«Si los políticos entienden que esta es su única chance de ejercer poder, no pierden nada haciendo apuestas de todo o nada.»
Algo ha cambiado en la derecha peruana. Primero despacio, y luego aceleradamente, más y más sectores se han ido sumando a un coro que asume abiertamente posiciones represivas y autoritarias. Este “endurecimiento” es evidente en discursos y acciones impensables entre políticos, periodistas y militares hace unos años.
Con el fin del fujimorato y del siglo XX, entre sectores del centro hacia la derecha surgió un amplio consenso (o quizás sea mejor llamarlo un tabú) que impidió abrazar posturas abiertamente autoritarias. En momentos en que sectores de la izquierda peruana volvía a ilusionarse con la vía populista y eventualmente autoritaria de Hugo Chávez tras su victoria en 1998, la derecha peruana trataba de desembarazarse del desprestigio al que los arrastró Alberto Fujimori. Desapariciones, torturas y maletines con dólares en video iban a pesar en la memoria por mucho tiempo. Políticos y figuras públicas de derecha que habían apoyado la mano dura y todo lo que fuese necesario para restablecer el orden, guardaron sus opiniones para conversaciones privadas o fueron empujados a los márgenes del debate público. Y quienes entraban a la política por primera vez durante el colapso del fujimorato, buscaron plegarse a posiciones políticamente liberales o acercarse al paraguas del “antifujimorismo“.
En cualquier caso, el tabú (anti) autoritario se instauró.
Pero lo que vemos desde hace algunos años y con mayor intensidad desde las elecciones de 2021 es la quiebra de ese tabú. Las exaltadas “acusaciones” de comunismo tanto a Vizcarra como a Sagasti; las promesas de Keiko en campaña de aplicar una “demodura”; las infundadas y alucinadas acusaciones de fraude en 2021; los llamados a las fuerzas armadas a intervenir en política; el desfile diario en televisión de periodistas y políticos advirtiendo de una inminente dictadura; y finalmente una oposición que desde el inicio buscó ajustar la Constitución a su voluntad de remover a Castillo de la presidencia. Todo ello ha precarizado aún más nuestra ya precaria democracia. Vacado Castillo, este mismo sector valida y hasta promueve la represión desmedida del gobierno de Boluarte.
¿Por qué se quebró el tabú autoritario entre la derecha post-fujimorato?
Aquí desarrollo algunas hipótesis:
En primer lugar,
nuestros políticos tanto de derecha como de izquierda han asumido una mentalidad que tiene en consideración sólo el corto plazo. ¿Por qué? La alta fragmentación electoral que ha convertido las elecciones en una lotería (hoy se puede llegar a presidente con menos de 20% de los votos en primera vuelta), la alta rotación en el poder (el partido en el poder suele no tener ningún poder cinco años después) y hasta el encarcelamiento de nuestros políticos han comunicado un claro mensaje a nuestros políticos: el poder en el Perú es frágil y breve.
La brevedad y fragilidad del poder ha favorecido posiciones extremas y desleales con los adversarios, tanto en derecha como en izquierda. Favorece posiciones extremas porque, si los políticos entienden que esta es su única chance de ejercer poder, no pierden nada haciendo apuestas de todo o nada.
De la misma forma como ganar la lotería favorece el derroche y la inversión irresponsable, lo mismo sucede con el poder político. Ser «duro» y maximalista se vuelve una virtud. Y favorece posiciones desleales con la democracia porque elimina los incentivos para la autocontención. La democracia descansa, en parte, en el supuesto de que los actores no usarán todo el poder a su disposición para atacar a sus adversarios. Después de todo, el poder es temporal y mi adversario en la oposición hoy puede estar en el poder mañana. Pero si ni mi adversario ni yo mismo tenemos seguridad de volver a encontrarnos en el futuro, ¿por qué no golpear con todo?
En segundo lugar,
el fantasma del Chavismo latinoamericano ha radicalizado a la derecha. El politólogo Kurt Weyland, en su reciente libro Revolution and Reaction, busca explicar el origen de las dictaduras militares instaladas entre los 60s y los 70s en América Latina. Weyland señala que, aunque la revolución cubana buscó ser replicada en distintos países de América Latina, su efecto práctico fue el quiebre de democracias latinoamericanas. La izquierda regional sobreestimó su capacidad para replicar la revolución o para avanzar una agenda radicalmente redistributiva, asumiendo erróneamente que las condiciones cubanas pre-revolución eran similares a las del resto de países latinoamericanos. Pero la derecha y los militares también sobreestimaron las chances de la izquierda, dando lugar a una coalición reaccionaria y autoritaria sostenida en el miedo de amplios sectores a un cambio radical del status quo, y que justificó una represión absolutamente desproporcionada.
¿Qué tiene que ver la revolución cubana con la actualidad? Creo que el Chavismo tuvo un efecto similar en América Latina y en el Perú al que en su momento tuvo la revolución cubana. La izquierda peruana viene persiguiendo un cambio institucional radical vía Asamblea Constituyente desde los tempranos 2000, cuando Hugo Chávez impulsó exitosamente ese proceso en Venezuela. Ayer y hoy, sobreestiman su capacidad para replicar la Constituyente y la hegemonía política que Chávez alcanzó en su momento. Pero sectores del centro hacia la derecha también sobreestiman las chances de un cambio radical por vía Constituyente.
El temor a este cambio ha producido una coalición represora que creyó inminente la llegada del momento Chavista en el Perú con la llegada de Pedro Castillo al poder. La violencia represora actual, absolutamente desproporcionada, encuentra justificación en ese temor.
En tercer lugar,
la derecha peruana ha sido afectada por una ola iliberal internacional. Tal como el Chavismo introdujo un encanto en la izquierda de los 2000, el Trumpismo lo ha hecho en la derecha actual. Las copias de Trump, políticos iliberales sin autocontención («dicen las cosas como son»), están en toda la región y en el Perú. Aunque esta derecha no ha sido tan exitosa en hacerse del poder como la izquierda Chavista, se ha convertido en un horizonte, en un modelo a seguir.
Y esto porque la derecha latinoamericana se encontraba sin rumbo luego del éxito electoral de la ola hacia la izquierda latinoamericana en los 2000. Salvo excepciones, como la venezolana, la izquierda no dejó tras de sí un desastre macroeconómico que diera espacio al viejo discurso tecnocrático de ordenar las finanzas. Los lemas de los ochenta y noventas ni emocionaban ni movilizaban. El modelo Trumpista, por el contrario, ha encontrado un espacio para hacer precisamente eso. Moviliza sectores intensos y “duros”, rechaza la moderación como “tibieza” y favorece la confrontación sin contención.
Finalmente
–y en línea con el temor identificado por Weyland como movilizador represivo–, en el Perú, Castillo terminó por gatillar una profunda reacción por temor a «los de abajo». En sociedades altamente desiguales, y con jerarquía étnicas y territoriales claras como el Perú, los de arriba y los de abajo no son sólo desiguales, sino “diferentes”. La solidaridad intergrupal es menor y la sensación de amenaza de unos respecto a otros es mayor. En estas condiciones, la parte superior de la pirámide es sensible a movimientos súbitos hacia arriba desde la base.
El gobierno de Castillo no fue un gobierno profundamente redistributivo. No significó cambios en la estructura social peruana. Pero sí significó una súbita movilidad política. Fue la llegada del Perú periférico al poder, sin frenos ni amortiguadores. Y si hubo alguna redistribución, fue la redistribución de los privilegios y el cambio de unas argollas por otras. Salieron unos del grupo de WhatsApp con acceso al poder para entrar otros. Ya no sólo se veían apellidos distintos, sino nombres nunca vistos en el poder. Tengo la impresión de que parte del rechazo visceral a su gobierno y el apoyo a la represión desmesurada a quienes protestaron por su salida, se explica no sólo por ineptitud y evidente corrupción de Castillo, o por la violencia vandálica de algunas manifestaciones. Parte del apoyo a la represión ilegal parece un deseo de restablecimiento del orden en sentido amplio. Un intento de que cada uno vuelva a ocupar su lugar.
Rodrigo Barrenechea. Politólogo. Profesor de la Universidad Católica del Uruguay