Hablemos de lo normal.
¿Qué es la norma, lo habitual? Lo normal –lo tristemente habitual– es la violencia racial en los Estados Unidos. Lo normal –casi tradicional– es que las protestas luego de un asesinato racista se salgan de control.
Hasta aquí, lo normal.
Lo que no es normal –resulta insólito, casi de película–, es que los policías le metan el patrullero a las multitudes, disparen periodistas, lancen bombas de gas dentro de casas de los suburbios o que avienten al suelo a un anciano que trataba de huir con su bastón. Quizás la principal diferencia de estas protestas con las anteriores está en la actitud de la policía. Esta vez son los distintos cuerpos policiales a lo largo de los Estados Unidos quienes están escalando la violencia cada vez más.
Volvamos a lo normal:
Trump presenciando cómo la empresa de su amigo Elon Musk relanza la carrera espacial.
Y sí: es lo normal.
Uno estaría tentando a pensar qué imágenes más contradictorias para un mismo país. La brutalidad más abyecta y la ciencia más avanzada en una sola semana. Pero no hay contradicción alguna. Los Estados Unidos llegaron a la luna en 1969, solo meses después de que 125 ciudades estallaran en protesta al asesinato de Martin Luther King. La mayor ola de violencia en suelo norteamericano desde la Guerra Civil precedió al primer paso de la humanidad fuera de nuestro planeta. Violencia racial, sueño espacial: volvimos a lo normal.
Pero hay un factor en todo esto que resulta insólito, que nos saca de la norma, de lo habitual, y lleva este escenario al terreno de la impredictibilidad.
En realidad, son dos factores.
Uno ya lo adivinaron: es la pandemia. Se delata, a veces, cuando en las imágenes ves la mascarilla de un manifestante o de un policía. En esta foto aparece, con claridad, ese primer factor. Y también el segundo.
El segundo factor es el nacionalismo. O, en palabras de Harari: el aislamiento nacionalista. Que es la razón por la que estoy escribiendo esta columna.
Los cuatro países más afectados por la pandemia (Estados Unidos, Brasil, Rusia, Reino Unido) son naciones que han optado por políticas populistas que recurren a este tipo de discursos, cuyo corolario suele ser no solo la desconfianza ante «los expertos», sino también ante los vecinos. El populismo se justifica mediante enemigos: «La élite intelectual» es uno de los enemigos internos. «La globalización» representa a los enemigos externos.
Esto explica, por ejemplo, los contínuos ataques de la derecha populista de todo el mundo a la OMS, un ente globalizante de élites científicas. Es decir, la convergencia de ambas desconfianzas. Pero ese combo de temores en el país más poderoso del mundo también nos ha afectado directamente a todos los demás, incluido el Perú: los estados no cooperan entre sí brindándose información sobre la pandemia; se roban («confiscan») ventiladores, mascarillas y equipos; recelan de las advertencias de sus científicos, promoviendo determinados tratamientos por razones comerciales o, incluso, ideológicas.
Los peruanos solemos mirarnos el ombligo. Las secciones internacionales de los diarios o los noticieros están reducidas al máximo y consisten en titulares que ya vimos todos en Twitter o la eventual noticia pintoresca. Pero ahora más que nunca lo que ocurre allá afuera nos afecta. Y lo que ocurre allá afuera es un sálvese quien pueda global.
Ese es un estado de cosas mundial que no existía antes del estallido del populismo conservador en 2016. Un estallido cuyo momento más simbólico fue la elección de Trump. Cuatro años después, cuando el ministerio de Salud peruano quiere traer ventiladores del extranjero, necesita armar un plan estilo Jason Bourne para que no se las incauten en alguna escala. La globalización metió reversa a toda velocidad. La cooperación internacional se acabó. Vuelvo a Harari:
Desde que comenzó el Gobierno de Donald Trump, ha abandonado completamente su rol de liderazgo en el mundo respeto a crisis previas, como la epidemia de ébola o la financiera del 2008, donde lideró un esfuerzo junto a otros países y evitaron un desenlace peor. Pero en esta crisis, cuando empezó, Estados Unidos se desentendió completamente y no hizo nada.
El grito trumpista de America First lleva implícita la convicción de que en el nuevo desorden mundial habrá segundos, terceros y, por supuesto, últimos. Por eso es que lo que está sucediendo ahora mismo en el país que está First no solo en violencia sino también en contagios, nos afecta a los peruanos. Las consecuencias de lo que está ocurriendo ahora mismo en lo que aún es la capital del Imperio Global tendrán un impacto notorio en nuestro país.
Porque entre esos últimos implícitos en el America First está un país sudamericano que intentó salir de la cola y que fracasó. Un país con graves deficiencias estructurales que no pudo recurrir a ningún tipo de solidaridad global porque esta no existía más. De hecho, solidaridad es mucho decir. ¡Un país que ni siquiera podía comprar equipos médicos sin peligro de que se los confisquen! No ha sido el único factor, por supuesto, pero sí es uno de tantos. Uno que hay que tomar en cuenta. Un ingrediente más en la tormenta perfecta que está asolando el Perú. Muchos caminos salen de Roma, de la capital del Imperio, y uno de ellos, como el de un dominó, lleva de la elección de Trump al fallecimiento de un peruano en el Almenara porque no podía respirar.
«No puedo respirar» fueron también las últimas palabras de George Floyd.
«No puedo respirar» es una nueva frase normal.