El aniversario del Informe Final de la CVR ya pasó, invisible, y fue un evento marginal. No logró sumarse al momento de protesta ciudadana
Estas semanas, entre fines de agosto e inicios de septiembre de 2023, hemos participado de efemérides locales, regionales y mundiales, sobre hechos violentos que han poblado nuestro mundo y nuestra imaginación desde finales del siglo XX e inicios del XXI. Muchas personas han consumido información de diverso tipo, en las redes, libros, eventos, y la actividad ha sido casi frenética. Y, sin embargo, en el caso del Perú, pese a esta apariencia de vivacidad, la efeméride casi ha pasado inadvertida, o parece haber envejecido aceleradamente.
Es curioso que esto pase, pues los 20 años de entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), con sus conclusiones sobre el modo en que nuestra sociedad enfrentó la violencia extremista de los grupos subversivos con represión, autoritarismo y violación de derechos humanos, parecería conversar casi de modo “natural” con nuestra crisis actual. Podría suponerse este informe como una fuente rica para reflexionar, para usarlo como un archivo cívico, que nutra desde lo vivido, las experiencias de resistencia ciudadana. Sin embargo, este vínculo no se ha establecido. El Informe de la CVR y la vida política del país coexisten en universos culturales paralelos.
Luchín
A mi hija, desde pequeña, le he cantado o le hice escuchar las canciones que a mí también me cantaron, sobre todo mi madre, allá por los lejanos años 80. Escojo y dejo de lado los temas más tristes. Todo tiene su momento. Mi hija, además, va formando su propio gusto, y suele pedirme música alegre, que la lleve hacia el movimiento, en sus palabras “las que me hagan correr”. Porque en efecto, baila, pero, sobre todo, corre, cuando escucha algún tema enérgico o con mucho ritmo.
La lista de sus temas preferidos, que ponemos en la televisión de la sala, va cambiando con el paso de los meses y los años. Los que ahora la hacen correr con más entusiasmo son un par de Stromae, “Santé” y sobre todo “Papaoutai”, que la engancha, la deja pensando, corriendo, inventándose un francés gracioso, preguntándome por qué el papá no habla, por qué no le hace caso al hijo, y por qué el niño al final, también se vuelve muñeco.
También escuchamos muchas del Cuarteto de Nos, antiguos clásicos nuestros como “Ya no sé qué hacer conmigo” y últimamente “Hijo de Hernández” y su preferida “Apocalipsis Zombi”. Caminando bajo la tardía lluvia de semi primavera, por el parque Castilla y camino al nido, va cantando e improvisando letras graciosas, “no seas así, déjate morder”, repite masticando el aire. Nos hemos puesto de acuerdo en que escuchar “Al colegio no voy más” o a Los Mojarras, por tener mucha energía, sólo puede ser de día. Nunca de noche, donde intento que la jornada acabe con las versiones pop de música clásica de André Rieu, que a mí me gustan mucho y a ella la tranquilizan. Así somos, huachafitos.
Cuando de vez en cuando se me cuela algún tema lento o melancólico, mi hija me llena de preguntas. Qué le pasa a los señores o señoras que cantan. Por qué están tristes. Por qué están serios. O la más apremiante, si sus papás han muerto. Le doy respuestas, pero como son más complejas y abren a otras rutas (las de vivir la tristeza), intento que no pase muy seguido. Le impresionó mucho la versión de “Changes” de Charles Bradley, y desde entonces, cuando ve aparecer un video que supone será de este tipo, pregunta ¿van a sudar?
Y, sin embargo, una canción que le canto desde que era muy pequeña es “Luchín”, de Víctor Jara. Porque recuerdo cuánto me gustaba en la voz de mi madre. Lo que sentía yo, imaginando y viendo a niños como el Luchín, con su gato, su perro, su potito embarrado, en mis barrios de la Lima pobre. Y porque al inicio de la vida de mi hija, buscaba canciones que nos ayudaran a nombrar objetos, animales, personajes, y aprender de modo entretenido. Para nuestra suerte, «Luchín» no es cualquier canción, es un himno que sobrevive y se reinventa, por alguna razón misteriosa, más allá del contexto en que se compuso.
Así que encontramos en YouTube decenas de versiones, y de todo tipo: animadas, como las de Vivienne Barry, otras montadas por niños de modo sencillo, o cantadas a coro junto con sus maestros. Teníamos además un libro muy bonito de editorial Lom que me traje de Chile antes de la pandemia, con dibujos de un Luchín de colores y la letra de la canción completa, incluida la parte recitada al inicio, que jamás había entendido de qué iba, en el acento de peque chileno tan difícil para los oídos vecinos:
“Naranjita, naranjita
¿por qué llora?
Porque tengo que llorar.
Anoche pasó mi novia
y no me quiso saludar.
Los pañuelos de mi novia
no se lavan con jabón,
se lavan con agüita
de sangre de mi corazón.”
Quizá porque regresé de Chile hace poco, a días de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, “Luchín” volvió a ponerse de moda en la casa. Ahora mi hija se fija en otras cosas. Se sabe buena parte de la letra, reafirma que quiere un gato y una pelota de trapo como el personaje de la canción y saca su xilófono de juguete para acompañar una versión grabada con niñas en una escuela. Pero la canción no le da pena. La parte “si hay niños como Luchín, que comen tierra y gusanos…” la lleva a la sorpresa o a decir “Puajjjj, gusanos, ¡no se comen los gusanos!” Y me parece muy bien. Prefiere los videos donde aparecen imágenes documentales, en blanco y negro, no de dibujos animados, quiere “el de verdad”. O donde aparece Víctor Jara, al que reconoce y dice “Víctor no canta Amanda, canta Luchín”, corrigiendo a la vida.
La pasé muy bien en Chile presentando mi último libro, Sombriti, editado por la editorial de unos queridos amigos de Valparaíso, la naciente Atmosféricas. Pero sentí un clima de bastante contrariedad los días que estuve por allá. Quizá mi resumen sería: los 50 años son importantes, demasiado importantes, es una memoria fundante de lo que el país quiso ser, de un sueño colectivo socialista muy fuerte, aplastado por la fuerza, y que acabó de todos modos fundando el país, pero de otro modo, casi contrario al que se había imaginado.
Hay pues, un cruce de caminos muy hondo, donde proyectos de realidad convergieron, resultando en una catástrofe de sentido. No fue la simple imposición de un país conservador sobre uno progresista, sino la habilitación de fuerzas desintegradoras, antihumanistas, organizando la coerción compartida.
La violencia estatal, de los militares, los grandes medios y las clases altas, modelaron el Chile visible, pero el país proyectado, soñado, no desapareció, sino que resistió subterráneamente a través de la cultura, la solidaridad, la organización social, el exilio, la investigación, los archivos, la protesta y finalmente, dando soporte a un movimiento por derechos y a una transición, que llevó a la caída en cámara lenta de un dictador que tampoco se esfumó, que hizo pagar un alto costo a la transición chantajeada por los restos de su poder. Los 90 no fueron un regreso del sueño, ni mucho menos, pero, durante esa década de transición, lo oculto, lo reprimido brutalmente, asomó con la potencia justa para volver a prometer, en algún futuro más o menos cercano, un país menos infame y más democrático.
Al menos así lo ve un peruano desde lejos, y seguramente, romantizando mucho lo desconocido. Pero creo que algo así de importante, un hito de tal peso, genera muchas expectativas, muchas inquietudes, muchas más de las que cabe esperar de una memoria por más emblemática que sea. Pero más allá de la previsible decepción que traerá el comprobar que los eslóganes son, pues, exactamente eso, y que los mandatos de no al olvido y no repetición están fabricados para luchar y no para funcionar, porque somos habitantes de la historia y no de los discursos, pese a todo esto, o quizá justamente por eso, hay riqueza en esta vivencia. No siendo, por ahora, tan relevante saber quién va ganando la discusión. No, al menos, en el horizonte del pequeño presente, de la coyuntura.
Porque hay muchas cosas en qué pensar. Muchos son los guardianes de las tradiciones. Y las tradiciones son múltiples e incluso se solapan. Son bastantes y diversos quienes creen que son los portadores de la continuidad de lo truncado el 73. O los que, sin asignarse tal destino, creen poder salvar lo emancipatorio de esas ruinas, como arqueólogos del mundo crítico. O los que aún se sienten agraviados por la impunidad, y ven sus demandas dejando de ocupar, con el paso del tiempo y de las crisis, la centralidad de la que habían gozado y, sin duda, merecido.
Y también, claro, están los que no ven sentido en prolongar una desgracia hacia el infinito. Ni que un desastre sea la cifra sobre la que se construya una comunidad. O los que creen que hay que evitar el mito y retroceder un paso, antes de que todo se cristalizara, y así abrir las puertas a muchas otras tradiciones críticas, obscurecidas por el agujero negro del fracaso glorioso. Y aunque sean minoría, también están quienes, en medio de la polarización, desearían un espacio para revisar el pasado, incluso el propio compromiso con este, de modo crítico, auscultando responsabilidades y métodos de lucha, sin detenerse en lo heroico o el deber emocional o transgeneracional que demandan las militancias.
Pero también están los que directamente nunca ocuparon un lugar relevante en la narrativa ni de derechas ni de izquierdas ni de nada, y a los que el 73 seguramente decía poco entonces y dice mucho menos ahora, y pienso no sólo en los pueblos originarios o la comunidad LGTBI+, sino en los pobres simplemente, o simplemente pobres, las plebes del mundo, idealizadas para todos los fines y haberes.
Y estos son, a mi ver, muy buenos problemas. Pero para mala suerte de mis amistades, quizá esta efeméride llega justo cuando parece que el consenso que censuraba la dictadura de Pinochet ha cedido. Es un momento reaccionario en todo el mundo, pero cada país vive su propio escándalo relativista. Hoy en Perú o Chile no sólo se pueden negar las violaciones de derechos humanos, los desaparecidos, la represión, o su magnitud, como se ha hecho siempre desde sectores replegados o cohibidos, sino que directamente no se niega nada, se asume.
Se puede rescatar la vía pinochetista (o la fujimorista) con legitimidad. Una encuesta de mayo de 2023 mostraba a un enorme 36% de chilenos bancando el golpe y valorando que, aunque fuera una dictadura, había mejorado la economía. Es decir, haciendo razonable el canje de democracia y vidas por lo que podríamos llamar, a la antigua, “el progreso” (interesante que la idea del “progreso”, no por criticada y vieja, haya dejado de ser vigente y tener efectos).
Y este regreso reaccionario, ocurriendo en un momento posterior al estallido social y la decepción en torno del proceso constituyente, hace difícil cualquier evaluación práctica, y mucho menos, cualquier idea ingenua de “evaluación histórica”, como si tuviéramos la capacidad omnisciente de juzgar el devenir. El post estallido sí agrega creo, un estrés: mucho se hizo, nada pasó, ya no hay paciencia.
Una encuesta más reciente, de septiembre de 2023, ya en pleno proceso de actividades, señalaba que sólo uno de cuatro chilenos estaba interesado en el aniversario del golpe, siendo nada despreciable el dato de que, entre estos, se encontraban más que nada gente de sectores populares, además de claro, otras de ideologías de derechas. Poniendo el asunto más complicado para quienes desean que lo conmemorativo sea la dimensión sino exclusiva, si al menos la predominante, al menos el 44% justificaba el golpe “según” qué, y un enorme 40% asignaba al Gobierno de Salvador Allende la responsabilidad de que el golpe se hubiera realizado.
Es pues, un momento emocionalmente complejo, además de políticamente denso, difícil de navegar con claridad.
Perspectiva
En el Perú, mucho de lo reseñado nos hace sentido, aunque de un modo mucho más precario y grotesco. Vivimos también nuestro momento relativista, o de retroceso reaccionario. En la práctica, vivimos un gobierno autoritario que, como tantos otros recientemente, se las amaña para mantener ciertas formas que le permiten fingir que es una democracia legal. Como fingir descaradamente está hoy perfectamente permitido en la comunidad internacional, el gobierno represor y violador de derechos humanos de Dina Boluarte puede performar autoridad.
También vivimos un doloroso momento de estallido social, en el verano, que se saldó con la muerte de al menos 50 personas y el endurecimiento del régimen. La represión ha sido tan dura que, pese a lo masiva e inédita que fue la movilización, la coalición que gobierna logró sostenerse por la fuerza. Los grandes ganadores del momento han sido las mafias, los grupos de poder conservadores, que se rehúsan a cualquier posibilidad de revisión del modelo neoliberal, y el fujimorismo.
Sí, el fujimorismo. La fuerza antipolítica más persistente en el Perú en las últimas décadas. A diferencia de lo que pasa en Chile, donde el logos y hasta el espíritu pinochetista pueden volver a enarbolarse sin sonrojos, en el Perú el fujimorismo orgulloso nunca se fue del todo. Y hoy no sólo es asumido con toda plenitud, sino que, en los hechos, dirige el país. En el Perú se decía antes, en cualquier conversación o viaje de taxi “acá se necesita un Pinochet”. Luego ya no fue tan necesario este deseo, cubierto por la figura de Fujimori, al que, entre otros apelativos, popularmente se lo llamaba con todo sentido “Chinochet”.
Aunque Alberto Fujimori, el señor, el hombre anciano, haya sido juzgado y se encuentre en prisión (de lujo, con incontables libertades, pero prisión, a fin de cuentas), lo cierto es que el proceso larval, de descomposición organizada que impulsó en los 90, ese país piraña al que dio cimiento, ha terminado por ser hoy el que se ha impuesto, y sus sucesores, incluyendo su organización y su hija, los que administran el Estado, los negocios y la corrupción.
Este es el contexto del 20 aniversario de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. En medio de un gobierno que no duda en ser criminal, y que no tiene ningún vínculo, ni abierto ni subterráneo con las tradiciones éticas o ideológicas vinculadas al Informe. Un gobierno que, más bien, representa abiertamente una respuesta a las conclusiones de ese Informe. Para quienes tienen el poder en el Perú hoy, la historia del pasado de violencia es un capítulo más en saga de los salvadores de la patria contra el comunismo y el terrorismo, a los que vencieron en el pasado, y deben seguir derrotando en el presente, haciendo necesaria su presencia patriótica en el futuro. Para efectos reales, de nuestra vida política, la CVR es como si no hubiese existido.
Para hacer más complejo el momento de “anticonmemoración”, para el resto de la sociedad tampoco aparece como importante este hito. Como lo muestra una reciente encuesta del IEP, el 61% de los peruanos no escuchó hablar de la CVR. Y de los que saben de su existencia, la mayoría, el 42% cree que su influencia ha sido negativa para el país. Es posible que esta valoración pueda interpretarse no como una sanción al trabajo en sí de la CVR, sino más como la creencia de que su existencia ha generado más polarización. Pero no tenemos información para ir más allá de esta suposición.
Esto llama más la atención si tomamos en cuenta que estamos en medio de un país movilizado, sensible como pocas veces a los asuntos de derechos humanos, a la discusión sobre la democracia y con pedidos de investigación y esclarecimiento de los crímenes cometidos hace pocos meses por el gobierno y las fuerzas de seguridad estatales. Y, además, en medio de un proceso de regreso de lo político nada irrelevante.
Sin embargo, por razones que cuesta entender, no se produce un clic entre quienes protestan hoy, y el informe de la CVR y su conmemoración. Las luchas recientes, como ha sido registrado en múltiples documentos y análisis, se remiten incluso al pasado inca, o buscan entroncarse a principios liberales como el valor de la voluntad popular y, por lo tanto, acogerse a un lenguaje que respalde sus reclamos desde diversas fuentes de legitimidad más allá del dolor y la ira. En este sentido también ha sido gravitante la reivindicación de una herencia o una identidad indígena, sobre todo aimara. Pero en ninguno de estos casos, se incluye en este esfuerzo de construcción de tradiciones o fuentes de validez o prestigio, el esfuerzo desplegado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Y no ha sido por falta de actividad. Organismos de derechos humanos, algunas universidades, e institutos de investigación, han organizado eventos, charlas, y hasta seminarios internacionales. Los ex comisionados también han estado activos, acudiendo a eventos y entrevistas.
Y, sin embargo, el 20 aniversario del Informe Final ya pasó, invisible, y fue un evento marginal. No ha logrado sumarse ni a la reflexión, ni al pulso, ni al momento de protesta ciudadana.
Quizá tampoco ha ayudado que sus principales difusores se hayan enfocado en hablar desde las claves de “el legado” o “la evaluación”, lo que le resta contenido político al discurso, y de algún modo, lo empaqueta como algo consumado. O que algunas de estas alocuciones hayan sido dadas en un tono casi oficioso, como las daría un funcionario, preocupado por dar cuenta de lo avanzando, resaltando lo conseguido, rescatando los logros institucionales y burocráticos tras 20 años de emitido el Informe y más de 40 desde que empezó el conflicto armado interno.
El 11 de septiembre, el presidente Boric, criticado por todo el mundo, a su izquierda y derecha, asumió entroncarse con el proceso abierto luego del golpe, con la resistencia y la democracia como posibilidad. En algún momento leyó como parte de su discurso una lista que trazaba esa genealogía, que empezaba con Allende, el trabajo de los organismos de defensa de derechos en el peor momento, al inicio de la represión, que seguía con otros actores fundamentales como la Vicaría de la Solidaridad, que pasaba por una cadena de esfuerzos solidarios de décadas, y que llegaba hasta él, en ese momento. Quizá algo poco modesto, sí, quizá.
Pero como lo veo desde lejos, ese poco de inmodestia es necesario porque está obligado a ser atrevido para no estar siempre a la defensiva, reaccionando. Para procurar recuperar iniciativa. ¿Qué otra cosa puede ser gobernar, sobre todo en un entorno tan adverso? Boric invitó a continuación a los demás partidos, a apostar siempre contra la violencia, y a llamar golpe al golpe. En el Perú esto es absolutamente impensable. Lo más cercano a una autoridad hablando del informe de la CVR fue la ceremonia patética de hace pocos días, donde el actual Defensor del Pueblo, colocado en el puesto por el régimen para desactivar la institución, acompañado por la Fiscal de la Nación, aliada y cómplice del gobierno autoritario, otra vez, fingieron un momento de “balance” del trabajo de la CVR, con dos comisionados presentes y, a su vez, ausentes en tanto significativos.
Por ello les decía a mis amigos chilenos compungidos, no es que no tengan problemas, y duros, no estamos para autoengañarnos a esta edad, pero mirando con perspectiva, los problemas en nuestros países son similares, el piso no. Y se puede valorar ese piso, y ese gobierno imperfecto, desde ese lugar de oportunidad y mínima decencia que, en otros lugares, por ahora, se ha perdido.
El retorno de Luchín
En el conocido concierto para la televisión peruana que dio Víctor Jara en julio de 1973 en el Perú, a un par de meses de ser torturado y asesinado por las fuerzas de Pinochet, antes de empezar a cantar el número de Luchín, dice esto:
“Este es un bandido chiquitito, un cabrito como decimos nosotros allá en Chile. ¡Uh!, un cabrito chiquitito, de cinco años, imagínense, eh, un bandidito, así con la cara sucia, embarradito, ah, que juega con su pelotita de trapo, que juega con los perros que andan siempre alrededor de él, un caballo también. Porque el papá, el papá, trabaja con una carretela. Y el caballo, claro, lo deja en la casa, como no hay mucho espacio, de pronto el caballo está allí, mirando al Luchín, que juega entre las patas de él. Este es un bandidito chico, pero a lo mejor, este bandidito, en unos quince años más o unos veinte años más, va a ser capaz de dirigir una fábrica, en mi país”.
En este concierto y en algunas entrevistas que dio en nuestro país, Víctor Jara es capaz de imaginar aún algunas posibilidades de futuro alternativas al horror. Sabía bien que este se cernía en el futuro, como lo muestra su correspondencia y como lo había advertido el “tanquetazo”. Y algunos que lo conocieron en Lima, lo recuerdan muchas veces ensimismado. No se puede dejar de pensar que frente a la audiencia ya estaba un hombre muerto, que las cartas ya se habían echado sobre él, sus compañeros y su país, pero que tercamente, aferrado a la música y sus apuestas, se negaba a dejar de soñar.
Y lo que soñaba era el bien para los niños. Y eso no es poca cosa, aunque pueda sonar tonto. No imaginaba grandes tomas de palacios de invierno, ni feroces combates por las revoluciones mundiales por venir, imaginaba una vida mejor para la gente común y corriente. Imaginaba un espacio laboral habitado con decencia y no dominado por la enajenación. Algo tan radical como la dignidad aun en la modestia y lo poco.
Hace unos diez años me pasaron una versión en género urbano de «Luchín». En esta adaptación de la vieja canción, se rapea un Luchín atrapado en las fronteras que el Chile crudo y egoísta del neoliberalismo marcaron para los de su condición, para los pobres de las comunas. No dirige una fábrica, obviamente. Su sino no es singular, como otros similares a él, quizá la cárcel, las drogas, la violencia, o la insignificancia lo han definido. Ni Víctor Jara, ni el horizonte de lo que su generación intentó construir, ni el sueño, fueron posibles y son desmonte, sueño rancio, melancolía de izquierda que debe ser desechada por la rebeldía joven, la única posible porque no nace de la nostalgia, sino del aquí y el ahora.
No deja de ser interesante esta versión, da cuenta de una nueva sensibilidad, que quizá puede tener reflejos en la que animó las sucesivas revueltas estudiantiles y el estallido de hace un par de años. Y, sin embargo, no puedo dejar de notar su pobreza de recursos, enfrentado al viejo tema. No logra desmontar el sueño porque no lo comprende, sólo lo niega, afincado su gesto cancelador en la sola rabia. Sé que estamos en un momento de complejo frente a “lo joven”, que parece ser por su sola calidad etárea, o por su energía, fuente o crisol que discierne sobre lo auténtico o aún, sobre lo correcto. Gracias a dios, carezco de tal debilidad.
«Luchín» para Víctor Jara no era solo un símbolo. Era un niño de verdad, que podía ser, además, signo del resto, pero que no perdía en ese movimiento hacia lo general, su singularidad. Pero, sobre todo, lo que no puede obviarse es lo afectivo y personal del deseo del cantante, de que a ese Luchín en ese mundo de la canción y en ese mundo reflejo de su barrio y su país, le fuera bien, le fuera mejor. Sí, la canción va de un niño llamado Luchín, pero, sobre todo, va de un deseo humano de bien. La canción va del sueño de Víctor por todos los niños y niñas que pueden ayer y hoy, vivir con más amor. Y ese deseo, ese sueño, no se desmonta ni matando a Jara, ni inventando un destino infame para el personaje.
El deseo de Víctor Jara permanece intacto.
El mundo que quiso construir no fue.
Luchín, cual haya sido su sino, recibió siempre la gracia de ese deseo.
Ha sido larga esta semana. Mi hija duerme ahora, y espero que, en un futuro cercano, siga escuchando la canción, entendiéndola mejor, y comprendiendo a los viejos y nuestras esperanzas y limitaciones. Mientras eso sucede, leo con cierta satisfacción malvada, que el “verdadero” Luchín, el niño que hace décadas inspiró esta canción, no acabó en una cárcel o de peón de alguna mafia. Vive agradecido a Víctor y su cariño, cuenta que es su voz la que lee el verso al inicio de la canción, y se hizo abogado en lo civil. Tantos años después, recuerda a quien lo ayudó cuando era una criatura, y en su memoria, dedica parte de su vida a trabajar por los niños, por ideales que también eran los de su propia familia, y de ese su amigo, el chileno Víctor Jara.
José Carlos Agüero. Escritor, historiador. Investigador del Instituto de Estudios Peruanos – IEP