- Es innegable la importancia de los bosques tropicales como sumideros de carbono y su aporte en la lucha contra el cambio climático, pero en la naturaleza se encuentran otros actores vitales que han pasado desapercibidos en esta tarea titánica.
- Turberas, manglares, humedales costeros de agua dulce, páramos y pastos marinos son solo algunos de los ecosistemas que tienen una enorme capacidad de capturar y almacenar carbono, pero no tienen suficiente protagonismo en los planes nacionales de adaptación al cambio climático de los países latinoamericanos.
- Los suelos de las turberas pueden almacenar entre tres y cinco veces más dióxido de carbono que otros ecosistemas tropicales y cifras similares se han encontrado para los manglares y los humedales costeros de agua dulce.
- Los pastos marinos solo cubren el 0.1 % del fondo oceánico, pero pueden almacenar hasta el 18 % del carbono oceánico mundial.
En la lucha titánica por mitigar los cambios del clima, los reflectores se han centrado mayoritariamente en la protección de bosques tropicales como las selvas de la Amazonía, importantes sumideros de carbono que pueden almacenar entre 60 y 230 toneladas de carbono por hectárea en bosques primarios.
Sin embargo, en Latinoamérica, hay otros ecosistemas que permanecen olvidados y relegados por los tomadores de decisiones a nivel mundial, a pesar de que la ciencia reconoce su papel clave para evitar emisiones de gases de efecto invernadero y que muchos de ellos almacenan incluso más carbono que los bosques tropicales.
Un equipo de Mongabay Latam recorrió diversos países de la región para visibilizar a los olvidados: páramos, humedales costeros, turberas, manglares y pastos marinos, ecosistemas clave y depósitos invaluables de carbono. A pocos meses de la versión 30 de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) en Belén, Brasil, estas seis historias muestran cómo comunidades, organizaciones y científicos se unen para conservar y estudiar estos ecosistemas vitales en la lucha contra el cambio climático y cuyo potencial aún no es completamente valorado.

Darle protagonismo a páramos, humedales costeros y pastos marinos
En la lucha contra el cambio climático todo ecosistema cuenta. Cada emisión de dióxido de carbono (CO2), metano y demás gases de efecto invernadero que no llegue a la atmósfera es crucial para evitar, o al menos contener y limitar, el calentamiento global.
El Acuerdo de París, adoptado en 2015, busca limitar el aumento de la temperatura global a menos de 2° C (grados Celsius) por encima de los niveles preindustriales, con un esfuerzo por mantenerlo por debajo de 1.5 grados. Sin embargo, el progreso hacia esta meta no va en el camino esperado.
Muchos países han presentado sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés), comprometiéndose a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, las evaluaciones han mostrado que los compromisos actuales no son suficientes.
Desde 2023, cuando se publicó el sexto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), quedó claro que se requiere una acción mucho más ambiciosa para lograr las reducciones necesarias a 2030. “Urge tomar medidas más ambiciosas. Si actuamos ahora, aún es posible garantizar un futuro sostenible y habitable para todos”, dijo en ese momento Hoesung Lee, presidente del IPCC.
Esas medidas podrían incluir empezar a ver –y a proteger– ecosistemas clave para la mitigación de carbono. Algunos estudios sugieren, por ejemplo, que una hectárea de suelo en el páramo puede almacenar hasta 338 toneladas de carbono en sus primeros 30 centímetros de profundidad, e incluso más dependiendo de las condiciones locales. En turberas dentro del páramo, la captura de carbono puede alcanzar incluso las 2000 toneladas.

En las zonas Boquilla de Oro y La Mancha, en Veracruz, México, se han encontrado que las selvas inundables pueden capturar hasta el doble de carbono (869 toneladas por hectárea) que los manglares contiguos (482), mientras que los humedales herbáceos capturan 692, según comparaciones realizadas por Patricia Moreno Casasola, investigadora del Instituto Nacional de Ecología (Inecol).
Los pastos marinos, aunque solo cubren el 0.1 % del fondo oceánico, pueden almacenar hasta el 18 % del carbono oceánico mundial, lo que los convierte en una potente solución frente a los efectos del cambio climático, según datos de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
Expertos entrevistados para este reportaje coinciden en que hay un despertar en el interés de los países en estos ecosistemas, pero hay varios obstáculos que se deben superar para vincularlos dentro de los NDC. Uno de ellos es que aún falta mucho por estudiar, en algunos casos ni siquiera se cuenta con un mapa detallado de su ubicación. Otro obstáculo son las extenuantes discusiones políticas para que los gobiernos tomen en cuenta el trabajo y los resultados de la ciencia. Priman demoras y trabas que impiden que los hallazgos lleguen oportunamente a los altos niveles gubernamentales que toman decisiones.

La “fijación” por los bosques
“Nuestras autoridades políticas y técnicas tienen una gran fijación en los bosques y tratan de lidiar con ellos, entonces no les queda tiempo para pensar en otras cosas”, dice el profesor Juan Carlos Benavides, coordinador del Laboratorio de Ecosistemas y Cambio Climático de la Universidad Javeriana en Colombia y quien tiene un largo historial de investigación en páramos y humedales.
Y no es que Benavides le reste importancia al papel de los bosques en el secuestro de carbono, sino que considera que hay un sesgo arraigado en la gente porque la educación ambiental en Colombia se ha enfocado en los bosques. “Aún hay mucho desconocimiento sobre el papel de los suelos, las sabanas, los pastos, los páramos. Como que nos da miedo mirar más allá. Romper con esas barreras y paradigmas es muy difícil”.
Benavides se ha acercado a los creadores de políticas públicas en el país para que comprendan, por ejemplo, la importancia de los páramos, no solo en términos de agua sino de captura de carbono.

Aunque comenta que los funcionarios públicos comprenden que es necesario avanzar en el conocimiento y conservación del páramo, es frustrante que los procesos sean tan lentos y que se tenga que empezar desde cero cada vez que hay un cambio de gobierno.
“El desafío más grande que tenemos es lograr la articulación entre los instrumentos técnicos del Estado y los instrumentos políticos que producen los documentos de política pública como los NDC, los compromisos de mitigación de gases de efecto invernadero, las estructuras de pago por servicios ambientales y sus mecanismos de gobernanza y salvaguardas sociales”, comenta Benavides, y sustenta su afirmación con un ejemplo contundente.
Según comenta, cerca de 2.9 millones de kilómetros cuadrados del territorio colombiano son páramos y un 20 % de esa cifra son humedales. Unas 300 000 hectáreas de humedales en páramo están degradadas pero, asegura, si se manejan y se recuperan se podría retener entre un 10 % y un 15 % de las emisiones del país. “Pero, como esos humedales ni siquiera están en los inventarios, no importa lo que usted les haga, el país no los puede utilizar para sus reportes porque no tiene metodologías que los reconozcan”.
A pesar de esto, existen iniciativas de conservación que intentan proteger el páramo. Por ejemplo, en el Parque Natural Regional Vista Hermosa de Monquentiva, en el centro de Colombia, se han implementado procesos de restauración ecológica desde hace más de dos décadas. Esto ha permitido conocer mejor la capacidad del páramo para hacer frente al cambio climático.
En esta iniciativa trabajan de la mano comunidades, organizaciones como WWF y Conservación Internacional y academia. El grupo de investigación del profesor Benavides desde 2017 estudia allí los gases capturados por este ecosistema, que hoy es un área protegida dedicada a la investigación y la conservación de la biodiversidad.

No son “malezas” acuáticas
Desde México, Patricia Moreno comparte opiniones similares a las de Benavides, aunque su trabajo se centra principalmente en humedales costeros de agua dulce. “Lo importante es que las autoridades, sobre todo las federales, se den cuenta de que también los humedales de agua dulce capturan muchísimo carbono. Y si realmente los incluimos, así como se está haciendo con los manglares, tendríamos una participación internacional mucho más fuerte contra el cambio climático”, asegura.
Moreno comenta que la superficie disponible de humedales costeros de agua dulce se ha reducido históricamente y continúa en descenso principalmente por la pérdida de hábitat causada por el cambio de uso de suelo para actividades agropecuarias. Este problema se agudiza con la falta de registros confiables, pues “desafortunadamente, estos ecosistemas no están contabilizados por la mayoría de los países”, explica, y agrega que en el caso mexicano la situación es tan crítica que se suele confundir a los humedales de agua dulce con los manglares, lo cual se refleja en los mapas y datos disponibles.
A esto se suma, dice Moreno, un desconocimiento histórico sobre estos ecosistemas. “Por ejemplo, muchos ingenieros hidráulicos les siguen llamando ‘malezas acuáticas’ porque históricamente se drenaban los desagües hacia estos ecosistemas incomprendidos en muchas partes del país y por eso se degradaron mucho”.
En medio de este panorama, en el estado de Veracruz se logró crear hace varios años el parque estatal Ciénaga del Fuerte, que busca proteger una extensa área de humedal. Además, en el sector de La Mancha, en ese mismo estado, campesinos lograron restaurar un potrero a su estado original de selva inundable con el apoyo de científicos.

El potencial de almacenamiento de carbono de los pastos marinos también es un mundo por descubrir. En países como Venezuela recién empiezan a explorar el potencial que tiene este ecosistema en las costas del país. “En Venezuela no existen investigaciones enfocadas en esta temática, ya que la mayoría de los estudios en estos ambientes han sido realizados en la diversidad de la fauna asociada y su biomasa, sin resaltar la importancia de estos ecosistemas como reservorios de carbono”, apunta Mayré Jiménez, investigadora del Instituto Oceanográfico de Venezuela (IOV).
Aunque las investigaciones sobre almacenamiento de carbono en pastos marinos aún se encuentran en etapas iniciales en Venezuela, gracias a ellas han podido detectar graves problemas. Por ejemplo, que la industria del turismo arrasa con estas plantas porque “afean” las costas y que un coral invasor proveniente del Indo-Pacífico está acabando con su hábitat natural y reduciendo su cobertura.
Con todo, las crisis políticas y económicas por las que atraviesa el país, y que han afectado a la academia, no han sido obstáculo para científicos como Jiménez, quien se las ingenió para crear un laboratorio en el garaje de su casa, donde estudia con detalle los pastos marinos y su potencial de secuestro de carbono.

Las sorpresas detrás de las turberas
Un sorprendente hallazgo en Perú es uno de los principales responsables de que las turberas comiencen a tener el protagonismo que les corresponde en la lucha contra la crisis climática en América Latina.
Las turberas del Abanico del Pastaza fueron descubiertas gracias a exploraciones científicas y estudios ambientales realizados en las últimas décadas, y su estudio y reconocimiento como un ecosistema de gran importancia comenzó a destacar en los años 2000, gracias a investigaciones de instituciones científicas peruanas y extranjeras que identificaron su riqueza en biodiversidad y su papel en el ciclo del carbono.
Se trata de uno de los complejos de humedales más profundos a nivel global: la tercera turbera tropical más profunda, con 8.1 metros, después de Central Kalimantan, en Indonesia, y Cuvette Centrale, en el Congo. Se creía que en Sudamérica no existía un ecosistema como este.
Un estudio publicado en 2024 comprobó la fascinación científica con este ecosistema y encontró que el stock de carbono en la vegetación de las turberas del Datem del Marañón, que forma parte del Abanico del Pastaza, es de 80 toneladas de carbono por hectárea en promedio. En el suelo de turba las estimaciones llegan incluso a 1700 toneladas, por lo que puede almacenar entre tres y cinco veces más dióxido de carbono que otros ecosistemas tropicales.
Comunidades nativas del Datem del Marañón, en la región de Loreto, fusionan saberes ancestrales con conocimiento científico para proteger las turberas que se encuentran en esta área de la Amazonía peruana. De esta manera protegen la palma de aguaje (Mauritia flexuosa), que es parte de su sustento alimenticio y vital en la conservación de las turberas. “Antes cosechábamos tumbando, ahora realizamos el escalamiento, o sea, ya no la tumbamos, aprovechamos la palmera cuando está de pie. Ese ha sido el principal cambio en estos años”, dice Segundo Chanchari, escalador de la comunidad nativa Puerto Díaz.

La investigación de las turberas del Abanico del Pastaza motivó nuevas investigaciones en países como Colombia. Un artículo publicado en abril de 2025 en la revista Environmental Research reveló que las turberas colombianas podrían ser una herramienta importante para combatir el cambio climático, pero que primero deben identificarse y ubicarse con precisión.
Scott Winton, ecólogo de la Universidad de California Santa Cruz, llevó a cabo tres años de extenso trabajo de campo para desarrollar el primer mapa basado en datos de turberas recientemente documentadas y previstas en los Llanos Orientales y la Amazonía colombiana.
Entre los principales hallazgos destaca que estas dos regiones probablemente contienen entre 7370 y 36 200 kilómetros cuadrados de turberas, que podrían estar secuestrando actualmente una cantidad de carbono equivalente a 70 años de emisiones del país provenientes de combustibles fósiles e industrias.

Los resultados de Winton y sus colegas sugieren que la densidad promedio de carbono en estas turberas es de cuatro a diez veces mayor que en la selva amazónica. Los investigadores identificaron dos tipos específicos de turberas colombianas, incluidas las turberas de arena blanca que no se habían documentado previamente en Sudamérica, lo cual es un fiel reflejo de la necesidad de estudiar más estos ecosistemas.
“Las turberas son una masa de carbono gigante. Las estadísticas nos dicen que cubren entre el 3 % y el 5 % de la superficie de la Tierra pero tienen dos veces más carbono que los bosques del mundo”, dice Winton, y agrega que, a diferencia de los bosques, que pueden restaurarse y ayudar a recuperar el carbono, cuando se pierde turba se requieren cientos y hasta miles de años para recuperar lo que se ha perdido del suelo. “Por eso se considera casi como una pérdida irrecuperable”.

Un escudo de manglares
El manglar también es un ecosistema trascendental: es capaz de almacenar entre cinco y siete veces más carbono que otros bosques, reportando valores promedio de 432 toneladas de carbono por hectárea, con rangos promedio cercanos a 1000 toneladas por hectárea, especialmente en manglares maduros y conservados.
Sobre este ecosistema también faltan muchos más estudios, pero es quizás, después de los bosques tropicales, el que más reconocimiento y protagonismo tiene en este momento en Latinoamérica.
“Los manglares, en particular, absorben y almacenan grandes cantidades de carbono mediante la fotosíntesis y la retención de sedimentos por sus complejas estructuras radiculares, lo que provoca una lenta descomposición de la materia orgánica en suelos húmedos”, asegura Julie Shahan, investigadora de la Universidad de Stanford que trabaja con manglares en Ecuador.
Shahan destaca que además de la mitigación del cambio climático, los manglares son importantes para la adaptación climática al proporcionar control de la erosión, prevención de inundaciones, garantizar la calidad del agua y mantener la biodiversidad. También menciona que hay avances positivos, ya que 97 países, entre ellos varios latinoamericanos, incluyen actualmente soluciones basadas en la naturaleza costera y marina en sus planes nacionales de mitigación del cambio climático.

Ecuador, en particular, ha tomado medidas adicionales para proteger los manglares, brindando a las comunidades locales la capacidad de conservar y restaurar los manglares locales y comprometiéndose a no convertir los manglares para la acuicultura de camarones. De hecho, aunque muchas veces los esfuerzos gubernamentales son vistos con escepticismo, la estrategia del gobierno ecuatoriano en gestión de manglares se ha convertido, según los expertos, en un verdadero caso de éxito.
A través de acuerdos de uso sostenible y custodia, el recientemente desarmado Ministerio del Ambiente de Ecuador ha concesionado 98 000 hectáreas de bosque de mangle a pescadores artesanales, que pueden extraer cangrejo para venderlo, pero se comprometen a proteger este valioso ecosistema.
El área concesionada representa el 62 % del total de los bosques de mangle que existen en el país, de los cuales, el 80 % está en el golfo de Guayaquil. Este sistema ha permitido la conservación del manglar desde hace 26 años y ha mostrado ser efectivo en su protección.

“Si no hubiésemos tenido esta estrategia [de concesionar zonas de mangle] ahorita tendríamos mucho menos manglar”, dice la bióloga Natalia Molina, docente investigadora de la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad Espíritu Santo (UEES) de Guayaquil. Esto no es un dato menor, ya que Molina recuerda que en 37 años (entre 1969 y 2006) se perdió el 27 % de los manglares del país, lo que equivale a unas 56 000 hectáreas.
En general, los científicos coinciden en que hay que prestarle más atención a los humedales, ya sean costeros, de manglar o turberas. “Los humedales tropicales se encuentran entre los ecosistemas de secuestro de carbono más eficientes del planeta. Si bien ocupan una pequeña área de la superficie terrestre, tienen el potencial de contribuir significativamente al secuestro de carbono a largo plazo debido a sus altas tasas de acumulación y almacenamiento de carbono”, asegura Shahan.
*Este especial hace parte de un trabajo colaborativo entre Mongabay Latam, El Tiempo, La Barra Espaciadora y Runrun.es
**Imagen principal: En Perú, Segundo Chanchari y Kietre Gonzales unen fuerzas para el aprovechamiento del aguaje y la conservación de la palmera. Foto: Leslie Moreno Custodio
El artículo original fue publicado por Antonio José Paz Cardona en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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