Well, it’s Father’s Day
and everybody’s wounded
Esta semana, una inmobiliaria limeña saltó a la inmortalidad con este aviso.
Al margen de la huachafada (y de que se trata de una huachafada copiada), que ya ha recibido múltiples comentarios, hay un detalle en el aviso que me llamó particularmente la atención. Según el aviso, Manhattan es una «emblemática ciudad de negocios«. No hay que haber visitado Nueva York o ser muy devoto de Woody Allen para que esta afirmación te haga ruido.
Ahorita regresamos al Perú, pero acompáñenme un segundo en este breve desvío turístico.
Ciertamente, la silueta icónica de Manhattan es la de su extremo sur: el Distrito Financiero, que alberga a Wall Street y el World Trade Center. Pero Manhattan, subiendo solo un poquito se transforma de inmediato en el escenario que conoce cualquier fan de Friends o Seinfeld, por ponernos noventeros. Una ciudad que, a pesar de su fama hostil, tiene una vida muy variopinta, que incluye cultura, shopping, gastronomía y, por supuesto, muchos, pero muchos, espacios públicos.
El más famosos de ellos: Central Park.
Les dije que volveríamos a Perú.
Porque esa no es una imagen de Manhattan, sino de un viejo anhelo: convertir El Golf en nuestro Central Park.
Esta propuesta en particular salió de un post de 2014 del blog Catarqsis Urbana pero, como se dice allí mismo, la idea se remonta a los años 60. Incluso existen varias propuestas de nombre. La que más me gusta a mí es Gran Parque Micaela Bastidas.
– ¡Resentido! ¡Terruco!
– Sí, ya vamos a eso. Pero, primero, otro desvío:
El screenshot pertenece a una entrevista ocurrida al final de una etapa que seguro los futuros historiadores bautizarán como La Bonanza del Metal o algo similar. Un período insólito de dos décadas en las que el Perú se enriqueció a costa de, básicamente, vender rocas que encontraba en sus cerros. Algo así como cuando, poco más de un siglo antes, el mismo país se enriqueció vendiendo caca que encontraba en sus islas.
Un momento. Quizás «enriquecerse» no sea la palabra. No éramos ricos. Éramos, como viene diciendo Alberto Vergara, hace años, pobres con plata.
¿Cuál es la diferencia?, se preguntarán ustedes. Para eso tenemos que volver a la entrevista con el representante gremial de los Centros Comerciales, Carlos Neuhaus, ocurrida, como decía, en el lejano febrero de 2020, justo antes del final.
El futuro se veía promisorio con inversiones millonarias y la promesa de aumentar el promedio nacional de malls por millón de habitantes (3), al parecer insuficiente. No soy un experto en centros comerciales pero estuve buscando usos de ese indicador (malls per million inhabitants) fuera de Latinoamérica y no lo encontré. De hecho, parece ser una preocupación muy peruana. En los últimos años, los titulares acerca de la pretendida escasez de centros comerciales en el país fueron delirantemente abundantes.
Adelantemos la película unos meses.
Fines de mayo de 2020, Perú es uno de los países más golpeados por una pandemia mundial. La Bonanza del Metal nos dio plata pero ese dinero no se usó en nada que pudiese contener el tsunami. Nos dimos cuenta que un indicador necesario no era el de malls por millón de habitantes, sino el de camas UCI por 100 mil habitantes (0,9). Pero esta escasez nunca ocupó titulares durante la Bonanza. No éramos ricos, éramos enfermos con (cada vez menos) plata.
Y en este contexto, el señor Nehaus –utilizando el capital reputacional que le dio la organización de los Panamericanos– lideró un exitoso blitzkrieg mediático para incluir a los centros comerciales en la Fase 2 de la Reactivación Económica. Esa etapa se había iniciado en la primera semana de junio sin contemplar el reinicio de actividades de los malls. Y la Fase 3, con toda seguridad, se iniciará la próxima semana. Ah, pero los representados por Neuhaus no podían esperar tanto. Diez días son demasiado para gente que no está acostumbrada a hacer su cola. Ellos tendrían que ser la excepción. Y lo fueron. Abrirán mañana.
– Oye, terruco, ¿esto qué tiene que ver con tu Central Park velasquista?
– Ya llegamos.
En una de las entrevistas de su cabildeo, Neuhaus, con muchas perspicacia, describió cuál había sido el rol –hasta la pandemia– de los centros comerciales en el Perú:
Los malls eran los lugares de encuentro, donde las familias se reunían, como un reemplazo de la plaza pública de provincias; pero como hoy el encuentro físico es riesgoso, entonces va a ser el lugar donde la gente irá a comprar lo que necesita y ya no como experiencia de encuentro…
Esa vieja función de los malls puede ser atestiguada por cualquier peruano que haya vivido en un lugar donde se haya abierto un centro comercial. La zona cobraba vida. Cualquier limeño que haya paseado por lo que Neuhaus llama «provincias» habrá sido testigo de los malls abarrotados, aglomerados hasta el techo, especialmente los fines de semana. Cajamarca, Pucallpa, Huánuco… no hay ciudad que no se haya sentido agradecida con la inauguración de su Real Plaza o su Open Plaza. Un centro comercial es una muestra de status pero también era, como dice Neuhaus, la oportunidad de retomar un espacio «público». De hacer vida familiar fuera de la casa, de encontrarse con los amigos, de tener la ilusión de estar ejerciendo lo que Lefebvre llamaba «el derecho a la ciudad«.
Pero es solo eso: una ilusión. Una sombra. Una ficción. Así como la salud, la educación y el transporte privados florecieron en el Perú ante la ausencia clamorosa de sus versiones públicas, los centros comerciales son privados que están ofreciendo algo que el Estado dejó desvanecerse: espacios públicos.
La salud, la educación y el transporte privados siguen demostrando, en esta pandemia, que no son suficientes ni deseables como modelo, que oscilan entre la precariedad y la inaccesibilidad, que son productos de nuestra pobreza con plata.
Y sucede lo mismo con nuestros espacios de encuentro. Las plazas desaparecieron. Los parques se enrejaron. Los peatones son enviados a puentes. Y lo que en otras ciudades –las mismas en las que nuestros millonarios guardan su plata– son espacios gigantes públicos, en la capital del Perú es un coto cerrado inaccesible. En la mentalidad peruana, eso es progreso: edificios sin parques. Wall Street sin Central Park.
Hoy es Día del Padre y hay toque de queda. En la vieja normalidad, a muchos no les habría quedado más alternativa –no habrían concebido otra cosa– que irse en familia al mall más cercano. En la nueva normalidad, lo admite el mismo Neuhaus, los malls ya no sirven para eso. El problema está en que las ciudades del Perú se han ido quedando sin alternativas, sin espacios públicos reales. Concesionamos esa función a los malls, que ahora ya no la pueden cumplir.
Sabemos que la probabilidad de contagio es mínima al aire libre. Vale la pena insistir en eso ahora que la cuarentena está por terminar: los encuentros con mascarilla y distancia social en un espacio abierto y público son de riesgo casi nulo. La nueva normalidad implica asumir que lo que antes considerábamos «normal», no lo era. Es hora de empezar a cuestionarnos que tan normal es tener ciudades que se fueron quedando sin aire libre.