El caso de Yanira Dávila contra La República ha dejado de ser el reclamo de una persona más, de tantas, maltratada por un medio. Se ha transformado en un debate sobre el ejercicio mismo del periodismo en un mundo en el que la gran mayoría de interacciones, gracias a la pandemia, ocurren online.
Para un medio, reportar hasta la náusea cada cosa que «sucede» en Internet era tan solo una salida fácil ante la constante reducción de personal. El costo-beneficio de obtener clics, views y engagement con un solo empleado cortando y pegando tuits de celebridades durante horas es bastante mayor al de tener a esa misma persona en la calle, dedicando un día entero a reportear un solo evento que producirá una sola noticia que, por más importante que sea, no verán tantas personas.
Ahora los medios tienen incluso menos personal que antes de la pandemia. Ahora menos reporteros se pueden dar el lujo de salir a la calle. Ahora, el contenido original ya no solo es costoso de producir, sino peligroso. En el Perú, en lo que va de la pandemia, han muerto 163 periodistas.
El hecho, también pandémico, de que los periodistas ya no compartamos una sala de redacción ha terminado fragmentando el espíritu de cuerpo de esas redacciones. O, en todo caso, ha conseguido que los desacuerdos internos de los medios terminen aireándose en las redes, cuando solían ser más privados. Ha pasado con La República, en el que una cantidad abrumadora de reporteros y columnistas se posicionaron en público contra un nefasto editorial de su diario quejándose por la sanción que le impuso el Tribunal de Ética del Consejo de la Prensa por el caso Yanira.
A todos ellos, en su columna diaria, Augusto Álvarez Rodrich –miembro del comité editorial del diario– los llamó «activistas»:
El activista de una causa se equivoca cuando ve eso como enemigo a destruir en vez de potencial aliado por persuadir con su mejor argumento. Y, peor aún, cuando, siendo parte de un medio –lo que puede ser contradictorio–, se suma a revueltas ‘enredadas’ en vez de hacerlo desde el propio lugar en el que trabaja, un estilo que, lamentablemente, crece en el periodismo como apuesta por la individualidad a costa del fortalecimiento del medio, lo que, sin duda, acabaría beneficiando a esos mismos profesionales del periodismo, que son distintos que los del activismo.
Pero el fenómeno no ha ocurrido solo en el Perú. En los Estados Unidos, el New York Times vivió hace poco una pequeña revolución, después de que su sección de Opinión publicara una columna que pedía una intervención militar contra los manifestantes de Black Lives Matter. Tensiones similares se han vivido en otras redacciones, también por el asunto racial, como en el Washington Post.
En el Perú, el clivaje, el parteaguas, parece ser la violencia de género y su respuesta feminista. En una nota en Hildebrandt en sus Trece sobre el caso Yanira se cuestionaba la presencia de una flamante «editora de género» en La República, llamándola «neodictadora de las barras bravas del feminismo.»
Pero no estoy seguro de que, en el caso peruano, la misoginia sea realmente el tema de fondo. Veamos unos ejemplos –más antiguos– del mismo diario, recopilados por Diego Salazar
Y mi favorito:
Aquí, claramente, hay un problema de xenofobia.
Pero qué decir, entonces de las siguientes «noticias»:
Aquí los agraviados no son los venezolanos ni las mujeres, sino básicamente cualquier persona con cierta noción de lo que es la realidad.
Por supuesto, ya no van a encontrar notas en La República sobre reptilianos (ni sus amigos los homúnculos). Tampoco aparecen ya, en los últimos meses, artículos sobre lo raros o nocivos o polémicos que resultan los venezolanos en nuestro país. No es que la cábala de los reptilianos que dominan el mundo hayan logrado infiltrar el accionariado de La República. Simplemente sucedió que las burlas externas y las críticas internas fueron corrigiendo estas malas prácticas.
Seguro con el pasar de los días dejarán también de hacer largos artículos de ocho párrafos sin ningún tipo de valor agregado sobre cualquier tuit de una mujer con una actitud «llamativa» (es decir, alguna reivindicación feminista o algún comentario sobre un tema ajeno a su feminidad estándar, como el fútbol). Que es, en esencia, lo que pasó con Yanira Dávila. Un tuit de nueve palabras fue transformado en una noticia de ocho párrafos «explicando» las circunstancias del tuit y destacando «el revuelo» que había provocado en redes sociales.
Me corrijo, entonces. El problema de fondo sí es la misoginia. Y el problema de fondo es la xenofobia. Y el racismo. Y todos los otros problemas de fondo de la sociedad. Que los periodistas tenemos el deber de exponer. Aunque muchas veces confundamos exponer con explotar, justo aquello en lo que radica la diferencia entre el periodismo real y el amarillista.
Lo que hace La República en su web, muchas veces, es explotar esos problemas, esas taras, esas tragedias de nuestra sociedad para generar clics. Clics de gente que es parte del problema. No es muy distinto de los noticieros que le dedican minutos y minutos a las violaciones o de los programas de farándula siempre tan preocupados por quién se acuesta con quién. La República web no son los únicos ni los más descarados en su adicción al clic bait, en su claudicación ante los algoritmos de Silicon Valley, pero sí son los últimos de quienes se esperaba esto.
Sí es muy distinto a lo que intenta hacer La República en su habitualmente correcta edición impresa. ¿Pero quién sigue leyendo diarios impresos en estas épocas? Con mayor frecuencia, la marca de un medio se asocia casi exclusivamente a su producción digital. La República tendría que haber aprendido lo que le pasó a su vecino, El Comercio, cuando hace una década decidió, a toda cosa, que tendría que superar a Cholotube como la página peruana más vista. Y lo consiguió así:
¿El costo? Que hasta ahora –años después de haber corregido el rumbo– mucha gente lo siga llamando El Tromercio. Que hasta ahora –a pesar del buen contenido generado por sus periodistas– mucha gente se resista a pagar una suscripción por leerlos.
La República impresa tiene un público bastante más fiel y activista que los de su equivalente de El Comercio. En principio, debería haber sido más fácil para ellos haber abandonado la dependencia de los clics y haber pasado al modelo de suscripciones. Pero este incidente de Yanira –y la terquedad de insistir en respuestas legalistas a un asunto no judicializado, sino ético– precisamente los aleja de ese sector del público que podría haber considerado pagar por su sólida cobertura política y judicial y su notable selección de columnistas.
En La Encerrona habrán notado que siempre intento recalco los nombres de los reporteros que consiguen una primicia. Que siempre trazo una línea entre los medios y sus periodistas. Que puedo criticar mucho a un diario o un canal, pero que si producen una información relevante, la cito y la destaco. En un mundo con una vorágine perpetua de «contenido», el filtro periodístico es más necesario que nunca.
El problema está en que el modelo de negocio de los medios estaba diseñado para un mundo distinto, para una economía en la que no cualquiera tenía acceso a los medios de producción de la información, para ser administradores de la escasez de contenido. Hace más de una década que esto ya no es así. Que la situación se invertido totalmente. Y, sin embargo, los medios insisten en ser un altavoz, en vez de un filtro. No puedes ser un altavoz en un mundo lleno de ruido. Eso solo te obligará a hacer más bulla, a gritar lo que la gente quiere escuchar. A darle misoginia, xenofobia, repitilianos.
Por suerte, los periodistas de La República lo han entendido. Ojalá pronto lo entiendan también sus jefes.