Hay algo que recorrió la espina dorsal solo de nosotras, las mujeres, al seguir esta noticia: la sensación de vulnerabilidad
Juan Carlos Peralta Chanca no es un monstruo. Lo que hizo es monstruoso, pero él está lejos de ser un ser mitológico. Es un ser humano producto de una socialización patriarcal y machista, y de una educación sentimental del mismo corte. Esto le hizo creer que podía violentar no a una, sino a dos mujeres que él consideró “su propiedad”: su pareja —una adolescente que hoy tiene 14 años— y su hija, una bebé de once meses.
La madre de la adolescente ha declarado que su hija quedó embarazada a causa de una violación y que es frecuentemente agredida por Peralta Chanca, con quien convive. La bebé de once meses murió la semana pasada a causa de heridas producto de una violación de parte de su propio padre. El día que este hecho se hizo público el desconcierto, la rabia la indignación y el asco, invadieron las redes sociales. Pero hay algo que recorrió la espina dorsal solo de nosotras, las mujeres, al seguir dicha noticia: la sensación de vulnerabilidad. Por ello, le doy toda la razón a la autora de este tuit:
Por supuesto, ante este mensaje no faltaron comentarios como: “No todas las mujeres”, “El aborto no es la solución”, “¿Dónde estaba su madre?”
Y así.
La referencia al aborto o el uso de frases como “Perú, país de violadores” o, en este caso, “El Perú les falló a las mujeres de todas las maneras posibles”, despierta de pronto la furia en los sectores más machistas y conservadores. Somos la mejor hinchada del mundo, todas y todos; pero cuando hablamos de cómo Lima se posiciona en el quinto lugar del ranking de las ciudades más peligrosas del mundo para las mujeres, nadie se quiere dar por notificado. La violencia es un problema social ante el que la población exige soluciones. La violencia contra la mujer es un tema susceptible de ser calificado como una exageración, una cosa de feministas o, en el peor de los casos, un invento.
Pero el Perú nos falla a las mujeres todos los días y tenemos pruebas: el índice de deserción escolar es más alto en mujeres (10.2%) que varones (8.4%) y la tasa de analfabetismo rural entre mujeres llega al 22.8%, según cifras de CARE. Y solo una de cada diez mujeres en nuestro país logra acceder a la educación superior, según el INEI.
Sigamos. En el Perú, al 2019, tres de cada cinco mujeres entre 15 y 49 años que tienen o han tenido una relación de pareja han manifestado haber sufrido en algún momento una forma de violencia por parte de esta, según se documenta en el libro “Ser mujer en el Perú” de Josefina Miró Quesada y Hugo Ñopo.
La Defensoría del Pueblo dio a conocer que entre enero y febrero de este año se reportaron 2764 casos de violencia sexual hacia niñas/os y adolescentes. El 92% de ellos fueron dirigidos solo hacia niñas y adolescentes mujeres; es decir, un promedio de 43 casos por día. Y estas son cifras solo de las denuncias que se realizan. El número de violaciones que no se denuncian por temor, por amenaza o porque son pocas las posibilidades de denunciar —pensemos en las zonas rurales y el difícil acceso a la justicia en ellas— quedan solo a nuestra especulación.
Por otro lado, según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, hasta mayo de este año se habían registrado 58 feminicidios en el país. Es decir, cada dos días matan a una mujer.
Y así.
Ante este panorama, y frente a casos como el que hoy nos convocan, es increíble la facilidad con la que declaramos a los agresores como Juan Carlos Peralta Chanca como una anomalía y perdemos de vista la responsabilidad histórica de una sociedad y un Estado que sostienen —y que en estas épocas incluso defienden— las estructuras de una educación y una socialización machista y dominante, el escenario perfecto para que la violencia contra las mujeres sea una constante.
Entonces, suenan más alto las voces que piden que “a este maldito lo castiguen con la pena de muerte” que aquellas que preguntan cómo enfrenta el Estado peruano la violencia contra la mujer, más allá del enfoque punitivo contra el agresor o de un acompañamiento —cuyo sistema no siempre funciona— para la víctima. Es difícil hablar de prevención, de educación o de cambio de estructuras sociales cuando los esfuerzos para implementar el enfoque de género como política pública transversal han sido boicoteados desde el Congreso o por organizaciones conservadoras que avanzan sin que el Estado y los poderes fácticos pongan mayor resistencia.
Así las cosas, el Perú nos seguirá fallando. Las cifras de violencia contra la mujer seguirán sumando números y seguiremos conociendo historias de terror de mujeres que podríamos ser cualquiera de nosotras. Tal vez hay cosas que no quieren cambiar, pero el primer paso está dado: nosotras ya hemos cambiado. Y nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio.