Algunas moralejas que ya es muy tarde para aprender.
Hace diez días en nuestro país se cruzó una línea que parecía tabú: la de la formalidad democrática. Pedro Castillo intentó dar un golpe de Estado puro y duro. Sin matices, sin ambigüedades, sin ninguna pretensión de cobertura legal ni jurisprudencia que pudiera servirle de coartada. A lo 92.
Pero allí no acabó todo.
Desde entonces, los peruanos hemos cruzado varias otras líneas. Hemos visto, con estupor, una serie de incidentes que pensamos que no volverían a ocurrir nunca más: desde militares asumiendo la vocería del gobierno hasta soldados asesinando ayacuchanos.
Repito la frase porque yo mismo no puedo creer haberla escrito, hoy, en pleno 2022:
Soldados asesinando ayacuchanos.
En los días que vienen vamos a seguir cruzando más líneas que antes pensábamos barreras infranqueables y, ahora, descubrimos que estaban trazadas en la arena. Está claro que el punto de quiebre fue el golpe de Castillo pero este solo fue la culminación de un largo proceso de degradación del que todos hemos sido testigos todos. Un proceso en el que las líneas que se cruzaban no eran las de la legalidad –hasta que ocurrió el golpe todos intentaban guardar aunque sea la apariencia de jugar dentro de la ley– pero sí eran líneas de, a falta de una mejor expresión, buenas costumbres
¿Buenas costumbres?
Sé que suena anticuado y –viendo lo que pasa– quizás lo sea. Aquí me robo un concepto de la entrevista con Levitsky, la semana pasada. Él menciona, como uno de los síntomas de las democracias moribundas, el constitucional hardball, es decir, el juego duro constitucional. O sea, un juego, en teoría, dentro de las reglas pero que aunque no cruza las líneas sí que las empuja hasta el límite
Veámoslo así. A pesar del fetiche de las izquierdas, una constitución no te resuelve cada aspecto de la vida. Existe una serie de reglas no escritas qué son tan esenciales para mantener la democracia como aquellas que están en blanco y negro.
Quizás el fútbol lo explique mejor: el fair play no tiene reglas pero todos reconocemos cuando alguien lo desprecia.
Por ejemplo, una norma básica del fair play político –que no está escrita en ningún lado pero que existe en cualquier democracia– había sido que los partidos respeten a las instituciones electorales y acaten sus decisiones. Gritar fraude sin que haya ningún elemento razonable para hacerlo no solo hundió al país en la zozobra sino que le dio una puñalada mortal a nuestra democracia, que desde entonces no ha hecho más que desangrarse. Hasta que Castillo, la semana pasada, le dio el tiro de gracia.
Pero esa no ha sido la única línea que hemos cruzado.
Antes hubo otra muy popular, en su momento: el encarcelamiento de la lideresa de oposición y el allanamiento de sus locales partidarios. No existe una regla escrita que defienda la intangibilidad de los partidos políticos ni de la figura del líder de la oposición, obviamente. Sin embargo, se asume que en democracia esas cosas simplemente no pasan. Pero ocurrieron y todos celebramos.
Puedo hacer aquí una lista larga de momentos en los que las reglas no escritas se rompieron y en los que las sí escritas se llevaron al límite: desde la disolución del Congreso por parte de Vizcarra, pasando por la censura a Jaime Saavedra o la exhibición de las agendas de Nadine, y retrocediendo hasta esa suerte de batalla prototipo que fue la revocatoria a Villarán. Todos esos momentos tienen en común que el adversario dejó de ser eso, simplemente un adversario, y se convirtió en el enemigo.
Uno a ser demolido hasta que no quedase nada de él o de ella.
Para el público general, que ignora los intríngulis de la política cotidiana, todo esto le puede sonar muy marciano. Pero era así. Cuando yo era un joven reportero –en los albores de lo que, ahora lo sabemos, fue solo una pequeña primavera democrática– , muchas veces políticos de distintos bandos me hicieron saber qué cosas no pensaban decir o hacer, qué era aquello que consideraban ya muy maleado, cuáles eran esas líneas no escritas que no pensaban cruzar. Y más de una vez, en estos últimos años, he visto a esos mismos viejos políticos ir cruzando todas esas líneas que en su momento ellos mismos habían demarcado.
Mi hipótesis personal es que las redes sociales incentivaron estas conductas en los viejos políticos: las redes están llenas de gente que no es política, que no entiende estas sutilezas y a quienes les parecería raro actuar de acuerdo a ellas. Esos no-políticos, por la tendencia natural de las redes, se radicalizan y a su vez exigen radicalidad a sus representantes. Y estos ceden. La tentación de incendiarlo todo siempre es muy grande.
El problema de los últimos meses es que quienes llegaron al poder ni siquiera eran conscientes de que estaban cruzando esas líneas. Desde Castillo hasta Cavero, desde Dina hasta Málaga, estos no-políticos no entienden lo que están haciendo: no son ni siquiera conscientes de que existen (o existieron) unas líneas. Son elefantes en una cristalería.
Ya saben, la famosa frase platónica: el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres. En el Perú, todos nos desentendimos.
Pedro Castillo le metió un tiro en la sien a la democracia peruana. La única forma de salvar el paciente habría sido con más democracia. En vez de eso nos hemos nos hemos encaminado exactamente en la dirección opuesta.
Esto se debe en parte a la ausencia de cultura política y democrática de quienes están ahora mismo a la cabeza. Lo máximo que había hecho Dina Boluarte en su vida fue administrar un local de RENIEC. Y sus ministros son un montón de tecnócratas seguramente bien intencionados pero tan perdidos en el espacio –es decir, en la política– que no son capaces de entender la grave implicancia histórica de ser parte de un gabinete que ha enviado a militares a matar gente a Ayacucho.
En los siguientes días y seguramente en las siguientes semanas vamos a cruzar muchas más líneas. Y me gustaría terminar este texto con una moraleja, con optimista cautela, diciendo que deberíamos estar atento a cada una de esas transgresiones, aprendiendo de ellas para que, cuando todo haya acabado y reconstruyamos el país, sepamos cuáles son esas líneas, dónde trazarlas y castiguemos aquellos que intenten nuevamente, en el futuro, cruzarlas.
Pero, honestamente, lo único que me ha quedado claro durante estos diez días de colapso es que parece que no somos capaces de aprender ninguna lección de nuestra historia.
Soldados asesinando ayacuchanos.