Ayer, Keiko Fujimori lanzó un «comunicado» por Twitter. Medio centenar de «personalidades» –casi ninguna militante oficial del fujimorismo– la apoyaban en su más reciente encontronazo con José Domingo Pérez.
No se preocupe, dominguero lector, no tiene usted necesidad de entrar en detalles del drama fiscal. En esta ocasión, me gustaría fijarme en los nombres de los firmantes: todos, reconocibles. El último es el de «Pilar Nores de García«. De cincuenta firmantes, ella era solo la sexta mujer. La última. Y se definía a sí misma –a pesar de que todo el mundo sabe quién es– como «de» alguien.
Luego de ella, se coloca un enigmático «siguen firmas» con más puntos suspensivos de los reglamentarios.
La edad promedio de los firmantes de ese comunicado, sin exagerar, debe ser 60 años. Asumiremos que los firmantes cobijados en esos puntos suspensivos extra –aunque no suficientemente notables como para merecer el estampado de sus nombres al lado de las verdaderas celebridades– reafirman la estadística.
Los comunicados de «notables» son el vacilón por excelencia del hombre limeño boomer de clase alta. No hay semana que no aparezca alguno. Casi todos firmados por la misma gente, además. Es que Lima es pequeña. Su Lima, quiero decir.
Hace unos días circuló un comunicado de «republicanos» contra el Tratado de Escazú y, poco después, una «carta abierta» a favor de seguir arruinando Paracas. En ambos se repiten algunos nombres, como el de nuestro Thanos local, Roque Benavides. A su vez, en la de Escazú, aparecen varios de los firmantes a favor de Keiko.
La carta contra Paracas, además, cumplió el tradicional objetivo final de este tipo de manifiestos: aparecer impreso en El Comercio. ¿Para qué? ¿Cuál es el verdadero costo-beneficio? Alguien ha hecho el cálculo? ¿Cuánta gente cogerá la cada vez más escuálida versión impresa de ese diario, se topará con una página entera de publicidad sin imágenes, decidirá tomarse el trabajo de leerla y terminará convencida de lo que allí se dice? ¿Diez? ¿Cien?
Pero la obsesión por el caché que da lo impreso no es propio de viejos señorones.
En paralelo, también se está librando, ahora mismo, una pequeña bronca de escritores vía Facebook. No se preocupe, socialmente distanciado lector, no necesita usted detalles de ese drama para seguir leyendo esta columna. Solo le diré que tiene que ver con el rol de lo que queda del periodismo cultural –más específicamente: de lo que queda de la crítica literaria– en los medios escritos. O sea, en la página cultural de El Comercio. También hay una rama del debate centrada en la representación femenina de ese mundo, pero, por hoy, me gustaría centrarme en la edad de los participantes, que es la mía: escritores cuarentones.
Y podemos saltar aún otra generación. Hace unos meses, un podcast conservador local tuvo sus quince minutos de fama. Uno de sus conductores negó que la muerte de George Floyd fuera un acto de racismo. Twitter les cayó encima, por supuesto, y, en respuesta, los conductores no tuvieron mejor reacción que algo que seguramente les pareció tan natural como que alguien más les lave la ropa: sacar un comunicado.
No, no eran boomers. Eran veinteañeros. Los típicos veinteañeros que acaban de encontrar en un par de lecturas la justificación para pensar igual que sus abuelos. Son legión en internet, los han visto en todos lados. Pero, en este caso, salvo por la edad, los conductores de ese podcast son perfectamente intercambiables con los firmantes de los otros comunicados: todos hombres, todos blancos, todos conservadores de derecha, muchos de ellos, columnistas de diarios impresos (específicamente, del Mini-Me de El Comercio: Perú21).
Así las cosas, cualquier discusión mediática en el Perú se parece más a un episodio de Dark que a un verdadero intercambio entre representantes de distintos ámbitos de la sociedad.
(Podcastero facho – escritor progre – Roque Benavides)
No solo por la blancura endogámica, sino también porque parecemos condenados a lo mismo de siempre. A la obsesión con lo impreso, a la manía de lanzar comunicados, al eterno retorno de los mismos referentes.
Para eso tenemos que regresar al asunto de la pelea de escritores, que seguramente es el caso que parecía tener menos que ver con los otros.
Veamos. Ante la ausencia de un proyecto mínimamente relevante de periodismo cultural, nos queda la tabla de salvación de toda la vida: lo que se produce en El Comercio. Y eso también languidece: a partir de hoy, El Dominical se diluirá dentro del cuerpo principal del diario.
El Comercio tiene muy buenos periodistas culturales, incluido su crítico literario. Pero la visión mediática –no solo de EC, no solo de la prensa peruana– de lo que se entiende por «cultura» se aferra a cánones finiseculares que ya se sentían desfasados hace quince años.
¿Dónde está la ponderación del legado –si existe– de Mox en la producción youtuber peruana? ¿Alguien ha hecho una crítica formal de las múltiples puestas en escena vía Zoom de la cuarentena? ¿Se puede insertar a NN Entrevistas dentro del canon de alguna corriente satírica peruana? ¿Quién puede armar un debate fundamentado de la trayectoria de Carlos Orozco? ¿Por dónde discurren los éxitos de Cholita Julia en YouTube o de Nat Sharen en TikTok? ¿Alguien puede, por favor, hacer un análisis del discurso de Faraón Love Shady?
Y no, no pido una nota clickbait, estoy pidiendo, como lo hace Jorge Carrión, que sean objeto de reflexión.
Todos esos objetos culturales vagamente identificados merecen reseñas y exploraciones críticas de alto nivel analítico, en vez de aparecer con descripciones superficiales en listas temáticas o en las secciones de las páginas webs de los diarios que solo buscan el clic.
Lo cierto es que algunas de las preguntas que he planteado sí han sido respondidas en redes sociales. Pero ese es el problema: no desde los medios. Los medios, lo saben quienes publican allí sus comunicados, aún importan. En medio de la tormenta eterna de tuits, los medios se conservan como un referente. Quizás la gran mayoría no tengan los méritos para serlo, pero lo son, simplemente porque alguna vez solían venderse en papel. Su relevancia es una ficción pero, como sucede con todas las ficciones, si mucha gente se las cree, se vuelven verdad.
Por eso los comunicados les siguen pareciendo importantes a tanta gente. No solo a los boomers limeños y sus nietos, no solo en el Perú. Ellos publican su comunicado y listo, queda grabado en piedra. Se vuelven verdad.
Pero la verdad «de verdad» está fuera de los medios y fuera de los comunicados. Hay un divorcio cada vez mayor entre lo oficial de los medios y lo real de la redes. Keiko Fujimori puede creer que su comunicado ha sido firmado por «personalidades» de «pensamiento distinto» porque vive en un mundo oficial, en el que todos piensan tan igual que no se han dado cuenta de lo igual que piensan. Lo mismo pasa con los medios, que no son capaces de salir de su zona de confort, a pesar de que ese confort solo está consiguiendo que nadie se anime a pagar por algo que van a encontrar gratis en cualquier otro lugar. Los medios no están hablando de lo que la gente consume. ¿Por qué, entonces, la gente tendría que consumir medios?
Aparecer en un diario o firmar un comunicado junto a tus amigos son performances importantes aún. Pero lo son como un vestigio de una época que se va. Nuestros diarios y nuestras élites (que son lo mismo) tienen que empezar a darse cuenta que hay vida más allá de ellos mismos. Que el país está consumiendo otras cosas. Que el Perú ya no se cree las mismas ficciones. Que la cruda realidad es que ya no siguen firmas.