Hace exactamente 18 años, un grupito de radicales se acercó al monumento a Cristóbal Colón –en el Paseo que todos creen que también se llama así y cuyo nombre oficial nadie recuerda– a vandalizar unos adornos florales que habían dejado a sus pies.
– ¡Lo hemos destruido! –gritaban.
No habían destruido nada, solo unas flores. Pero estaban contentos de haber protestado contra el «descubrimiento» de América.
Los vándalos terminaron en la comisaría y pocos años después su ídolo terminaría –inútilmente– como presidente del Perú. Pero esa es otra historia.
Hoy, esa protesta floral –que hace menos de dos décadas era considerada francamente extravagante y exagerada– sería considerada suave.
Hace unos meses, en el contexto de Black Lives Matter, decenas de estatuas de Colón fueron derribadas, destrozadas y hasta decapitadas a lo largo de los Estados Unidos. Y esta semana, en México –ante amenazas bastante creíbles de derribo de la famosa estatua de Colón en pleno Paseo de la Reforma– las autoridades decidieron llevársela para «restaurarla» por un plazo indeterminado.
Mientras tanto, justo ayer, la Municipalidad de Lima decidió –más bien– publicitar en redes sociales la restauración de la estatua.
Como era de esperarse, se originó una polémica tuitera alrededor de la pertinencia de esta restauración.
Ciertamente, ambos bandos tienen puntos bastante válidos. Cualquiera que conozca en serio la historia de Colón, sabrá que se trató de un personaje francamente detestable. Y aquí no cabe ninguna relativización moral o comprensión por el contexto histórico. Incluso bajo los estándares de su época, se le consideraba cruel y sanguinario. La esclavización y mutilación de los indígenas, ordenadas por él, están bien documentada por contemporáneos suyos que se escandalizaron de sus actos. Ni siquiera los hispanistas más reivindicadores lo defienden ya.
Pero quizás ese no sea el fondo del debate.
En un mundo sin horizontes comunes, sin discursos oficiales universalmente aceptados, sin referentes incuestionables, todos nos hemos recluido en trincheras. El consenso histórico sobre Colón puede ser cada vez más creciente, pero dudo que eso le importe mucho ni a sus defensores ni a sus detractores.
En realidad, los monumentos a Colón no son homenajes al personaje histórico, sino, más bien, son símbolos del legado hispano en América. Un legado que se deja sentir en sociedades en las que, medio milenio después, como ya decía Nicomedes Santa Cruz, «un cholo que mande» o «un blanco sin plata» son anomalías.
El discurso oficial, al menos en el Perú, es que todos somos «mestizos». Y esto puede ser técnicamente cierto para muchos, pero también es cierto que, como diría Orwell, unos son más mestizos que otros. Dependiendo de qué tan cómodo o incómodo te sientas con todo lo que implica el legado hispánico que Colón simboliza, te posicionarás (o no) respecto de sus estatuas.
Sobre todo si es que el monumento perpetúa una imagen tan fuerte como esta:
[Curiosamente, quien parece haber tenido una mejor actitud ante estas situaciones fue el peor alcalde de Lima, Luis Castañeda, cuya gestión, hace años, dispuso retirar a Francisco Pizarro de la Plaza de Armas. Se trasladó al Parque de la Muralla y allí continúa, sin que nadie haya propuesto nunca «devolverlo» a su sitio original.]
Se intentó comparar este debate a las histerias de cierta derecha respecto del financiamiento estatal a documentales sobre Velasco, el año pasado; sobre Hugo Blanco, hace unas semanas, y, por estos días, Javier Diez Canseco. Básicamente se ha dicho que era «pensamiento binario», que tanto unos como los otros pretendían borrar de la historia a los objetos de sus furias. Creo que esta analogía se trata de un error.
Por más histérico que haya sido la trinchera reaccionaria, no estaban pidiendo la censura de esos documentales, ni borrar a los personajes de izquierda de la Historia, sino que se cuestionaba el financiamiento público de esas películas (o de sus distribución). Podríamos reducir su posición a «con nuestra plata no». Lo que sigue siendo una estupidez, por supuesto. Los documentales –aunque tengan una legítima postura a favor del objeto de su retrato– son discursos que alimentan y propician el debate. Puedes no estar de acuerdo con ellos pero se genera una conversación –en principio, saludable– sobre la memoria histórica. El Estado no solo puede sino que debe destinar parte de su presupuesto a estimular la discusión sobre nuestro pasado.
Precisamente lo mismo que hace valiosos a los documentales sobre figuras izquierdistas –discusión, actualización, recontextualización– es lo que falta alrededor de monumentos a personajes como Colón o Pizarro. Discutir, por supuesto, jamás será lo mismo que derribar. En el New York Times le consultaron qué hacer a Julian Maxwell Hayter, profesor adjunto en la Universidad de Richmond, en Virginia (donde se arremetió contra un monumento a Robert E. Lee, un general confederado) .
“Estaríamos desperdiciando una oportunidad valiosa si no hablamos de lo que estas estatuas representaban y cómo eso resuena profundamente en el presente”, dijo en una entrevista. “Se puede resolver de muchas maneras. Se pueden dejar donde están y colocar placas explicativas; se puede hacer una especie de recreación artística; se puede encomendar a artistas que las reinterpreten. El objetivo final es contar una historia que vaya más allá de la adoración a estas figuras”.
Por el momento, las indignaciones sobre los monumentos a Colón siguen siendo una discusión tuitera, tan poco trascendente en el mundo real como lo fueron el puñado de etnocaceristas hace dieciocho años. Pero resulta crucial que usemos esto como excusa para hablar de lo que representan las estatuas. Sobre lo que elegimos reivindicar. Sobre cómo el pasado sigue en fluctuación. Si algo nos ha enseñado esta pandemia es que nada de lo que llamamos «normal» tiene por qué serlo.