
Por: Josefina Miró Quesada Gayoso
El domingo 21 de abril de 2024 por la mañana, Ana Estrada accedió a la eutanasia. Usó el permiso que, por primera vez en la historia del Perú, el Estado le otorgó en 2022 tras reconocerle, mediante una sentencia ratificada por la Corte Suprema de Justicia, el derecho a morir con dignidad.
Le devolvió lo que siempre fue suyo: la libertad de elegir cómo, cuándo y dónde morir conforme a su idea de dignidad, sin que el médico que la asista sea criminalizado.
Un día antes, tuve el privilegio de dedicarle una charla TEDx a ella y a María Benito, mi otra defendida que luchaba por el mismo derecho a morir con dignidad. No podía evitar que se me quebrara la voz en el escenario. Los nervios me delataban.
Yo sabía lo que nadie más en ese auditorio de mil personas sabía: que ese sería el penúltimo día de Ana. Que habíamos llegado a la etapa final. Y que ella me estaría escuchando al otro lado de la pantalla que transmitía en línea el evento, ambas con los ojos humedecidos. Con un nudo en la garganta, recordé todo nuestro recorrido.
Ahí empezó mi despedida, después de años de luchar juntas cuesta arriba: contra la indiferencia, la burocracia, la apatía, la sinrazón. De haber logrado lo imposible: crear un nuevo derecho y, al menos en su caso, despenalizar la eutanasia, sentar un precedente y trazar una ruta a futuro.
La nuestra fue una travesía con victorias y caídas. Con destellos de esperanzas y golpes inesperados. Risas de complicidad, y llantos de frustración, indignación, rabia. Jueces que entendían el reclamo de Ana, otros que lo distorsionaban o peor aún, lo obstaculizaban. Médicos que le mostraban su apoyo en privado, otros que temían hacerlo en público. Luchar con la Defensoría, hacerlo luego sola.
Años de ser la vocera de Ana, de darle un ropaje jurídico a un reclamo humano. Después de tanto, todo llegaba a su final.
Siempre supe que Ana iba a morir pronto. Pero no luchábamos para que muera. Todos lo haremos algún día, aunque algunos insistan en negarlo. Luchábamos para que Ana decida adelantar su muerte para evitar un desenlace tortuoso. Ella sabía que si no lo hacía, iba a morir en términos que no quería. Sabía también que ese destino estaba más cerca que lejos.
Ana tenía una enfermedad incurable, autoinmune, grave y degenerativa (polimiositis) que había debilitado sistemáticamente sus músculos, dejando intacta su mente. Su cuerpo se debilitaba, pero ella, se volvía más sabia con los años.
Su temor más grande era morir de manera violenta, a cuenta gotas. Nunca se trató de promover la muerte. Sino de dignificar la vida en su etapa final. De recuperar el control que otros habían ejercido por años sobre su cuerpo. De tener el poder de decir: ‘ya basta’.
Fui testigo de su partida. Para entonces, la enfermedad estaba ya avanzada. Apenas hablaba. Los procesos infecciosos eran cada vez más frecuentes. Ana decidió que ese era el momento porque quería evitar seguir desintegrándose.

Josefina Miró Quesada fue defensora, vocera y amiga de Ana Estrada. Foto: Jessica Alva Piedra.
No quería repetir la muerte que tuvo en 2016 cuando fue internada en cuidados intensivos en el Hospital Rebagliati. Ahí, cuenta en su blog, “murió en vida”, de la manera más cruenta. “Regresó a casa alguien que tuvo que hacer su propio cortejo de sus restos. Luego nacería para nunca más morir”, me escribió en una carta pública.
Volvió a nacer con un propósito claro: conquistar su derecho a no morir desahuciada, sino en paz, con dignidad, en libertad.
La suya fue la despedida más hermosa que he presenciado. Ana lo había planeado todo: el brindis, la música, quienes la acompañarían, los símbolos, los objetos de los que se desprendía. Hasta su funeral fue diseñado como un recital, una celebración de su vida. Me pidió que leyera El Lenguado de Watanabe.
“Ponla mañana, por favor”, me dijo un día antes. Era Nessum Dorma. “De la escena de mar adentro”. Justo cuando Ramón Sampedro se levanta de la cama para empezar a volar, ser libre y navegar hacia las profundidades del mar. Eso era lo que ella quería, y lo que logró.
Ana me invitó a ver la muerte con otros ojos. En un país como el nuestro, parece algo imposible. Estamos acostumbrados a observarla bajo un encuadre violento: privaciones arbitrarias de la vida, usos excesivos de la fuerza letal, ejecuciones extrajudiciales, muertes por abandono o colapso del sistema de salud, asesinatos por sicarios o extorsionadores.
Alguna vez alguien me dijo: “¿cómo te atreves a pensar en una muerte en paz? Aquí uno muere como se vive”.
Puede ser audaz. Pero no dejo de pensar que es necesario remar por esta causa. La muerte es la única certeza de la vida. Nadie le puede rehuir. No por menos hablar de ella, desaparecerá. No debería ser utópico pensar que podemos decidir tener control sobre la forma en la que llega: especialmente, si sabemos que llegará inevitablemente a costa de la propia dignidad o integridad.
Alguien siempre toma esa decisión. El derecho a morir con dignidad busca que sea el titular de esa vida. No hay ser más autorizado para decidir cuánto más sufrir, cuánto más vivir, cuánto más seguir.
La noticia de la eutanasia de Ana la compartí al día siguiente: el lunes 22. Los titulares de prensa en el Perú y en el mundo no dejaban de repetir la palabra: “histórico”. Me escribían de Estados Unidos, Inglaterra, Brazil, España, Suiza.
Ana se convirtió en la primera persona en acceder legalmente a la muerte médicamente asistida en el Perú. Y lo hizo, luego de una batalla incansable. Narraban la historia y el legado de una mujer que revolucionó el país desde su habitación (la UCI más hermosa que he visto).
Una que nos enseñó a ser conscientes de nuestra finitud, fragilidad, libertad, dignidad. Ana logró que incluso los polos más opuestos algo compartieran: desde Cerrón hasta Mariátegui. De la izquierda a derecha. En su vasta mayoría, las palabras eran de agradecimiento, admiración, deferencia, respeto.
Ana no era solo mi defendida, era mi amiga, mi confidente, la mujer que me cambió la vida. Quien me enseñó a defender esta causa con alma, corazón y vida.
Cada día extraño hablar con ella. Contarle que las cosas siguen difíciles por acá, pero que su caso es un faro de esperanza de que, aún en las peores circunstancias, no todo está perdido. Quiero decirle que su legado aún vive. Que María logró lo que quería, y que estuvo inmensamente agradecida con ella.
Sé que falta mucho, pero poco a poco, estamos construyendo a paso firme sobre lo avanzado. Ana quería que la recordardáramos como la mujer que luchó y alzó su voz a pesar del miedo. Empezó a escribir de clic en clic con su índice derecho y nunca más se detuvo.
No imaginó que tantos harían retumbar su voz. Hace un año partió para nunca más morir. Su legado ya es inmortal.
* Foto de portada: Jessica Alva Piedra.