir los carros –salvo transporte urbano– los días 24, 25 y 31 de diciembre, además del 1ro de enero, tendría que ser una medida urgente. Además de suspender hasta nuevo aviso la movilidad entre regiones, empezando por aquellas que tienen indicadores al alza.
Sagasti ha heredado medidas tanto de Vizcarra como Merino (cuya única herencia concreta fue la nefasta anulación del domingo sin carros). La gente aún no puede atribuirle a él tal o cual medida frente a la pandemia, salvo una: la reapertura de cines y gimnasios. Eso es, nuevamente, privilegiar la bolsa a la vida.
¿Cuál es la medida que le muestra a la población que Sagasti se preocupa por su salud?
Por cierto, lo de la movilidad es crucial y recoge ejemplos de la segunda ola europea. Como dije la semana pasada, el Perú parece empeñado en repetir los errores pre-veraniegos que desataron el rebrote en el Viejo Mundo. Insistamos: este gráfico muestra la evolución de la movilidad y la del factor R (la tasa de contagios) en seis países. La movilidad parece predecir con un par de semanas de antelación lo que va a suceder con la R. Y hay pocas cosas que movilicen más a los peruanos que las fiestas de fin de año.
El gobierno de Sagasti es un régimen de transición al que se le exige concentrarse en pocos temas: salud, economía, educación, elecciones y policía. Eso ya es más que suficiente para un equipo que ha sido colocado en Palacio de un momento a otro.
Es poco y, a la vez, demasiado.
Pero hay una forma de ver el vaso medio lleno. Sagasti tiene ante sí un escenario que se le presenta pocas veces a un político: lo que necesita hacer es, al mismo tiempo, lo que debe hacer.
Hora de ponerse manos a la obra.