La pandemia, la inestabilidad política y la precariedad laboral han pasado factura a quienes ejercen (ejercemos) el periodismo. ¿Vale la pena ser periodista en estos tiempos? Y, bueno, SÍ.
Si usamos las redes sociales como medida, los periodistas no somos las personas favoritas de la ciudadanía. O somos mermeleros o somos caviares. O somos de la argolla —de distintas argollas, creo— o somos unos asalariados de la corrupción —de diversas corrupciones, comprobadas o no—, y así. No voy a justificar el comportamiento de ciertos coleguitas cuyo trabajo es todo menos riguroso y de servicio a la comunidad; solo quiero hablar de lo que significa ser periodista en el Perú para quienes intentan hacer su trabajo honestamente.
Quienes ingresamos a la universidad antes del año 2005 tuvimos no solo una educación más analógica, sino también una visión del periodismo más analógica. El periodismo era una profesión romantizada. El periodista bohemio, buscador de la verdad, con un cigarrillo en la boca y que no se tenía amigos, sino fuentes, era la imagen de la que muchos se guiaron para elegir ser periodistas. No eran épocas de redes sociales, y la única forma en la que el público podía decirle al periodista lo bien o mal que hacía su trabajo era enviando una carta al medio de comunicación. Es cierto que hay algo que no ha cambiado: el ego de quienes creen que la suya es la única verdad y se aprovechan de la plataforma pública que tienen para difundirla sin remordimientos. Pero solo por un ratito, no me refiero a ello.
El periodismo hoy es más difícil de ejercer. Todos los años salen centenares de periodistas de las universidades, muchos de ellos soñando con ser influencers; los medios tradicionales tienen problemas económicos… y los nuevos medios también, por lo que, para vivir decentemente, un periodista suele necesitar más de un trabajo y compartir el tiempo con la docencia universitaria o con trabajos corporativos en el sector privado o en el público. Esto último es complejo, pues no falta quienes, en este camino, van en contra de la ética sin ningún reparo: es diferente hacer una investigación académica o una memoria institucional que ser el media trainer de personajes que son tus potenciales entrevistados.
Pero, sigamos con las dificultades: La competencia por la atención del público es feroz, pues el ecosistema digital está saturado de propuestas informativas; las fake news se multiplican; al tener los medios problemas de presupuesto y los periodistas necesitar más de un trabajo, los niveles de estrés aumentan y su salud mental se va resquebrajando. Esto, por supuesto, no es exclusivo de la profesión periodística, pero hoy estamos hablando de ella, así que…
En octubre del año pasado se hizo público el estudio “Análisis de la Salud Mental de los Periodistas, Durante la Pandemia de COVID-19 en Ecuador, Perú y Venezuela” con resultados de una encuesta aplicada a 315 periodistas de estos tres países. Miremos los resultados peruanos: el 64% de las personas encuestadas estaba en riesgo de padecer ansiedad e insomnio; 47% estaba en riesgo de somatizar los problemas psicológicos en problemas físicos; el 28% dijo haber sufrido depresión y el 27% haber pensado en cometer suicidio. En todos los casos, el número de periodistas peruanos afectados es más alto que el de los otros países.
Al analizar este asunto, especialistas consultado por el portal Latam Journalist determinaron que la causa de estos problemas de salud mental tenían que ver con la pandemia y con la crisis política. Añadiría yo, con la precariedad laboral. Lo digo con conocimiento de causa: el año pasado perdí mi trabajo como periodista cultural de El Comercio porque me agarró la reducción de personal. Desde entonces, soy docente a tiempo parcial en una universidad, hago guiones para un extraordinario programa de televisión, escribo esta columna y he hecho los más diversos trabajos relacionados con la comunicación, pero me ha sido imposible volver a un medio o encontrar un trabajo “estable”.
Diciembre y enero son meses muy bajos para quienes trabajamos por nuestra cuenta. Provista de un tiempo libre que no he tenido nunca desde que empecé mi carrera periodística, entré en una espiral depresiva. Me cuestioné la vida entera. Entre otras cosas, me pregunté si había hecho bien al elegir el periodismo como destino y si hacía bien en persistir en él. Fueron días grises. Pensé incluso en estudiar algo breve o emprender un negocio para cambiar de destino. Ninguna de las dos cosas tiene nada de malo, por supuesto, excepto porque no sería feliz si lo hiciera.
Es triste que en un momento de la vida muchas personas se vean obligadas a decidir si nuestro trabajo tiene que hacernos felices o solo tiene que darnos de comer. Es un privilegio poder hacer ambas cosas, así como el poder cuestionarse sobre el sentido de la vida y de la felicidad. Sin embargo, algo que me ayudó a salir de esa depresión que me tuvo presa más de 40 días, fue el recordar por qué quise ser periodista: porque quería estar donde pasan las cosas. Sigo creyendo que esa es la esencia del periodismo, estar donde pasan las cosas y asumir que tenemos un compromiso con una sociedad que no puede estar en ese mismo lugar. Por eso escribo en este espacio. Por eso veo La Encerrona todas las mañanas, leo Volcánicas, Dromómanos, Mongabay… con la misma confianza con la que entro a las páginas de El Comercio, El País, New Yorker… Porque hay un periodismo por el que vale la pena trabajar, por el que vale la pena apostar y con el que vale la pena colaborar. Ojalá ustedes también lo vean así. Nos vemos en el camino.
Katherine Subirana Abanto es periodista.